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El amanecer filtraba su luz dorada a través de los cristales empañados del invernadero. El perfume tenue de las gardenias flotaba en el aire, mezclado con el rocío que mojaba las hojas y caía en gotas minúsculas sobre los pétalos. Anya estaba sentada en un banco de hierro forjado, encogida sobre sí misma, con los brazos rodeando sus piernas, con la mirada fija en un punto indefinido entre las flores. Parecía una figura de porcelana olvidada en un rincón del mundo.

Leonard cruzó el umbral en silencio. Había regresado por fin. Estaba a salvo, entero, de una sola pieza y con un deseo enorme de verla. El mar no lo había arropado con ninguna maldición como había hecho con Alessandro. No hizo ruido al empujar la puerta, no dijo su nombre. Se detuvo allí, a unos pasos de ella, mirándola como si no terminara de creer que estaba viva, que seguía allí, respirando, hermosa incluso bajo la palidez del cansancio. Tenía los ojos hinchados, seguramente por llorar, y la bata de dormir caía descuidada
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