Alessandro se puso de pie de inmediato.—¿De qué hablas?—Leonard Volkov nos está rastreando —escupió su padre con furia—. Lo que quiero es que desaparezcan sus cargamentos y le enseñes una lección.Alessandro sintió un escalofrío. Si Leonard realmente se atrevió a rastrearlo, la guerra ya no era una posibilidad, sino una realidad.—¿Quieres que lo mate?—No todavía —la voz de su padre bajó el tono, volviéndose más calculadora—. Quiero que envíes un mensaje primero. Ataca donde más le duela. Hazle saber que metió la cabeza en la boca del lobo.Alessandro se pasó una mano por el rostro. Todo esto estaba yendo demasiado rápido.—¿Cuándo tengo que partir?—Ahora. Hay un buque esperándote en el puerto. Llévate a tus mejores hombres y arréglalo.La llamada terminó abruptamente. Alessandro bajó el teléfono y miró la puerta de la habitación de Anya.Alessandro apoyó la frente contra la puerta de la habitación de Anya antes de entrar.No sabía por qué lo hacía. No tenía que despedirse. No tení
La noche había caído como un velo pesado sobre la mansión Petrov. Un silencio inquietante se cernía sobre los pasillos, interrumpido solo por el ocasional crujir de la madera y el susurro de las hojas mecidas por el viento. Anya permanecía recostada en la cama, en la misma habitación donde había sido confinada durante semanas. Tenía los ojos abiertos, mirando el techo, con el cuerpo cansado y el alma rota. Apenas comía. Apenas hablaba. Solo esperaba.Una esperanza pequeña, temblorosa, que se aferraba al recuerdo de Leonard, a su promesa de liberarla.Un sonido extraño rompió la quietud. Al principio fue leve, como un chasquido metálico en la distancia. Luego vino el rugido sordo de una explosión controlada. Las luces parpadearon. Un grito ahogado de los guardias retumbó desde el primer piso.Anya se incorporó de golpe, con el corazón palpitando como si quisiera escapar de su pecho. Se acercó temblorosa a la puerta cerrada con seguro desde dentro. Los pasos se oían apresurados. Gritos,
El aire dentro de la mansión se había vuelto espeso, cargado de una seguridad asfixiante que no dejaba espacio para respirar. Cada paso de Lilia era escoltado, cada mirada vigilada, cada gesto reportado. Las cámaras que Nikolai había instalado incluso en el dormitorio parpadeaban con sus luces rojas, testigos constantes de su vida privada. Ya no era una reina… era una prisionera de lujo.Esa mañana, Lilia se acercó a la ventana en uno de los salones del ala este, con la esperanza de ver el jardín. Tres guardias patrullaban como sombras, y uno de ellos —uno nuevo— incluso le hizo un gesto para que se alejara del cristal. Fue la gota que colmó el vaso.Horas después, lo encontró en el estudio, revisando papeles con la frente fruncida, una copa de coñac a medio terminar. Ella se acercó despacio, intentando mantener la calma que apenas le latía en el pecho.—Nikolai… esto no puede seguir así —dijo, con la voz serena pero firme—. Me estás vigilando como si fuera una prisionera. Hasta cuand
Las aguas seguían agitadas, como si se negaran a calmarse tras la furia del enfrentamiento. Pedazos de madera flotaban como cadáveres de un campo de batalla silencioso. El olor a pólvora y sal aún se aferraba al viento. Entre la espuma blanca y restos de cargamento, un cuerpo flotaba, semiinconsciente, sostenido apenas por una tabla rota.Alessandro.Sus labios estaban morados, sus párpados pesados, su cuerpo helado. Un leve hilo de sangre le descendía por la frente. Había dejado de luchar hacía horas. Solo flotaba, entregado, mecido por el mar que no terminaba de tragarlo.El ruido de un pequeño motor rompió el silencio.Un viejo barco pesquero avanzaba entre la neblina, arrastrando redes semivacías. A bordo, un hombre delgado, de rostro curtido por el sol y la sal, distinguió algo flotando entre los restos. Frenó el motor. Silencio. Luego, un grito.—¡¡Aquí hay alguien!! ¡¡Vivo, creo que está vivo!!La red fue lanzada con destreza. Con esfuerzo, el cuerpo fue izado a bordo. Alessandr
La mansión Petrov olía a incienso amargo y desesperación. Las luces estaban encendidas desde hacía horas, los sirvientes caminaban con pasos apurados, y los teléfonos no dejaban de sonar. La madre de Alessandro, vestida con un camisón de seda negra y una bata de encaje arrugada por la tensión, estaba sentada frente a la chimenea apagada, aferrando un rosario entre los dedos. No rezaba. Solo repetía el nombre de su hijo como un conjuro: Sandro, Sandro, Sandro…Igor Petrov, en cambio, caminaba de un lado a otro con una copa en la mano y los ojos inyectados en sangre. El informe más reciente llegó como un latigazo en la nuca.—La chica —dijo uno de los hombres de confianza, con la mirada baja—. La Volkov. Anya… fue raptada. Los hombres de Leonard la sacaron hace unos días de la mansión.Un silencio tenso inundó la habitación.La madre de Alessandro alzó la cabeza como si le hubieran clavado una aguja en el cuello. Sus ojos se encendieron de rabia, la misma rabia ciega que solo puede nacer
El amanecer filtraba su luz dorada a través de los cristales empañados del invernadero. El perfume tenue de las gardenias flotaba en el aire, mezclado con el rocío que mojaba las hojas y caía en gotas minúsculas sobre los pétalos. Anya estaba sentada en un banco de hierro forjado, encogida sobre sí misma, con los brazos rodeando sus piernas, con la mirada fija en un punto indefinido entre las flores. Parecía una figura de porcelana olvidada en un rincón del mundo.Leonard cruzó el umbral en silencio. Había regresado por fin. Estaba a salvo, entero, de una sola pieza y con un deseo enorme de verla. El mar no lo había arropado con ninguna maldición como había hecho con Alessandro. No hizo ruido al empujar la puerta, no dijo su nombre. Se detuvo allí, a unos pasos de ella, mirándola como si no terminara de creer que estaba viva, que seguía allí, respirando, hermosa incluso bajo la palidez del cansancio. Tenía los ojos hinchados, seguramente por llorar, y la bata de dormir caía descuidada
Pasaron días. Alessandro seguía varado con aquel anciano que lo había recogido. Pero tenía muchos problemas, uno bien sabido: no recordaba nada de su pasado.Ese día, el anciano le presentó a una pequeña mujer menuda. Era su hija, una joven viuda llamada Irina. Ella no preguntó su nombre. Él no lo sabía. Tampoco le importó. Tenía la mirada confusa de un bebé recién nacido. Sin embargo, ella lo llamó Luka, un nombre suave, sin historia, y él lo aceptó como si siempre le hubiera pertenecido.Irina era la hija del pescador. Viuda joven, de rostro claro y manos que sabían curar tanto como remendar redes. No hablaba mucho, pero lo cuidaba con una ternura sencilla. Le preparaba infusiones, lo ayudaba a caminar cuando sus piernas temblaban, y por las noches le dejaba una lámpara encendida, porque notaba que él temía a la oscuridad.A veces, cuando ella creía que dormía, lo observaba desde la puerta. Había algo quebrado en él. Una sombra detrás de esos ojos sin pasado.Los días se volvían ruti
El sol se filtraba perezoso por los ventanales del invernadero, tiñendo de oro las hojas verdes y el cristal empañado. Lilia había estado acompañando a Anya durante esos días y caminaba descalza, con una taza de té entre las manos, en busca de un momento de calma antes de que comenzara otro día. El embarazo la tenía más sensible, más alerta… y últimamente, más sola. Nikolai ya había regresado de altamar, pero se había vuelto una sombra intensa, protectora hasta la asfixia. Mucho más que antes.Pasó por el pasillo junto al ala oeste, donde los pisos resonaban a pesar de sus pasos suaves. Iba a doblar hacia la escalera cuando escuchó una voz baja, una risa apagada.Se detuvo.Entreabrió la puerta que daba al vestíbulo trasero, ese que casi nadie usaba salvo para escabullirse a escondidas.Allí, de espaldas a ella, estaba Leonard.Y Anya.Demasiado cerca. Sus rostros casi se tocaban. Él le hablaba en voz baja, con una suavidad que no usaba con nadie más. Le acariciaba un mechón suelto del