La Venganza de la Esposa Renacida.
La Venganza de la Esposa Renacida.
Por: Angellyna Merida
Cap. 1: La trampa.

—¡Aaaaaah!

El grito desgarrador de la mujer sacudió la mansión, como una alarma que encendía el caos en un instante.

Renata, la dueña de la mansión, paralizada, aún sostenía el cuchillo, incapaz de comprender lo que había sucedido.

Quería preguntar pero vio a su hermana agarrándose el brazo con la sangre brotando entre sus dedos.

Mientras daba un paso adelante, su hermana dio un paso atrás, con un rostro bañado en horror.

Renata estaba a punto de abrir la boca cuando fue interrumpida.

—¡Ayuda! —clamó, su voz un torrente de pánico y furia—. ¡Renata quiso matar a su hijo! ¡Está completamente loca!

—¿Qué estás diciendo Beatrice? No, yo no... 

Justo en ese momento apareció su suegra en la puerta, con los ojos abiertos de par en par y el rostro petrificado.

Su mirada se deslizó del cuchillo ensangrentado en la mano de Renata al bebé en la cuna, y en un instante se colocó entre su nieto y Renata, fulminándola con una mirada de absoluto desprecio.

—¡¿Estás loca?!.. hijo, ¡HIJO!—exclamó con voz temblorosa pero decidida—. ¡Tu esposa necesita ayuda! ¡Esta mujer está enferma, no puede estar cerca de nuestro nieto! 

Renata, sin soltar el cuchillo, sintió cómo el suelo comenzaba a desvanecerse bajo sus pies.

La confusión y el miedo le atravesaban el alma.

Miró a su esposo, que acababa de entrar en la habitación, con el rostro cubierto de incredulidad y horror.

Ella extendió una mano temblorosa hacia él, las lágrimas llenando sus ojos.

—Ángelo… —susurró, la voz rota por el pánico—. No… no estoy loca, tienes que creerme. ¡Yo no quería hacer daño a nadie! ¡No sé qué pasó, no lo recuerdo!

—Claro que lo sabes —intervino su hermana, con el rostro descompuesto y la voz cargada de veneno—. ¡Ibas a clavarle el cuchillo al bebé! Entré justo a tiempo para ver si mi sobrino estaba bien, y al tratar de protegerlo, me heriste.

—¡No! —Renata negó con desesperación, retrocediendo y soltando el cuchillo mientras se llevaba las manos a la cabeza—. ¡Eso no es cierto! Yo… ¡no recuerdo haber hecho eso! No quería hacerle daño… ¡no haría algo así!

Pero las palabras de su suegra cayeron como una sentencia.

—Ángelo, no puedes ignorar esto —dijo con voz firme—. Esta mujer necesita tratamiento, necesita ayuda. Por el bien de nuestro nieto… y el de ella misma, tienes que hacer algo. ¡Debes internarla en un psiquiátrico!

Renata sintió cómo todo comenzaba a darle vueltas, un torbellino de imágenes, palabras y miradas de terror que la desbordaban. Su mente era un caos, su visión borrosa y fragmentada, y las palabras de Beatrice y Vittoria se mezclaban con el sonido del latido de su corazón. Todo lo que la rodeaba parecía distorsionarse, alejarse y volverse confuso. Intentó sostenerse en algo, pero sus piernas cedieron, y en un último instante de desesperación, alcanzó a murmurar:

—No estoy… loca…

Luego, todo se volvió negro, y Renata cayó desmayada, sumida en la oscuridad de su propia mente.

Renata abrió los ojos lentamente, parpadeando contra la luz fría y deslumbrante que iluminaba el cuarto. Un dolor sordo le palpitaba en la cabeza, y el eco de sus últimas palabras aún parecía resonar en su mente: "No estoy… loca…" Pero ahora, la calma sepulcral de aquella habitación blanca y vacía le recordaba un lugar sin salida.

—¿Dónde… estoy? —susurró, con la voz entrecortada y la mente aún nublada.

Se incorporó lentamente, observando las paredes inmaculadas y desprovistas de ventanas, el techo sin color, y las esquinas completamente vacías. La cama de metal bajo ella crujió con cada movimiento, y el aire gélido le hizo estremecerse. El vacío de aquel espacio le erizó la piel, y de pronto, el miedo se transformó en pánico.

—¡Ángelo! —gritó, aferrándose a la cama como si el solo acto de pronunciar su nombre pudiera traerlo—. ¡Ángelo, por favor! ¿Dónde está mi bebé? ¡Déjenme salir! —Su voz se quebraba mientras golpeaba las paredes con las manos, desesperada, llamando a gritos, pero sus palabras se desvanecían en el eco.

El tiempo se deslizaba lento y pesado, y la desesperación de Renata iba creciendo con cada segundo de silencio. Entonces, después de lo que pareció una eternidad, escuchó el chirrido de la puerta abriéndose. Se giró rápidamente, esperando ver a alguien conocido, alguien que le explicara todo. Pero en lugar de eso, un hombre alto, de complexión fuerte y mirada cruel, se adentró en la habitación.

—¡Por favor, ayúdeme! ¡No sé qué hago aquí! ¡Necesito ver a mi hijo! —rogó Renata, avanzando un paso hacia él.

El hombre la observó con una mueca desdeñosa y cruzó los brazos, impasible.

—Deja de gritar, o te pondré una camisa de fuerza —le advirtió en un tono duro, y la amenaza resonó con peso en la pequeña habitación.

Renata retrocedió, abrazándose a sí misma mientras una lágrima le rodaba por la mejilla.

—¿Dónde estoy? —preguntó, su voz temblando de terror e incredulidad.

El enfermero esbozó una sonrisa burlona, y sus palabras cayeron como una sentencia.

—Estás en el lugar donde debe estar la gente enferma de la cabeza —dijo con desprecio—. En un psiquiátrico.

La realidad de sus palabras la golpeó como una ola de hielo, y Renata sintió cómo su mundo se desmoronaba una vez más, entonces reaccionó:

—¡Ángelo! —Renata volvió a gritar con todas sus fuerzas, las manos temblorosas contra las paredes heladas—. ¡No estoy loca! ¡Déjenme salir, tengo que ver a mi bebé!

Pero el eco de sus palabras se perdió en la frialdad de aquella habitación sin ventanas. El enfermero, con su expresión cruel y burlona, se acercó lentamente, sin dejar de mirarla con una mezcla de desprecio y diversión.

—Por favor… —suplicó Renata, retrocediendo hacia la pared mientras él avanzaba, su figura enorme y amenazante—. No pueden dejarme aquí… ¡Tengo que irme! ¡Mi hijo me necesita!

Cuando él estuvo lo suficientemente cerca, Renata intentó esquivarle, haciendo un movimiento rápido hacia la puerta, pero el hombre fue más rápido. De un tirón la atrapó por el brazo, sujetándola con fuerza y torciéndole el cuerpo, inmovilizándola. El dolor la recorrió de inmediato, y un gemido de desesperación se escapó de sus labios.

—Bienvenida al infierno —murmuró el hombre junto a su oído, con una sonrisa perversa—. Cortesía de tu querido esposo, Ángelo Bellucci.

Renata se quedó inmóvil, su respiración suspendida, y sus ojos se abrieron con una mezcla de incredulidad y horror.

—¿Ángelo…? —susurró, sus palabras apenas un hilo de voz. La traición se asentó en su pecho como un peso aplastante, y el pánico la dejó sin aliento—. ¿Mi… mi esposo hizo esto?

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