—¡Aaaaaah! —el grito desgarrador de Beatrice sacudió la mansión, como una alarma que encendía el caos en un instante.
Renata, paralizada, aún sostenía el cuchillo, incapaz de comprender lo que había sucedido. Beatrice se sujetaba el brazo, con la sangre brotando entre sus dedos, mientras retrocedía con el rostro bañado en horror.
—¡Ayuda! —clamó Beatrice, su voz un torrente de pánico y furia—. ¡Renata quiso matar a su hijo! ¡Está completamente loca!
Vittoria apareció en la puerta, con los ojos abiertos de par en par y el rostro petrificado. Su mirada se deslizó del cuchillo ensangrentado en la mano de Renata al bebé en la cuna, y en un instante se colocó entre su nieto y Renata, fulminándola con una mirada de absoluto desprecio.
—¡Ángelo! —exclamó Vittoria con voz temblorosa pero decidida—. ¡Tu esposa necesita ayuda! ¡Esta mujer está enferma, no puede estar cerca de nuestro nieto! —Se giró hacia Renata, alzando la voz—. ¡No tienes idea del daño que acabas de hacer! Esto es... es una locura, Renata. ¡No hay otra explicación!
Renata, sin soltar el cuchillo, sintió cómo el suelo comenzaba a desvanecerse bajo sus pies. La confusión y el miedo le atravesaban el alma. Miró a Ángelo, que acababa de entrar en la habitación, con el rostro cubierto de incredulidad y horror. Ella extendió una mano temblorosa hacia él, las lágrimas llenando sus ojos.
—Ángelo… —susurró, la voz rota por el pánico—. No… no estoy loca, tienes que creerme. ¡Yo no quería hacer daño a nadie! ¡No sé qué pasó, no lo recuerdo!
—Claro que lo sabes —intervino Beatrice, con el rostro descompuesto y la voz cargada de veneno—. ¡Ibas a clavarle el cuchillo al bebé! Entré justo a tiempo para ver si mi sobrino estaba bien, y al tratar de protegerlo, me heriste.
—¡No! —Renata negó con desesperación, retrocediendo y soltando el cuchillo mientras se llevaba las manos a la cabeza—. ¡Eso no es cierto! Yo… ¡no recuerdo haber hecho eso! No quería hacerle daño… ¡no haría algo así!
Pero las palabras de Vittoria cayeron como una sentencia.
—Ángelo, no puedes ignorar esto —dijo con voz firme—. Esta mujer necesita tratamiento, necesita ayuda. Por el bien de nuestro nieto… y el de ella misma, tienes que hacer algo. ¡Debes internarla en un psiquiátrico!
Renata sintió cómo todo comenzaba a darle vueltas, un torbellino de imágenes, palabras y miradas de terror que la desbordaban. Su mente era un caos, su visión borrosa y fragmentada, y las palabras de Beatrice y Vittoria se mezclaban con el sonido del latido de su corazón. Todo lo que la rodeaba parecía distorsionarse, alejarse y volverse confuso. Intentó sostenerse en algo, pero sus piernas cedieron, y en un último instante de desesperación, alcanzó a murmurar:
—No estoy… loca…
Luego, todo se volvió negro, y Renata cayó desmayada, sumida en la oscuridad de su propia mente.
Renata abrió los ojos lentamente, parpadeando contra la luz fría y deslumbrante que iluminaba el cuarto. Un dolor sordo le palpitaba en la cabeza, y el eco de sus últimas palabras aún parecía resonar en su mente: "No estoy… loca…" Pero ahora, la calma sepulcral de aquella habitación blanca y vacía le recordaba un lugar sin salida.
—¿Dónde… estoy? —susurró, con la voz entrecortada y la mente aún nublada.
Se incorporó lentamente, observando las paredes inmaculadas y desprovistas de ventanas, el techo sin color, y las esquinas completamente vacías. La cama de metal bajo ella crujió con cada movimiento, y el aire gélido le hizo estremecerse. El vacío de aquel espacio le erizó la piel, y de pronto, el miedo se transformó en pánico.
—¡Ángelo! —gritó, aferrándose a la cama como si el solo acto de pronunciar su nombre pudiera traerlo—. ¡Ángelo, por favor! ¿Dónde está mi bebé? ¡Déjenme salir! —Su voz se quebraba mientras golpeaba las paredes con las manos, desesperada, llamando a gritos, pero sus palabras se desvanecían en el eco.
El tiempo se deslizaba lento y pesado, y la desesperación de Renata iba creciendo con cada segundo de silencio. Entonces, después de lo que pareció una eternidad, escuchó el chirrido de la puerta abriéndose. Se giró rápidamente, esperando ver a alguien conocido, alguien que le explicara todo. Pero en lugar de eso, un hombre alto, de complexión fuerte y mirada cruel, se adentró en la habitación.
—¡Por favor, ayúdeme! ¡No sé qué hago aquí! ¡Necesito ver a mi hijo! —rogó Renata, avanzando un paso hacia él.
El hombre la observó con una mueca desdeñosa y cruzó los brazos, impasible.
—Deja de gritar, o te pondré una camisa de fuerza —le advirtió en un tono duro, y la amenaza resonó con peso en la pequeña habitación.
Renata retrocedió, abrazándose a sí misma mientras una lágrima le rodaba por la mejilla.
—¿Dónde estoy? —preguntó, su voz temblando de terror e incredulidad.
El enfermero esbozó una sonrisa burlona, y sus palabras cayeron como una sentencia.
—Estás en el lugar donde debe estar la gente enferma de la cabeza —dijo con desprecio—. En un psiquiátrico.
La realidad de sus palabras la golpeó como una ola de hielo, y Renata sintió cómo su mundo se desmoronaba una vez más, entonces reaccionó:
—¡Ángelo! —Renata volvió a gritar con todas sus fuerzas, las manos temblorosas contra las paredes heladas—. ¡No estoy loca! ¡Déjenme salir, tengo que ver a mi bebé!
Pero el eco de sus palabras se perdió en la frialdad de aquella habitación sin ventanas. El enfermero, con su expresión cruel y burlona, se acercó lentamente, sin dejar de mirarla con una mezcla de desprecio y diversión.
—Por favor… —suplicó Renata, retrocediendo hacia la pared mientras él avanzaba, su figura enorme y amenazante—. No pueden dejarme aquí… ¡Tengo que irme! ¡Mi hijo me necesita!
Cuando él estuvo lo suficientemente cerca, Renata intentó esquivarle, haciendo un movimiento rápido hacia la puerta, pero el hombre fue más rápido. De un tirón la atrapó por el brazo, sujetándola con fuerza y torciéndole el cuerpo, inmovilizándola. El dolor la recorrió de inmediato, y un gemido de desesperación se escapó de sus labios.
—Bienvenida al infierno —murmuró el hombre junto a su oído, con una sonrisa perversa—. Cortesía de tu querido esposo, Ángelo Bellucci.
Renata se quedó inmóvil, su respiración suspendida, y sus ojos se abrieron con una mezcla de incredulidad y horror.
—¿Ángelo…? —susurró, sus palabras apenas un hilo de voz. La traición se asentó en su pecho como un peso aplastante, y el pánico la dejó sin aliento—. ¿Mi… mi esposo hizo esto?
El enfermero soltó una carcajada, sin aflojar su agarre.
—Oh, sí. Él mismo dio la orden de que terminaras aquí. Ahora, cállate y coopera, si no quieres que las cosas se pongan aún peor.
Renata sintió cómo su corazón se desgarraba en mil pedazos. ¿Ángelo, su esposo, el padre de su hijo, la había enviado allí? La mente de Renata era un torbellino de pensamientos confusos y traicioneros. ¿Cómo podía ser cierto? ¿Cómo podía haber sido él?
Mientras el enfermero la empujaba hacia la cama, su mente no dejaba de repetir la misma pregunta: ¿Por qué me haría esto el hombre que juró amarme?
Habían pasado ya algunos días desde que Renata había sido internada en el psiquiátrico, y la casa, que antes vibraba con la calidez de una familia recién formada, ahora se sentía sombría y vacía. El pequeño Dante, de apenas dos meses, lloraba sin cesar, sus llantos resonando en cada rincón de la mansión. Ángelo lo acunaba en sus brazos, intentando calmarlo, pero el bebé parecía inconsolable, como si reclamara la presencia de su madre ausente.Desesperado y agotado, Ángelo buscó refugio en la única persona que siempre había sido una constante en su vida: su madre, Vittoria. La encontró en el salón, su presencia imponente y serena, como si nada pudiera perturbarla. Con el bebé aun llorando en sus brazos, Ángelo suspiró profundamente y se acercó a ella, sintiendo que la duda comenzaba a enredarse en su mente.—Madre, ¿crees que…? —comenzó, sin atreverse a mirar a Vittoria directamente a los ojos—. ¿Crees que tal vez fue una mala idea internar a Renata en el psiquiátrico? —preguntó, s
Unos días después, Ángelo se detuvo frente a las puertas del hospital psiquiátrico, sintiendo un peso desconocido en el pecho. Había venido para asegurarse de que había hecho lo correcto, de que Renata, la mujer con quien había compartido los últimos años, estaba realmente mejor allí, lejos de su hijo, lejos de él. Pero la duda seguía agazapada en su mente, carcomiéndole la conciencia.Un hombre alto y de porte serio, vestido con una bata blanca, lo recibió en la entrada. Su rostro era severo y su mirada, casi vacía, le recordaba que este no era un lugar para personas sanas. Era el director del hospital, el Dr. Santori.—Señor Bellucci, bienvenido —saludó el director con una inclinación de cabeza. Su voz era fría y profesional, carente de toda emoción.—Doctor, he venido a saber cómo… cómo está mi esposa —dijo Ángelo, intentando que su voz sonara segura, aunque no pudo evitar que un leve temblor se colara en sus palabras.El Dr. Santori asintió, pero en sus ojos brillaba un destello
El sonido de la máquina de electroshock se encendió con un zumbido escalofriante. Renata estaba inmovilizada sobre la camilla, su cuerpo atado con correas, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un dolor profundo y una angustia insondable. Los enfermeros preparaban los electrodos, sin prestar atención a los temblores que recorrían su cuerpo cada vez que uno de ellos se acercaba a ajustar los dispositivos.—¿Todo listo? —preguntó el enfermero con un tono mecánico y casi aburrido.—Adelante —respondió otro, a punto de apretar el botón que iniciaría la descarga.—¡Esperen! —La voz de un hombre los interrumpió de golpe, firme y autoritaria.Los enfermeros se detuvieron, sorprendidos, y se giraron para ver al recién llegado. Era un hombre alto, de mirada penetrante y expresión decidida, vestido con una bata blanca que denotaba su rol médico.—¿Qué es esto? —preguntó el psiquiatra, mirando la camilla y los preparativos con una mezcla de incredulidad y desaprobación—. ¿Qué est
Doménico observó a Renata desde el otro lado de la pequeña mesa de metal en la sala de entrevistas. Su aspecto era desolador: la piel pálida, las ojeras marcadas y un temblor casi imperceptible en las manos. Tenía las muñecas marcadas con ligeras contusiones, y su cuerpo parecía desgastado, como si llevara una eternidad sufriendo en ese lugar.Renata mantuvo la mirada baja, evitando los ojos de Doménico, pero él pudo notar el destello de miedo y agotamiento en su expresión. Tomó un suspiro profundo, tratando de encontrar el tono adecuado para no alarmarla más.—Renata —comenzó con voz suave, observándola atentamente—, quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. Todo lo que me digas queda entre nosotros, y estoy comprometido a tratarte con respeto y comprensión. ¿Me puedes contar qué ha pasado desde que llegaste aquí?Renata alzó la vista lentamente, con sus ojos llenos de un dolor silencioso. Dudó un momento, como si temiera decir algo que empeorara su situación, pero el tono am
Vittoria caminaba con paso seguro por los pasillos fríos del hospital, satisfecha de haber logrado que el doctor Doménico Ricci estuviera ausente durante su visita. Al llegar a la puerta de la habitación de Renata, pidió que la dejaran entrar sola, aunque solicitó que los enfermeros permanecieran afuera, listos para intervenir si era necesario.Al abrir la puerta, encontró a Renata sentada en el suelo, con el cabello enmarañado y el rostro pálido, arrullando el viejo muñeco contra su pecho como si fuera su propio hijo. La imagen la complació profundamente; una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro mientras cerraba la puerta tras ella.—Renata, querida —comenzó Vittoria con tono dulce, acercándose lentamente—. Vine a traerte una noticia… unos documentos que te harán bien.Renata ni siquiera lo oyó, enfocando su vista en un punto vacío y continuando con el arrullo al muñeco.Vittoria soltó una risa fría.—No te hagas la desentendida, Renata. ¿Sabes lo que vine a darte? —dijo,
Vittoria llegó a la mansión con el rostro cubierto de arañazos, los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, como si la experiencia que acababa de vivir la hubiera destrozado por completo. Ángelo, al verla entrar en ese estado, se acercó de inmediato, alarmado.—¡Mamá! ¿Qué te ha pasado? —preguntó, sujetándola por los hombros con preocupación.Vittoria dejó escapar un sollozo, llevando una mano temblorosa a su rostro lastimado, e inclinó la cabeza como si revivir lo ocurrido fuera demasiado doloroso.—Fui a ver a Renata al hospital, Ángelo. Pensé que quizás un rostro familiar la calmaría, pero... está completamente fuera de control —dijo entre sollozos, como si estuviera reviviendo la escena—. Intenté hablarle de Dante, de ti, de que tenía que tranquilizarse para mejorar… y en un instante… se abalanzó sobre mí como una furia. —Su voz se quebró—. Me atacó, me arañó… sus ojos estaban llenos de odio.Ángelo la miró, sin palabras, observando el rostro de su madre con sorpresa y rabia co
El hospital psiquiátrico, normalmente monótono y sombrío, se sumió en una tensión apenas perceptible el día en que Marco Santori, el hijo del director regresó de sus vacaciones. Marco era conocido entre el personal por su naturaleza sádica y su obsesión por someter a los pacientes a tormentos que iban más allá de cualquier protocolo médico. Para él, el sufrimiento de los demás no era más que entretenimiento, y aunque todos lo sabían, nadie se atrevía a enfrentarlo, pues la influencia de su padre lo protegía de cualquier consecuencia.Ese mismo día, mientras Marco caminaba por el patio observando a los pacientes con su característica sonrisa maliciosa, algo llamó su atención. En un rincón del área de descanso, vio a una mujer de cabello largo y castaño claro, con una piel suave y un rostro marcado por la tristeza y el agotamiento. Había algo en su postura, en la manera en que miraba al vacío, que lo intrigó más de lo que hubiera esperado.—¿Y esa quién es? —preguntó a un enfermero
Marco observó a Renata desde la distancia unos instantes más, notando cada detalle de su apariencia. La forma en que abrazaba un viejo muñeco y lo arrullaba como si fuera un bebé captó su atención. Sus ojos vacíos y fijos en el juguete, la forma en que parecía perdida en su propio mundo, le dieron a Marco la seguridad de que estaba frente a una mujer quebrada, una que podría manipular sin esfuerzo.Se acercó a ella con cautela, ajustando su expresión a una máscara de falsa amabilidad. Sabía que debía aparentar ser alguien confiable si quería ganarse su atención, aunque fuera solo por un instante.—Hola… ¿Renata, cierto? —murmuró, manteniendo su tono suave y cuidadoso mientras tomaba asiento junto a ella en el banco del patio.Renata no respondió. Su mirada seguía clavada en el muñeco, y sus labios murmuraban palabras inaudibles, arrullándolo con una dulzura que contrastaba dolorosamente con su entorno. Marco se inclinó ligeramente, fingiendo interés.—¿Sabes? Quiero ayudarte —dijo