El sonido de la máquina de electroshock se encendió con un zumbido escalofriante.
Renata estaba inmovilizada sobre la camilla, su cuerpo atado con correas, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un dolor profundo y una angustia insondable.
Los enfermeros preparaban los electrodos, sin prestar atención a los temblores que recorrían su cuerpo cada vez que uno de ellos se acercaba a ajustar los dispositivos.
—¿Todo listo? —preguntó el enfermero con un tono mecánico y casi aburrido.
—Adelante —respondió otro, a punto de apretar el botón que iniciaría la descarga.
—¡Esperen! —La voz de un hombre los interrumpió de golpe, firme y autoritaria.
Los enfermeros se detuvieron, sorprendidos, y se giraron para ver al recién llegado.
Era un hombre alto, de mirada penetrante y expresión decidida, vestido con una bata blanca que denotaba su rol médico.
—¿Qué es esto? —preguntó el psiquiatra, mirando la camilla y los preparativos con una mezcla de incredulidad y desaprobación—. ¿Qué están haciendo con esta paciente?
Uno de los enfermeros lo miró con fastidio.
—Es el tratamiento habitual. El doctor Santori lo ha aprobado.
—Eso no es un tratamiento, es una tortura —replicó el nuevo psiquiatra, mirando a Renata, quien, con los ojos llenos de lágrimas, lo observaba con una mezcla de desesperación y un atisbo de esperanza—. Este hospital tiene métodos obsoletos, y estoy aquí para cambiar eso.
Se acercó a Renata y se inclinó hacia ella, sus ojos encontrándose con los de ella, donde la tristeza y la angustia parecían haber echado raíces profundas.
Sintió que algo dentro de él se quebraba al ver la fragilidad en esa mujer, una figura rota y atormentada.
Le retiró el protector bucal.
—Por favor… no… —murmuró Renata, su voz apenas un susurro.
El psiquiatra le dio una mirada reconfortante.
—Tranquila, no permitiré que te hagan daño —dijo en voz baja, mientras soltaba suavemente una de las correas de su brazo.
Los enfermeros, sin embargo, intercambiaron una mirada de disgusto y se apresuraron a salir, dejando la habitación y cerrando la puerta con un golpe seco.
A los pocos minutos, regresaron acompañados del director, el doctor Santori, que irrumpió en la habitación con el rostro tenso y la mirada encendida de furia.
—¿Qué significa esto? —espetó Santori, mirando al nuevo psiquiatra con dureza.
El joven se volvió hacia él, sin intimidarse.
—Significa que no estoy de acuerdo con la aplicación de electroshocks a esta paciente. No veo necesidad de este método… ni de este trato inhumano —respondió con firmeza.
El director lo estudió con desagrado, pero al observarlo bien, notó algo que no había registrado al principio.
Sabía que su nuevo colega era alguien influyente, pero hasta ese momento no había caído en cuenta de su identidad.
—Así que… tú debes ser el hijo del dueño —dijo el director, intentando ocultar la incomodidad en su voz.
El psiquiatra asintió, manteniendo la mirada firme en Santori.
—Exacto. Y me gustaría saber qué justificación tienen para someter a esta mujer a un procedimiento tan arcaico.
Santori esbozó una sonrisa forzada, buscando mantener la compostura.
—Entiendo su preocupación, doctor. Pero la situación de esta paciente es muy… especial. Es una persona peligrosa. Intentó atentar contra su vida aquí mismo, en este hospital —explicó con un tono afligido y preocupado—. Está aquí porque intentó matar a su propio hijo. Es una amenaza tanto para ella como para otros.
El psiquiatra miró a Renata, pero algo en la historia del director no le cuadraba.
En los ojos de Renata no vio la locura de una persona peligrosa, sino un grito silencioso de desesperación.
De repente, Renata, que había estado sumida en un letargo de confusión y dolor, levantó la cabeza. Aunque casi no tenía fuerzas, logró articular un susurro tembloroso.
—No… no es verdad… —dijo con los ojos en el psiquiatra, sus palabras llenas de angustia—. No estoy loca… no intenté hacerle daño a mi bebé. Por favor… ayúdeme.
El psiquiatra le sostuvo la mirada, notando que algo en su tono y su expresión le hablaba de una verdad oculta, de alguien que había sido destrozado desde el interior.
—¿Es cierto lo que dice? —preguntó el psiquiatra, con un leve temblor en la voz.
El director, sin embargo, rápidamente intervino, moviendo la cabeza con gravedad.
—Por desgracia, la enfermedad mental puede nublar la percepción de la realidad, doctor. Es mejor que nos dejemos de sentimentalismos y cumplamos con su tratamiento.
El psiquiatra, sin embargo, no quitó la vista de Renata, que ahora lo miraba con desesperación, como si él fuera la única esperanza que le quedaba.
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Beatrice se movía por la habitación del bebé con una naturalidad estudiada, acunando al pequeño Dante en sus brazos.
Su voz era suave y melodiosa mientras le susurraba una canción de cuna, y sus movimientos calculados daban la impresión de una dedicación genuina.
Dante, que parecía calmarse en su presencia, la miraba con esos ojos grandes y curiosos, y cada vez que el bebé sonreía, Beatrice respondía con una ternura fingida que podía engañar a cualquiera.
Ángelo se detuvo en la puerta, observando en silencio cómo Beatrice intentaba consolar a su hijo.
El cansancio lo vencía cada día más, y, en medio de la confusión y el agotamiento, ver a Dante sereno en brazos de Beatrice le daba una paz que él mismo no encontraba.
—Es increíble lo bien que te llevas con él —comentó Ángelo, cruzando los brazos y apoyándose en el marco de la puerta.
Beatrice le dirigió una sonrisa suave, llena de aparente dulzura, y siguió meciendo al bebé.
—Es un niño especial, Ángelo. Cuidarlo es un placer —murmuró, y luego bajó la mirada hacia Dante, como si su afecto fuera totalmente sincero—. No sabes cuánto disfruto estos momentos.
Justo entonces, Vittoria apareció en la habitación, observando la escena con una sonrisa de satisfacción apenas contenida.
Se acercó a su hijo y puso una mano en su hombro, hablando en un tono que solo él pudiera escuchar.
—¿Ves lo dedicada que es Beatrice? —susurró con una mirada que dejaba entrever su intención—. Dante la adora. Has hecho un gran esfuerzo para cuidar de él solo, pero todo niño necesita una madre, Ángelo. Y creo que la mejor opción está justo aquí.
Ángelo miró a su madre, y aunque su expresión se mantuvo seria, una chispa de duda cruzó por su mente. Vittoria captó el momento y decidió aprovecharlo.
—Además —añadió, inclinándose ligeramente hacia él—, Beatrice ya tiene el instinto y el cariño que Dante necesita. No podrías pedir una madre mejor para él, y, después de todo lo que ha pasado, ella podría traerle la estabilidad que este hogar necesita.
Beatrice, que había escuchado las palabras de Vittoria, alzó la vista hacia Ángelo, dedicándole una sonrisa dulce pero llena de segundas intenciones.
—Ángelo, jamás pretendería ocupar un lugar que no me corresponde —dijo con voz afectada, como si fuera víctima de sus propios sentimientos—. Pero sabes que siempre estaré aquí para ti y para Dante. Para lo que necesiten.
Ángelo desvió la mirada hacia Dante, quien ahora dormía tranquilamente en brazos de Beatrice. La escena parecía perfecta, y, por un momento, una parte de él comenzó a creer que quizás Vittoria tenía razón.
—Lo pensaré —dijo en voz baja, sin apartar los ojos de su hijo.
Vittoria y Beatrice intercambiaron una mirada de triunfo silencioso, complacidas de que su plan avanzara como habían imaginado.
Doménico observó a Renata desde el otro lado de la pequeña mesa de metal en la sala de entrevistas. Su aspecto era desolador: la piel pálida, las ojeras marcadas y un temblor casi imperceptible en las manos. Tenía las muñecas marcadas con ligeras contusiones, y su cuerpo parecía desgastado, como si llevara una eternidad sufriendo en ese lugar.Renata mantuvo la mirada baja, evitando los ojos de Doménico, pero él pudo notar el destello de miedo y agotamiento en su expresión. Tomó un suspiro profundo, tratando de encontrar el tono adecuado para no alarmarla más.—Renata —comenzó con voz suave, observándola atentamente—, quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. Todo lo que me digas queda entre nosotros, y estoy comprometido a tratarte con respeto y comprensión. ¿Me puedes contar qué ha pasado desde que llegaste aquí?Renata alzó la vista lentamente, con sus ojos llenos de un dolor silencioso. Dudó un momento, como si temiera decir algo que empeorara su situación, pero el tono am
Vittoria caminaba con paso seguro por los pasillos fríos del hospital, satisfecha de haber logrado que el doctor Doménico Ricci estuviera ausente durante su visita. Al llegar a la puerta de la habitación de Renata, pidió que la dejaran entrar sola, aunque solicitó que los enfermeros permanecieran afuera, listos para intervenir si era necesario.Al abrir la puerta, encontró a Renata sentada en el suelo, con el cabello enmarañado y el rostro pálido, arrullando el viejo muñeco contra su pecho como si fuera su propio hijo. La imagen la complació profundamente; una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro mientras cerraba la puerta tras ella.—Renata, querida —comenzó Vittoria con tono dulce, acercándose lentamente—. Vine a traerte una noticia… unos documentos que te harán bien.Renata ni siquiera lo oyó, enfocando su vista en un punto vacío y continuando con el arrullo al muñeco.Vittoria soltó una risa fría.—No te hagas la desentendida, Renata. ¿Sabes lo que vine a darte? —dijo,
Vittoria llegó a la mansión con el rostro cubierto de arañazos, los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, como si la experiencia que acababa de vivir la hubiera destrozado por completo. Ángelo, al verla entrar en ese estado, se acercó de inmediato, alarmado.—¡Mamá! ¿Qué te ha pasado? —preguntó, sujetándola por los hombros con preocupación.Vittoria dejó escapar un sollozo, llevando una mano temblorosa a su rostro lastimado, e inclinó la cabeza como si revivir lo ocurrido fuera demasiado doloroso.—Fui a ver a Renata al hospital, Ángelo. Pensé que quizás un rostro familiar la calmaría, pero... está completamente fuera de control —dijo entre sollozos, como si estuviera reviviendo la escena—. Intenté hablarle de Dante, de ti, de que tenía que tranquilizarse para mejorar… y en un instante… se abalanzó sobre mí como una furia. —Su voz se quebró—. Me atacó, me arañó… sus ojos estaban llenos de odio.Ángelo la miró, sin palabras, observando el rostro de su madre con sorpresa y rabia co
El hospital psiquiátrico, normalmente monótono y sombrío, se sumió en una tensión apenas perceptible el día en que Marco Santori, el hijo del director regresó de sus vacaciones. Marco era conocido entre el personal por su naturaleza sádica y su obsesión por someter a los pacientes a tormentos que iban más allá de cualquier protocolo médico. Para él, el sufrimiento de los demás no era más que entretenimiento, y aunque todos lo sabían, nadie se atrevía a enfrentarlo, pues la influencia de su padre lo protegía de cualquier consecuencia.Ese mismo día, mientras Marco caminaba por el patio observando a los pacientes con su característica sonrisa maliciosa, algo llamó su atención. En un rincón del área de descanso, vio a una mujer de cabello largo y castaño claro, con una piel suave y un rostro marcado por la tristeza y el agotamiento. Había algo en su postura, en la manera en que miraba al vacío, que lo intrigó más de lo que hubiera esperado.—¿Y esa quién es? —preguntó a un enfermero
Marco observó a Renata desde la distancia unos instantes más, notando cada detalle de su apariencia. La forma en que abrazaba un viejo muñeco y lo arrullaba como si fuera un bebé captó su atención. Sus ojos vacíos y fijos en el juguete, la forma en que parecía perdida en su propio mundo, le dieron a Marco la seguridad de que estaba frente a una mujer quebrada, una que podría manipular sin esfuerzo.Se acercó a ella con cautela, ajustando su expresión a una máscara de falsa amabilidad. Sabía que debía aparentar ser alguien confiable si quería ganarse su atención, aunque fuera solo por un instante.—Hola… ¿Renata, cierto? —murmuró, manteniendo su tono suave y cuidadoso mientras tomaba asiento junto a ella en el banco del patio.Renata no respondió. Su mirada seguía clavada en el muñeco, y sus labios murmuraban palabras inaudibles, arrullándolo con una dulzura que contrastaba dolorosamente con su entorno. Marco se inclinó ligeramente, fingiendo interés.—¿Sabes? Quiero ayudarte —dijo
Doménico llegó al hospital como de costumbre, pero al no encontrar a Renata en su alcoba, una inquietud inmediata lo invadió. Sabía que ella no abandonaba su habitación sin permiso y, generalmente, se mantenía en el área asignada. Se dirigió a una de las enfermeras, su rostro reflejando preocupación.—¿Dónde está Renata Moretti? —preguntó con tono autoritario.La enfermera bajó la mirada, dudando un instante antes de responder.—Tuvo… una crisis esta mañana, doctor Ricci. La llevaron a la enfermería y fue sedada para que pudiera calmarse.Doménico frunció el ceño, cada palabra de la enfermera aumentaba su inquietud.—¿Una crisis? —repitió, incrédulo—. ¿Por qué no fui notificado?La enfermera se limitó a encogerse de hombros, evitando responder. Doménico no perdió tiempo y se dirigió rápidamente hacia la enfermería. Al llegar, encontró a Renata dormida, su rostro pálido y su respiración irregular. La escena le provocó una punzada de angustia y un mal presentimiento que no podía ig
Ángelo llegó al hospital psiquiátrico con una inquietud que no podía ignorar. Al acercarse a la recepción, su corazón latía con una mezcla de culpa y ansiedad que trataba de ocultar bajo una apariencia firme.—Quiero ver a Renata Moretti —dijo con voz autoritaria, mirando al recepcionista con seriedad.El empleado lo observó con incomodidad, bajando la vista al registro, y luego negó con la cabeza.—Lo siento, señor Bellucci. La señora Moretti tuvo una crisis recientemente y está en la enfermería. No está en condiciones de recibir visitas.Ángelo frunció el ceño, sabía cómo se manejaban las cosas en esos lugares.—Te pagaré bien. —Sacó varios billetes.El encargado agarró el dinero y guio a Ángelo a la enfermería.Ángelo entró en la enfermería, el corazón palpitándole con fuerza mientras se acercaba a la cama donde Renata yacía dormida. La imagen de la mujer que una vez había sido su esposa se desmoronaba ante él, transformándose en algo que no lograba reconocer. La Renata que recordab
Aturdida, Renata levantó la vista y, entre el humo y las luces de emergencia, reconoció el rostro familiar de Doménico. Él la miró con urgencia, sin perder tiempo en explicaciones.—Renata, confía en mí —le susurró al oído mientras la guiaba hacia la salida—. Vamos, rápido.Doménico había vuelto al hospital a buscar un expediente que había olvidado en su oficina y, al ver el incendio y el caos, algo lo impulsó a buscarla instintivamente. Encontrarla tambaleándose, vulnerable y perdida, había sido una suerte inesperada. Sin detenerse, la envolvió con su brazo y la sacó rápidamente por una puerta lateral.Afuera, el aire frío de la noche golpeó sus rostros, y Doménico, asegurándose de que nadie los hubiera visto, llevó a Renata hasta su coche y la acomodó en el asiento trasero.—Estás a salvo —le dijo, sin soltar su mano y con un tono tranquilizador que pretendía calmarla—. No volverás a ese lugar.Renata, aún en estado de shock pero con lágrimas de gratitud en los ojos, lo miró en silen