Cap. 4: ¡No estoy loca!

El sonido de la máquina de electroshock se encendió con un zumbido escalofriante. 

Renata estaba inmovilizada sobre la camilla, su cuerpo atado con correas, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un dolor profundo y una angustia insondable. 

Los enfermeros preparaban los electrodos, sin prestar atención a los temblores que recorrían su cuerpo cada vez que uno de ellos se acercaba a ajustar los dispositivos.

—¿Todo listo? —preguntó el enfermero con un tono mecánico y casi aburrido.

—Adelante —respondió otro, a punto de apretar el botón que iniciaría la descarga.

—¡Esperen! —La voz de un hombre los interrumpió de golpe, firme y autoritaria.

Los enfermeros se detuvieron, sorprendidos, y se giraron para ver al recién llegado. 

Era un hombre alto, de mirada penetrante y expresión decidida, vestido con una bata blanca que denotaba su rol médico.

—¿Qué es esto? —preguntó el psiquiatra, mirando la camilla y los preparativos con una mezcla de incredulidad y desaprobación—. ¿Qué están haciendo con esta paciente?

Uno de los enfermeros lo miró con fastidio.

—Es el tratamiento habitual. El doctor Santori lo ha aprobado.

—Eso no es un tratamiento, es una tortura —replicó el nuevo psiquiatra, mirando a Renata, quien, con los ojos llenos de lágrimas, lo observaba con una mezcla de desesperación y un atisbo de esperanza—. Este hospital tiene métodos obsoletos, y estoy aquí para cambiar eso.

Se acercó a Renata y se inclinó hacia ella, sus ojos encontrándose con los de ella, donde la tristeza y la angustia parecían haber echado raíces profundas. 

Sintió que algo dentro de él se quebraba al ver la fragilidad en esa mujer, una figura rota y atormentada. 

Le retiró el protector bucal.

—Por favor… no… —murmuró Renata, su voz apenas un susurro.

El psiquiatra le dio una mirada reconfortante.

—Tranquila, no permitiré que te hagan daño —dijo en voz baja, mientras soltaba suavemente una de las correas de su brazo.

Los enfermeros, sin embargo, intercambiaron una mirada de disgusto y se apresuraron a salir, dejando la habitación y cerrando la puerta con un golpe seco. 

A los pocos minutos, regresaron acompañados del director, el doctor Santori, que irrumpió en la habitación con el rostro tenso y la mirada encendida de furia.

—¿Qué significa esto? —espetó Santori, mirando al nuevo psiquiatra con dureza.

El joven se volvió hacia él, sin intimidarse.

—Significa que no estoy de acuerdo con la aplicación de electroshocks a esta paciente. No veo necesidad de este método… ni de este trato inhumano —respondió con firmeza.

El director lo estudió con desagrado, pero al observarlo bien, notó algo que no había registrado al principio. 

Sabía que su nuevo colega era alguien influyente, pero hasta ese momento no había caído en cuenta de su identidad.

—Así que… tú debes ser el hijo del dueño —dijo el director, intentando ocultar la incomodidad en su voz.

El psiquiatra asintió, manteniendo la mirada firme en Santori.

—Exacto. Y me gustaría saber qué justificación tienen para someter a esta mujer a un procedimiento tan arcaico.

Santori esbozó una sonrisa forzada, buscando mantener la compostura.

—Entiendo su preocupación, doctor. Pero la situación de esta paciente es muy… especial. Es una persona peligrosa. Intentó atentar contra su vida aquí mismo, en este hospital —explicó con un tono afligido y preocupado—. Está aquí porque intentó matar a su propio hijo. Es una amenaza tanto para ella como para otros.

El psiquiatra miró a Renata, pero algo en la historia del director no le cuadraba. 

En los ojos de Renata no vio la locura de una persona peligrosa, sino un grito silencioso de desesperación.

De repente, Renata, que había estado sumida en un letargo de confusión y dolor, levantó la cabeza. Aunque casi no tenía fuerzas, logró articular un susurro tembloroso.

—No… no es verdad… —dijo con los ojos en el psiquiatra, sus palabras llenas de angustia—. No estoy loca… no intenté hacerle daño a mi bebé. Por favor… ayúdeme.

El psiquiatra le sostuvo la mirada, notando que algo en su tono y su expresión le hablaba de una verdad oculta, de alguien que había sido destrozado desde el interior.

—¿Es cierto lo que dice? —preguntó el psiquiatra, con un leve temblor en la voz.

El director, sin embargo, rápidamente intervino, moviendo la cabeza con gravedad.

—Por desgracia, la enfermedad mental puede nublar la percepción de la realidad, doctor. Es mejor que nos dejemos de sentimentalismos y cumplamos con su tratamiento.

El psiquiatra, sin embargo, no quitó la vista de Renata, que ahora lo miraba con desesperación, como si él fuera la única esperanza que le quedaba.

****

Beatrice se movía por la habitación del bebé con una naturalidad estudiada, acunando al pequeño Dante en sus brazos. 

Su voz era suave y melodiosa mientras le susurraba una canción de cuna, y sus movimientos calculados daban la impresión de una dedicación genuina. 

Dante, que parecía calmarse en su presencia, la miraba con esos ojos grandes y curiosos, y cada vez que el bebé sonreía, Beatrice respondía con una ternura fingida que podía engañar a cualquiera.

Ángelo se detuvo en la puerta, observando en silencio cómo Beatrice intentaba consolar a su hijo. 

El cansancio lo vencía cada día más, y, en medio de la confusión y el agotamiento, ver a Dante sereno en brazos de Beatrice le daba una paz que él mismo no encontraba.

—Es increíble lo bien que te llevas con él —comentó Ángelo, cruzando los brazos y apoyándose en el marco de la puerta.

Beatrice le dirigió una sonrisa suave, llena de aparente dulzura, y siguió meciendo al bebé.

—Es un niño especial, Ángelo. Cuidarlo es un placer —murmuró, y luego bajó la mirada hacia Dante, como si su afecto fuera totalmente sincero—. No sabes cuánto disfruto estos momentos.

Justo entonces, Vittoria apareció en la habitación, observando la escena con una sonrisa de satisfacción apenas contenida. 

Se acercó a su hijo y puso una mano en su hombro, hablando en un tono que solo él pudiera escuchar.

—¿Ves lo dedicada que es Beatrice? —susurró con una mirada que dejaba entrever su intención—. Dante la adora. Has hecho un gran esfuerzo para cuidar de él solo, pero todo niño necesita una madre, Ángelo. Y creo que la mejor opción está justo aquí.

Ángelo miró a su madre, y aunque su expresión se mantuvo seria, una chispa de duda cruzó por su mente. Vittoria captó el momento y decidió aprovecharlo.

—Además —añadió, inclinándose ligeramente hacia él—, Beatrice ya tiene el instinto y el cariño que Dante necesita. No podrías pedir una madre mejor para él, y, después de todo lo que ha pasado, ella podría traerle la estabilidad que este hogar necesita.

Beatrice, que había escuchado las palabras de Vittoria, alzó la vista hacia Ángelo, dedicándole una sonrisa dulce pero llena de segundas intenciones.

—Ángelo, jamás pretendería ocupar un lugar que no me corresponde —dijo con voz afectada, como si fuera víctima de sus propios sentimientos—. Pero sabes que siempre estaré aquí para ti y para Dante. Para lo que necesiten.

Ángelo desvió la mirada hacia Dante, quien ahora dormía tranquilamente en brazos de Beatrice. La escena parecía perfecta, y, por un momento, una parte de él comenzó a creer que quizás Vittoria tenía razón.

—Lo pensaré —dijo en voz baja, sin apartar los ojos de su hijo.

Vittoria y Beatrice intercambiaron una mirada de triunfo silencioso, complacidas de que su plan avanzara como habían imaginado.

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