Doménico observó a Renata desde el otro lado de la pequeña mesa de metal en la sala de entrevistas.
Su aspecto era desolador: la piel pálida, las ojeras marcadas y un temblor casi imperceptible en las manos.
Tenía las muñecas marcadas con ligeras contusiones, y su cuerpo parecía desgastado, como si llevara una eternidad sufriendo en ese lugar.
Renata mantuvo la mirada baja, evitando los ojos de Doménico, pero él pudo notar el destello de miedo y agotamiento en su expresión.
Tomó un suspiro profundo, tratando de encontrar el tono adecuado para no alarmarla más.
—Renata —comenzó con voz suave, observándola atentamente—, quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. Todo lo que me digas queda entre nosotros, y estoy comprometido a tratarte con respeto y comprensión. ¿Me puedes contar qué ha pasado desde que llegaste aquí?
Renata alzó la vista lentamente, con sus ojos llenos de un dolor silencioso.
Dudó un momento, como si temiera decir algo que empeorara su situación, pero el tono amable de Doménico la animó a hablar.
—No… no sé realmente cuánto tiempo llevo aquí —murmuró, con voz temblorosa—. Desde el primer día, han intentado convencerme de que estoy loca, que soy un peligro para mi hijo… pero yo no… —su voz se quebró, y apartó la vista, luchando contra las lágrimas.
Doménico asintió, sintiendo una punzada de indignación al ver su estado. Se inclinó un poco hacia ella, manteniendo la voz calmada.
—¿Te han hecho algún tipo de tratamiento específico? ¿O administrado medicamentos?
Renata asintió, abrazándose a sí misma como si buscara protegerse.
—Me… me han dado muchas pastillas —murmuró, apenas capaz de recordar con claridad—. No sé qué son… pero cada día parecen aumentar la dosis. Y… también están las descargas, las terapias de electroshock —dijo en un susurro lleno de dolor.
Doménico sintió un nudo en el estómago, y su rostro se tensó al escuchar aquello.
Anotó mentalmente lo que ella decía, comenzando a comprender que Renata no era una paciente cualquiera.
Había sufrido una cantidad de tratamientos desproporcionados y claramente dañinos.
—Renata, necesito que seas honesta conmigo —dijo, tratando de mantener la calma a pesar de la indignación que sentía—. ¿Sabes por qué estás aquí? ¿Alguien te ha dicho específicamente el motivo?
Ella asintió, pero su mirada se oscureció, llenándose de una mezcla de dolor y confusión.
—Mi esposo… Ángelo… Él me envió aquí —dijo, y las palabras se le atoraron en la garganta—. Me dijeron que él piensa que soy un peligro para nuestro hijo, que soy inestable… que intenté hacerle daño. Pero yo nunca haría algo así… jamás.
Doménico observó cada detalle de su rostro, la desesperación que transmitía su voz y las palabras que resonaban en su mente.
Había algo profundamente equivocado en esta situación, y su instinto le decía que Renata no estaba mintiendo, leyó en la historia clínica el apellido de su marido.
—¿Ángelo Bellucci es tu esposo? —preguntó, confirmando lo que ella le acababa de decir.
Renata asintió, su mirada perdida, como si el solo hecho de decir su nombre trajera consigo una oleada de recuerdos dolorosos.
Doménico tomó nota en silencio, pero una expresión de repulsión cruzó su rostro.
Examinó con más detenimiento las marcas en sus muñecas, el rastro de lo que parecían ser moretones recientes, y la evidente desnutrición que sufría.
Aquello no solo era maltrato, era tortura.
—Renata, voy a hacerte una última pregunta por ahora, y quiero que respondas lo que sientas —dijo en tono bajo, tratando de ganarse su confianza—. ¿Crees que estás enferma? ¿Crees que necesitas estar aquí?
Renata negó con la cabeza, sus ojos llenándose de lágrimas que caían lentamente.
—No, doctor. Yo… yo no estoy loca. Solo quiero a mi hijo… quiero volver a mi vida. —Se cubrió el rostro con las manos, sus palabras impregnadas de una tristeza desgarradora—. No entiendo por qué él me haría esto… no entiendo nada.
Doménico se recostó en su silla, sintiendo una mezcla de compasión y rabia.
Todo lo que ella describía parecía señalar que Renata no sufría de ninguna condición mental grave; en cambio, su estado físico y emocional reflejaba un cuadro claro de estrés postraumático.
Y lo que era peor: ella estaba recibiendo tratamientos extremos y medicación que, lejos de ayudarla, la sumían en un estado de confusión y desesperación.
Miró a Renata con determinación.
—Renata, vamos a trabajar juntos para entender qué te está pasando —aseguró, y aunque sabía que no podía hacer promesas en ese momento, estaba decidido a hacer lo necesario para protegerla de ese abuso.
Ella lo miró, y en sus ojos se vislumbró un destello de esperanza, algo que no había sentido desde hacía mucho tiempo.
Doménico observó a Renata en silencio durante un largo momento, procesando todo lo que acababa de escuchar.
La injusticia y el dolor en su historia lo llenaban de una determinación férrea.
Sabía que debía hacer algo, que no podía dejarla en ese estado sin darle una esperanza, sin brindarle un apoyo que ella tanto necesitaba.
Se inclinó hacia ella, mirándola directamente a los ojos, con una voz firme y llena de convicción.
—Renata, escucha con atención —dijo en un tono suave pero decidido—. Ya no estás sola. Confía en mí, ¿de acuerdo? Yo voy a ayudarte… pero necesito que hagas todo lo que te pida.
Renata lo miró con ojos aún llenos de lágrimas, pero en ellos apareció una chispa de esperanza, una esperanza que había creído perdida.
Sin palabras, asintió débilmente, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, alguien le tendía una mano sincera.
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El teléfono de Vittoria sonó justo cuando terminaba de revisar unos papeles en su despacho.
Al ver el número del hospital, una sonrisa fría se dibujó en su rostro y contestó de inmediato.
—¿Sí?
La voz del director, el doctor Santori, se escuchó al otro lado de la línea, ligeramente tensa.
—Señora Bellucci, lamento informarle que hemos encontrado un obstáculo en los tratamientos de su nuera. Parece que el hijo del dueño del hospital, el doctor Doménico Ricci, ha intervenido y prohibido las terapias de electroshock para Renata. No puedo continuar con el tratamiento sin arriesgar mi posición.
Vittoria apretó los labios, su rostro endureciéndose al escuchar la noticia. Pero, en lugar de expresar su molestia, dejó escapar una risa fría y calculadora.
—No te preocupes, Santori —respondió con calma—. A veces, hay formas de obtener el mismo resultado sin necesidad de recurrir a esos métodos. Renata ya está en una situación frágil. Le haré una visita personalmente… y le daré una noticia que no podrá soportar.
El director permaneció en silencio, comprendiendo la indirecta y sabiendo que cualquier intervención de Vittoria solo ayudaría a reforzar su plan.
—Muy bien, señora Bellucci. Si necesita algo de nuestra parte, no dude en avisarnos.
Vittoria sonrió, complacida.
—Eso haré, Santori. No te preocupes. Después de mi visita, nadie dudará de que esa mujer está completamente loca.
No olviden dejar sus reseñas. Agregar a la biblioteca. Gracias.
Vittoria caminaba con paso seguro por los pasillos fríos del hospital, satisfecha de haber logrado que el doctor Doménico Ricci estuviera ausente durante su visita. Al llegar a la puerta de la habitación de Renata, pidió que la dejaran entrar sola, aunque solicitó que los enfermeros permanecieran afuera, listos para intervenir si era necesario.Al abrir la puerta, encontró a Renata sentada en el suelo, con el cabello enmarañado y el rostro pálido, arrullando el viejo muñeco contra su pecho como si fuera su propio hijo. La imagen la complació profundamente; una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro mientras cerraba la puerta tras ella.—Renata, querida —comenzó Vittoria con tono dulce, acercándose lentamente—. Vine a traerte una noticia… unos documentos que te harán bien.Renata ni siquiera lo oyó, enfocando su vista en un punto vacío y continuando con el arrullo al muñeco.Vittoria soltó una risa fría.—No te hagas la desentendida, Renata. ¿Sabes lo que vine a darte? —dijo,
Vittoria llegó a la mansión con el rostro cubierto de arañazos, los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, como si la experiencia que acababa de vivir la hubiera destrozado por completo. Ángelo, al verla entrar en ese estado, se acercó de inmediato, alarmado.—¡Mamá! ¿Qué te ha pasado? —preguntó, sujetándola por los hombros con preocupación.Vittoria dejó escapar un sollozo, llevando una mano temblorosa a su rostro lastimado, e inclinó la cabeza como si revivir lo ocurrido fuera demasiado doloroso.—Fui a ver a Renata al hospital, Ángelo. Pensé que quizás un rostro familiar la calmaría, pero... está completamente fuera de control —dijo entre sollozos, como si estuviera reviviendo la escena—. Intenté hablarle de Dante, de ti, de que tenía que tranquilizarse para mejorar… y en un instante… se abalanzó sobre mí como una furia. —Su voz se quebró—. Me atacó, me arañó… sus ojos estaban llenos de odio.Ángelo la miró, sin palabras, observando el rostro de su madre con sorpresa y rabia co
El hospital psiquiátrico, normalmente monótono y sombrío, se sumió en una tensión apenas perceptible el día en que Marco Santori, el hijo del director regresó de sus vacaciones. Marco era conocido entre el personal por su naturaleza sádica y su obsesión por someter a los pacientes a tormentos que iban más allá de cualquier protocolo médico. Para él, el sufrimiento de los demás no era más que entretenimiento, y aunque todos lo sabían, nadie se atrevía a enfrentarlo, pues la influencia de su padre lo protegía de cualquier consecuencia.Ese mismo día, mientras Marco caminaba por el patio observando a los pacientes con su característica sonrisa maliciosa, algo llamó su atención. En un rincón del área de descanso, vio a una mujer de cabello largo y castaño claro, con una piel suave y un rostro marcado por la tristeza y el agotamiento. Había algo en su postura, en la manera en que miraba al vacío, que lo intrigó más de lo que hubiera esperado.—¿Y esa quién es? —preguntó a un enfermero
Marco observó a Renata desde la distancia unos instantes más, notando cada detalle de su apariencia. La forma en que abrazaba un viejo muñeco y lo arrullaba como si fuera un bebé captó su atención. Sus ojos vacíos y fijos en el juguete, la forma en que parecía perdida en su propio mundo, le dieron a Marco la seguridad de que estaba frente a una mujer quebrada, una que podría manipular sin esfuerzo.Se acercó a ella con cautela, ajustando su expresión a una máscara de falsa amabilidad. Sabía que debía aparentar ser alguien confiable si quería ganarse su atención, aunque fuera solo por un instante.—Hola… ¿Renata, cierto? —murmuró, manteniendo su tono suave y cuidadoso mientras tomaba asiento junto a ella en el banco del patio.Renata no respondió. Su mirada seguía clavada en el muñeco, y sus labios murmuraban palabras inaudibles, arrullándolo con una dulzura que contrastaba dolorosamente con su entorno. Marco se inclinó ligeramente, fingiendo interés.—¿Sabes? Quiero ayudarte —dijo
Doménico llegó al hospital como de costumbre, pero al no encontrar a Renata en su alcoba, una inquietud inmediata lo invadió. Sabía que ella no abandonaba su habitación sin permiso y, generalmente, se mantenía en el área asignada. Se dirigió a una de las enfermeras, su rostro reflejando preocupación.—¿Dónde está Renata Moretti? —preguntó con tono autoritario.La enfermera bajó la mirada, dudando un instante antes de responder.—Tuvo… una crisis esta mañana, doctor Ricci. La llevaron a la enfermería y fue sedada para que pudiera calmarse.Doménico frunció el ceño, cada palabra de la enfermera aumentaba su inquietud.—¿Una crisis? —repitió, incrédulo—. ¿Por qué no fui notificado?La enfermera se limitó a encogerse de hombros, evitando responder. Doménico no perdió tiempo y se dirigió rápidamente hacia la enfermería. Al llegar, encontró a Renata dormida, su rostro pálido y su respiración irregular. La escena le provocó una punzada de angustia y un mal presentimiento que no podía ig
Ángelo llegó al hospital psiquiátrico con una inquietud que no podía ignorar. Al acercarse a la recepción, su corazón latía con una mezcla de culpa y ansiedad que trataba de ocultar bajo una apariencia firme.—Quiero ver a Renata Moretti —dijo con voz autoritaria, mirando al recepcionista con seriedad.El empleado lo observó con incomodidad, bajando la vista al registro, y luego negó con la cabeza.—Lo siento, señor Bellucci. La señora Moretti tuvo una crisis recientemente y está en la enfermería. No está en condiciones de recibir visitas.Ángelo frunció el ceño, sabía cómo se manejaban las cosas en esos lugares.—Te pagaré bien. —Sacó varios billetes.El encargado agarró el dinero y guio a Ángelo a la enfermería.Ángelo entró en la enfermería, el corazón palpitándole con fuerza mientras se acercaba a la cama donde Renata yacía dormida. La imagen de la mujer que una vez había sido su esposa se desmoronaba ante él, transformándose en algo que no lograba reconocer. La Renata que recordab
Aturdida, Renata levantó la vista y, entre el humo y las luces de emergencia, reconoció el rostro familiar de Doménico. Él la miró con urgencia, sin perder tiempo en explicaciones.—Renata, confía en mí —le susurró al oído mientras la guiaba hacia la salida—. Vamos, rápido.Doménico había vuelto al hospital a buscar un expediente que había olvidado en su oficina y, al ver el incendio y el caos, algo lo impulsó a buscarla instintivamente. Encontrarla tambaleándose, vulnerable y perdida, había sido una suerte inesperada. Sin detenerse, la envolvió con su brazo y la sacó rápidamente por una puerta lateral.Afuera, el aire frío de la noche golpeó sus rostros, y Doménico, asegurándose de que nadie los hubiera visto, llevó a Renata hasta su coche y la acomodó en el asiento trasero.—Estás a salvo —le dijo, sin soltar su mano y con un tono tranquilizador que pretendía calmarla—. No volverás a ese lugar.Renata, aún en estado de shock pero con lágrimas de gratitud en los ojos, lo miró en silen
— ¡Se ha quemado el hospital psiquiátrico… el lugar donde está la señora Renata! —reiteró agitada—. Lo acaban de anunciar en las noticias… ¡Es terrible!Ángelo sintió que su corazón se detenía. Un golpe de frío recorrió su cuerpo al escuchar el nombre de Renata en esa situación. No necesitó escuchar más; el temor y la culpa que llevaba enterrados en su interior emergieron de golpe, y, sin pensarlo dos veces, dio un paso atrás, alejándose de Beatrice y de la ceremonia.—¡Hijo, no puedes detener la boda ahora! —gritó Vittoria, avanzando hacia él y tomándolo del brazo con desesperación—. No puedes cancelar esto… ¡Renata ya no es parte de tu vida!Beatrice, pálida y con una expresión de incredulidad, intentó aferrarse a él, buscando sus ojos con desesperación.—¡Debe ser una equivocación! Ángelo, quédate… tú y yo somos lo importante ahora! —suplicó, su voz temblando mientras lo sujetaba del brazo.Ángelo, con una expresión de determinación en el rostro, las miró con frialdad.—Voy a ver q