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Cap. 6: Te protegeré, te protegeré siempre.

Vittoria caminaba con paso seguro por los pasillos fríos del hospital, satisfecha de haber logrado que el doctor Doménico Ricci estuviera ausente durante su visita. 

Al llegar a la puerta de la habitación de Renata, pidió que la dejaran entrar sola, aunque solicitó que los enfermeros permanecieran afuera, listos para intervenir si era necesario.

Al abrir la puerta, encontró a Renata sentada en el suelo, con el cabello enmarañado y el rostro pálido, arrullando el viejo muñeco contra su pecho como si fuera su propio hijo. 

La imagen la complació profundamente; una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro mientras cerraba la puerta tras ella.

—Renata, querida —comenzó Vittoria con tono dulce, acercándose lentamente—. Vine a traerte una noticia… unos documentos que te harán bien.

Renata ni siquiera lo oyó, enfocando su vista en un punto vacío y continuando con el arrullo al muñeco.

Vittoria soltó una risa fría.

—No te hagas la desentendida, Renata. ¿Sabes lo que vine a darte? —dijo, sacando unos papeles de su bolso y agitándolos frente a ella—. Son los papeles de tu divorcio. Mi hijo jamás quiso casarse contigo, ¿sabías?

Renata sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo su mirada vacía y continuó tarareando una melodía sin sentido, sus brazos rodeando el muñeco como si estuviera sumida en una fantasía.

—Fue un matrimonio arreglado entre tu padre y mi marido, y yo nunca estuve de acuerdo en que Ángelo se casara con alguien tan insignificante como tú.

Vittoria se inclinó más cerca, observándola con una mueca de desprecio.

—Como estás completamente loca, querida, solo debes poner tu huella en estos papeles. Así dejarás de ser una Bellucci y mi hijo será libre, sin las ataduras de una mujer patética.

Renata seguía canturreando mientras abrazaba a la muñeca e incluso le dedicó una sonrisa a Vittoria, lo que provocó su enfado.

—Y no te preocupes por Ángelo, Renata. Él ya tiene a alguien con quien será verdaderamente feliz —dijo, acercándose a su oído—. Se trata de Beatrice, tu hermanastra. Ella sí me gusta, tiene el porte de una Bellucci. No como tú.

Beatrice… El nombre resonó en su mente como un eco cruel. 

La traición de su hermanastra y el desprecio de su suegra se entrelazaron en sus pensamientos, y sintió cómo la rabia bullía dentro de ella. Pero se contuvo, manteniendo la máscara de confusión y locura que Doménico le había aconsejado.

—Ja, ja, ja, Beatrice… Beatrice… 

Renata empezó a reír a carcajadas,  gritando el nombre de su hermanastra.

Vittoria la observó en silencio, admirando su obra maestra.

En ese momento, uno de los enfermeros entró, siguiendo la señal de Vittoria. 

Sin mostrar ninguna consideración, le tomó la muñeca a Renata y la obligó a poner su pulgar en una almohadilla de tinta. 

Ella sintió la presión fría de la tinta en su piel mientras el enfermero forzaba su huella en cada página de los papeles.

—Tranquila, Renata, es solo una huella —susurró Vittoria, con una dulzura fingida y cruel, observando cómo el enfermero completaba la última marca.

Renata seguía sonriendo, pero su corazón sangraba. 

Una mezcla de odio y desesperación se acumulaba en su interior. 

Cuando el enfermero terminó, Vittoria recogió los papeles, satisfecha.

—Listo —dijo, levantándose con una sonrisa de triunfo—. Eres libre, Renata… libre para seguir en tu locura mientras Ángelo sigue adelante con alguien de verdad.

Renata se rio con ella, repitiendo sus palabras.

—Libre… libre… 

Vittoria, complacida con su victoria, guardó los papeles del divorcio en su bolso y se preparó para marcharse. Pero antes de irse, se detuvo frente a Renata, con su mirada fría y llena de desprecio, deleitándose con su sufrimiento.

—Gracias por renunciar a Dante, Renata —expuso en un tono cruel, su voz goteando veneno—. Desde este momento, él ya no es tu hijo. Aquí te vas a refundir… y él jamás sabrá que su madre es una loca. Para mi nieto, su madre es Beatrice, quien lo cuidará y educará como una Bellucci de verdad. Tú no eres nada para él. Nada.

Las palabras de Vittoria se clavaron en Renata como puñales, y la ira que había intentado reprimir durante toda la conversación finalmente se desbordó con una fuerza incontrolable. 

Sus ojos, llenos de furia y desesperación, se encendieron, y, sin pensarlo dos veces, se lanzó hacia Vittoria con una fuerza inesperada y salvaje.

—¡Dante es mi hijo! ¡Nunca vas a quitarme a mi hijo! —gritó Renata, su voz resonando en la habitación con una mezcla de rabia y un dolor insoportable.

Renata aferró los brazos de Vittoria, sus uñas clavándose en su piel, y comenzó a arañar su rostro con una fuerza frenética y desesperada. 

Sus movimientos eran impulsados por la ira acumulada y la desesperación de esos días interminables. 

Todo el dolor, el odio y la impotencia que había soportado se manifestaron en ese instante, convirtiéndose en una explosión de rabia imparable.

—¡Nunca lo tendrás, m*****a! ¡Nunca lo tendrás! —chilló Renata, fuera de sí, su rostro estaba distorsionado por la desesperación y el resentimiento.

Vittoria, sorprendida y aterrada, intentó liberarse de su agarre, pero Renata la sujetaba con una fuerza insospechada, como si su vida dependiera de ello. 

Los arañazos se multiplicaban, y Vittoria comenzó a gritar, forcejeando para escapar del alcance de aquella furia desatada.

Si antes había estado tanteando el terreno, en ese momento tuvo su respuesta.

—¡Suéltame! ¡Estás loca! —gritó Vittoria, con su voz llena de pánico, mientras trataba de zafarse de Renata, quien continuaba atacándola con una intensidad desbordante.

En ese momento, los enfermeros irrumpieron en la habitación, alarmados por el escándalo. 

Se apresuraron a sujetar a Renata, pero ella se resistía con una fuerza inhumana, gritando y luchando desesperadamente mientras su furia y su angustia brotaban de ella como una tormenta desatada.

—¡Dante es mío! ¡Nadie me lo va a quitar! —vociferaba Renata, su voz desgarrada, luchando contra los enfermeros que intentaban someterla.

A pesar de sus esfuerzos, los enfermeros lograron inmovilizarla, aunque ella continuaba forcejeando con tal violencia que parecían necesitar más fuerza de la habitual. 

Vittoria, despeinada y con el rostro marcado por los arañazos, se apartó rápidamente, observando la escena con una mezcla de furia y satisfacción perversa, mientras los enfermeros sujetaban a Renata con brutalidad.

—Contrólala de una vez —ordenó Vittoria, su tono gélido y autoritario, sin el menor atisbo de compasión.

Los enfermeros, endurecidos por la práctica, arrastraron a Renata fuera de la habitación mientras ella seguía gritando y forcejeando, completamente fuera de sí. 

Sin darle tiempo a calmarse, la llevaron a una sala de tratamiento y la forzaron a recibir un baño de agua fría, intentando sofocar la crisis que la había consumido.

El impacto del agua helada sobre su cuerpo la dejó sin aliento, empapándola y haciendo que su respiración se entrecortara en jadeos desgarrados. Pero ni siquiera el frío conseguía apagar el fuego de odio y dolor que ardía en su interior. 

Entre sollozos y temblores, la imagen de Dante y el desprecio hacia Vittoria y Beatrice se grabaron aún más profundamente en su mente, alimentando su determinación de escapar de ese lugar y recuperar a su hijo.

Mientras el agua continuaba cayendo sobre ella, entrecerró los ojos y, en un pensamiento tan frío y cortante como el agua que la empapaba selló una promesa inquebrantable:

“Todos los Bellucci me las van a pagar. Me vengaré de ellos… en especial de Ángelo. Recuperaré a mi hijo como sea, y no me detendré hasta que hayan pagado por lo que me hicieron”

****

Doménico recorrió los pasillos del hospital con pasos rápidos y una expresión de preocupación en el rostro. 

Al revisar la historia clínica de Renata, había encontrado una nota sobre una “crisis violenta” y el “ataque” a su suegra, seguido de la administración de tranquilizantes sin su autorización. 

Cuando llegó a la puerta de su habitación, sintió cómo la indignación lo invadía; el abuso al que estaba siendo sometida iba más allá de cualquier límite profesional o humano.

Al abrir la puerta, encontró a Renata en la cama, acurrucada y temblando visiblemente. 

Su piel estaba pálida, y sus labios, azulados por el frío, temblaban mientras respiraba con dificultad. 

Sin dudarlo, Doménico se acercó y colocó una mano en su frente, confirmando lo que ya sospechaba: estaba ardiendo en fiebre, y su ropa aún estaba empapada por el cruel baño de agua fría que le habían dado.

—Renata… —murmuró con voz suave, intentando no asustarla.

Sus ojos, apenas abiertos, lo miraron con una mezcla de miedo y desconcierto, como si no supiera si podía confiar en alguien más en ese lugar.

Doménico apretó los dientes, tratando de contener la furia que sentía por el trato que había recibido.

—Voy a ayudarte, ¿de acuerdo? No voy a permitir que sigan haciéndote daño —dijo con firmeza, y luego se dirigió rápidamente hacia la puerta para llamar a una enfermera.

Momentos después, una enfermera apareció, y Doménico la miró con seriedad.

—Quítele la ropa mojada y cámbiela por algo seco y abrigado. Su temperatura es alta, y no pueden seguir tratándola de esta manera —ordenó, su tono firme y autoritario.

La enfermera asintió con un leve temblor en su expresión, consciente de que Doménico no estaba dispuesto a tolerar más abusos. 

En cuanto Renata estuvo cambiada, la arropó con mantas secas y la acomodó con cuidado en la cama, mientras él se aseguraba de que todo estuviera en orden.

—Voy a quedarme contigo, Renata —murmuró Doménico mientras tomaba una silla y se sentaba a su lado—. No voy a dejarte sola.

Renata, entre la fiebre y el agotamiento, sintió una pequeña chispa de consuelo al escuchar sus palabras. 

Era la primera vez en mucho tiempo que alguien parecía realmente dispuesto a protegerla. 

Cerró los ojos, y un suspiro tembloroso escapó de sus labios mientras el calor de las mantas comenzaba a devolverle un poco de calor a su cuerpo.

Doménico permaneció junto a ella toda la noche, vigilando su respiración y cuidando de que su fiebre disminuyera.

Cerca de medianoche, Doménico alargó la mano y acarició la frente de Renata, a la que por fin le había bajado la fiebre.

Incontrolablemente, su mano no se retiró, sino que recorrió su mejilla hasta llegar a sus labios.

No entendía por qué, pero un fuego ardía en su interior al contemplar su pálido rostro.

—Te prometo, Renata, que te protegeré, te protegeré para siempre.

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