Vittoria caminaba con paso seguro por los pasillos fríos del hospital, satisfecha de haber logrado que el doctor Doménico Ricci estuviera ausente durante su visita.
Al llegar a la puerta de la habitación de Renata, pidió que la dejaran entrar sola, aunque solicitó que los enfermeros permanecieran afuera, listos para intervenir si era necesario. Al abrir la puerta, encontró a Renata sentada en el suelo, con el cabello enmarañado y el rostro pálido, arrullando el viejo muñeco contra su pecho como si fuera su propio hijo. La imagen la complació profundamente; una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro mientras cerraba la puerta tras ella. —Renata, querida —comenzó Vittoria con tono dulce, acercándose lentamente—. Vine a traerte una noticia… unos documentos que te harán bien. Renata ni siquiera lo oyó, enfocando su vista en un punto vacío y continuando con el arrullo al muñeco. Vittoria soltó una risa fría. —No te hagas la desentendida, Renata. ¿Sabes lo que vine a darte? —dijo, sacando unos papeles de su bolso y agitándolos frente a ella—. Son los papeles de tu divorcio. Mi hijo jamás quiso casarse contigo, ¿sabías? Renata sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo su mirada vacía y continuó tarareando una melodía sin sentido, sus brazos rodeando el muñeco como si estuviera sumida en una fantasía. —Fue un matrimonio arreglado entre tu padre y mi marido, y yo nunca estuve de acuerdo en que Ángelo se casara con alguien tan insignificante como tú. Vittoria se inclinó más cerca, observándola con una mueca de desprecio. —Como estás completamente loca, querida, solo debes poner tu huella en estos papeles. Así dejarás de ser una Bellucci y mi hijo será libre, sin las ataduras de una mujer patética. Renata seguía canturreando mientras abrazaba a la muñeca e incluso le dedicó una sonrisa a Vittoria, lo que provocó su enfado. —Y no te preocupes por Ángelo, Renata. Él ya tiene a alguien con quien será verdaderamente feliz —dijo, acercándose a su oído—. Se trata de Beatrice, tu hermanastra. Ella sí me gusta, tiene el porte de una Bellucci. No como tú. Beatrice… El nombre resonó en su mente como un eco cruel. La traición de su hermanastra y el desprecio de su suegra se entrelazaron en sus pensamientos, y sintió cómo la rabia bullía dentro de ella. Pero se contuvo, manteniendo la máscara de confusión y locura que Doménico le había aconsejado. —Ja, ja, ja, Beatrice… Beatrice… Renata empezó a reír a carcajadas, gritando el nombre de su hermanastra. Vittoria la observó en silencio, admirando su obra maestra. En ese momento, uno de los enfermeros entró, siguiendo la señal de Vittoria. Sin mostrar ninguna consideración, le tomó la muñeca a Renata y la obligó a poner su pulgar en una almohadilla de tinta. Ella sintió la presión fría de la tinta en su piel mientras el enfermero forzaba su huella en cada página de los papeles. —Tranquila, Renata, es solo una huella —susurró Vittoria, con una dulzura fingida y cruel, observando cómo el enfermero completaba la última marca. Renata seguía sonriendo, pero su corazón sangraba. Una mezcla de odio y desesperación se acumulaba en su interior. Cuando el enfermero terminó, Vittoria recogió los papeles, satisfecha. —Listo —dijo, levantándose con una sonrisa de triunfo—. Eres libre, Renata… libre para seguir en tu locura mientras Ángelo sigue adelante con alguien de verdad. Renata se rio con ella, repitiendo sus palabras. —Libre… libre… Vittoria, complacida con su victoria, guardó los papeles del divorcio en su bolso y se preparó para marcharse. Pero antes de irse, se detuvo frente a Renata, con su mirada fría y llena de desprecio, deleitándose con su sufrimiento. —Gracias por renunciar a Dante, Renata —expuso en un tono cruel, su voz goteando veneno—. Desde este momento, él ya no es tu hijo. Aquí te vas a refundir… y él jamás sabrá que su madre es una loca. Para mi nieto, su madre es Beatrice, quien lo cuidará y educará como una Bellucci de verdad. Tú no eres nada para él. Nada. Las palabras de Vittoria se clavaron en Renata como puñales, y la ira que había intentado reprimir durante toda la conversación finalmente se desbordó con una fuerza incontrolable. Sus ojos, llenos de furia y desesperación, se encendieron, y, sin pensarlo dos veces, se lanzó hacia Vittoria con una fuerza inesperada y salvaje. —¡Dante es mi hijo! ¡Nunca vas a quitarme a mi hijo! —gritó Renata, su voz resonando en la habitación con una mezcla de rabia y un dolor insoportable. Renata aferró los brazos de Vittoria, sus uñas clavándose en su piel, y comenzó a arañar su rostro con una fuerza frenética y desesperada. Sus movimientos eran impulsados por la ira acumulada y la desesperación de esos días interminables. Todo el dolor, el odio y la impotencia que había soportado se manifestaron en ese instante, convirtiéndose en una explosión de rabia imparable. —¡Nunca lo tendrás, m*****a! ¡Nunca lo tendrás! —chilló Renata, fuera de sí, su rostro estaba distorsionado por la desesperación y el resentimiento. Vittoria, sorprendida y aterrada, intentó liberarse de su agarre, pero Renata la sujetaba con una fuerza insospechada, como si su vida dependiera de ello. Los arañazos se multiplicaban, y Vittoria comenzó a gritar, forcejeando para escapar del alcance de aquella furia desatada. Si antes había estado tanteando el terreno, en ese momento tuvo su respuesta. —¡Suéltame! ¡Estás loca! —gritó Vittoria, con su voz llena de pánico, mientras trataba de zafarse de Renata, quien continuaba atacándola con una intensidad desbordante. En ese momento, los enfermeros irrumpieron en la habitación, alarmados por el escándalo. Se apresuraron a sujetar a Renata, pero ella se resistía con una fuerza inhumana, gritando y luchando desesperadamente mientras su furia y su angustia brotaban de ella como una tormenta desatada. —¡Dante es mío! ¡Nadie me lo va a quitar! —vociferaba Renata, su voz desgarrada, luchando contra los enfermeros que intentaban someterla. A pesar de sus esfuerzos, los enfermeros lograron inmovilizarla, aunque ella continuaba forcejeando con tal violencia que parecían necesitar más fuerza de la habitual. Vittoria, despeinada y con el rostro marcado por los arañazos, se apartó rápidamente, observando la escena con una mezcla de furia y satisfacción perversa, mientras los enfermeros sujetaban a Renata con brutalidad. —Contrólala de una vez —ordenó Vittoria, su tono gélido y autoritario, sin el menor atisbo de compasión. Los enfermeros, endurecidos por la práctica, arrastraron a Renata fuera de la habitación mientras ella seguía gritando y forcejeando, completamente fuera de sí. Sin darle tiempo a calmarse, la llevaron a una sala de tratamiento y la forzaron a recibir un baño de agua fría, intentando sofocar la crisis que la había consumido. El impacto del agua helada sobre su cuerpo la dejó sin aliento, empapándola y haciendo que su respiración se entrecortara en jadeos desgarrados. Pero ni siquiera el frío conseguía apagar el fuego de odio y dolor que ardía en su interior. Entre sollozos y temblores, la imagen de Dante y el desprecio hacia Vittoria y Beatrice se grabaron aún más profundamente en su mente, alimentando su determinación de escapar de ese lugar y recuperar a su hijo. Mientras el agua continuaba cayendo sobre ella, entrecerró los ojos y, en un pensamiento tan frío y cortante como el agua que la empapaba selló una promesa inquebrantable: “Todos los Bellucci me las van a pagar. Me vengaré de ellos… en especial de Ángelo. Recuperaré a mi hijo como sea, y no me detendré hasta que hayan pagado por lo que me hicieron” **** Doménico recorrió los pasillos del hospital con pasos rápidos y una expresión de preocupación en el rostro. Al revisar la historia clínica de Renata, había encontrado una nota sobre una “crisis violenta” y el “ataque” a su suegra, seguido de la administración de tranquilizantes sin su autorización. Cuando llegó a la puerta de su habitación, sintió cómo la indignación lo invadía; el abuso al que estaba siendo sometida iba más allá de cualquier límite profesional o humano. Al abrir la puerta, encontró a Renata en la cama, acurrucada y temblando visiblemente. Su piel estaba pálida, y sus labios, azulados por el frío, temblaban mientras respiraba con dificultad. Sin dudarlo, Doménico se acercó y colocó una mano en su frente, confirmando lo que ya sospechaba: estaba ardiendo en fiebre, y su ropa aún estaba empapada por el cruel baño de agua fría que le habían dado. —Renata… —murmuró con voz suave, intentando no asustarla. Sus ojos, apenas abiertos, lo miraron con una mezcla de miedo y desconcierto, como si no supiera si podía confiar en alguien más en ese lugar. Doménico apretó los dientes, tratando de contener la furia que sentía por el trato que había recibido. —Voy a ayudarte, ¿de acuerdo? No voy a permitir que sigan haciéndote daño —dijo con firmeza, y luego se dirigió rápidamente hacia la puerta para llamar a una enfermera. Momentos después, una enfermera apareció, y Doménico la miró con seriedad. —Quítele la ropa mojada y cámbiela por algo seco y abrigado. Su temperatura es alta, y no pueden seguir tratándola de esta manera —ordenó, su tono firme y autoritario. La enfermera asintió con un leve temblor en su expresión, consciente de que Doménico no estaba dispuesto a tolerar más abusos. En cuanto Renata estuvo cambiada, la arropó con mantas secas y la acomodó con cuidado en la cama, mientras él se aseguraba de que todo estuviera en orden. —Voy a quedarme contigo, Renata —murmuró Doménico mientras tomaba una silla y se sentaba a su lado—. No voy a dejarte sola. Renata, entre la fiebre y el agotamiento, sintió una pequeña chispa de consuelo al escuchar sus palabras. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien parecía realmente dispuesto a protegerla. Cerró los ojos, y un suspiro tembloroso escapó de sus labios mientras el calor de las mantas comenzaba a devolverle un poco de calor a su cuerpo. Doménico permaneció junto a ella toda la noche, vigilando su respiración y cuidando de que su fiebre disminuyera. Cerca de medianoche, Doménico alargó la mano y acarició la frente de Renata, a la que por fin le había bajado la fiebre. Incontrolablemente, su mano no se retiró, sino que recorrió su mejilla hasta llegar a sus labios. No entendía por qué, pero un fuego ardía en su interior al contemplar su pálido rostro. —Te prometo, Renata, que te protegeré, te protegeré para siempre.Vittoria llegó a la mansión con el rostro cubierto de arañazos, los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, como si la experiencia que acababa de vivir la hubiera destrozado por completo. Ángelo, al verla entrar en ese estado, se acercó de inmediato, alarmado.—¡Mamá! ¿Qué te ha pasado? —preguntó, sujetándola por los hombros con preocupación.Vittoria dejó escapar un sollozo, llevando una mano temblorosa a su rostro lastimado, e inclinó la cabeza como si revivir lo ocurrido fuera demasiado doloroso.—Fui a ver a Renata al hospital, Ángelo. Pensé que quizás un rostro familiar la calmaría, pero... está completamente fuera de control —dijo entre sollozos, como si estuviera reviviendo la escena—. Intenté hablarle de Dante, de ti, de que tenía que tranquilizarse para mejorar… y en un instante… se abalanzó sobre mí como una furia. —Su voz se quebró—. Me atacó, me arañó… sus ojos estaban llenos de odio.Ángelo la miró, sin palabras, observando el rostro de su madre con sorpresa y rabia co
El hospital psiquiátrico, normalmente monótono y sombrío, se sumió en una tensión apenas perceptible el día en que Marco Santori, el hijo del director regresó de sus vacaciones. Marco era conocido entre el personal por su naturaleza sádica y su obsesión por someter a los pacientes a tormentos que iban más allá de cualquier protocolo médico. Para él, el sufrimiento de los demás no era más que entretenimiento, y aunque todos lo sabían, nadie se atrevía a enfrentarlo, pues la influencia de su padre lo protegía de cualquier consecuencia.Ese mismo día, mientras Marco caminaba por el patio observando a los pacientes con su característica sonrisa maliciosa, algo llamó su atención. En un rincón del área de descanso, vio a una mujer de cabello largo y castaño claro, con una piel suave y un rostro marcado por la tristeza y el agotamiento. Había algo en su postura, en la manera en que miraba al vacío, que lo intrigó más de lo que hubiera esperado.—¿Y esa quién es? —preguntó a un enfermero
Marco observó a Renata desde la distancia unos instantes más, notando cada detalle de su apariencia. La forma en que abrazaba un viejo muñeco y lo arrullaba como si fuera un bebé captó su atención. Sus ojos vacíos y fijos en el juguete, la forma en que parecía perdida en su propio mundo, le dieron a Marco la seguridad de que estaba frente a una mujer quebrada, una que podría manipular sin esfuerzo.Se acercó a ella con cautela, ajustando su expresión a una máscara de falsa amabilidad. Sabía que debía aparentar ser alguien confiable si quería ganarse su atención, aunque fuera solo por un instante.—Hola… ¿Renata, cierto? —murmuró, manteniendo su tono suave y cuidadoso mientras tomaba asiento junto a ella en el banco del patio.Renata no respondió. Su mirada seguía clavada en el muñeco, y sus labios murmuraban palabras inaudibles, arrullándolo con una dulzura que contrastaba dolorosamente con su entorno. Marco se inclinó ligeramente, fingiendo interés.—¿Sabes? Quiero ayudarte —dijo
Doménico llegó al hospital como de costumbre, pero al no encontrar a Renata en su alcoba, una inquietud inmediata lo invadió. Sabía que ella no abandonaba su habitación sin permiso y, generalmente, se mantenía en el área asignada. Se dirigió a una de las enfermeras, su rostro reflejando preocupación.—¿Dónde está Renata Moretti? —preguntó con tono autoritario.La enfermera bajó la mirada, dudando un instante antes de responder.—Tuvo… una crisis esta mañana, doctor Ricci. La llevaron a la enfermería y fue sedada para que pudiera calmarse.Doménico frunció el ceño, cada palabra de la enfermera aumentaba su inquietud.—¿Una crisis? —repitió, incrédulo—. ¿Por qué no fui notificado?La enfermera se limitó a encogerse de hombros, evitando responder. Doménico no perdió tiempo y se dirigió rápidamente hacia la enfermería. Al llegar, encontró a Renata dormida, su rostro pálido y su respiración irregular. La escena le provocó una punzada de angustia y un mal presentimiento que no podía ig
Ángelo llegó al hospital psiquiátrico con una inquietud que no podía ignorar. Al acercarse a la recepción, su corazón latía con una mezcla de culpa y ansiedad que trataba de ocultar bajo una apariencia firme.—Quiero ver a Renata Moretti —dijo con voz autoritaria, mirando al recepcionista con seriedad.El empleado lo observó con incomodidad, bajando la vista al registro, y luego negó con la cabeza.—Lo siento, señor Bellucci. La señora Moretti tuvo una crisis recientemente y está en la enfermería. No está en condiciones de recibir visitas.Ángelo frunció el ceño, sabía cómo se manejaban las cosas en esos lugares.—Te pagaré bien. —Sacó varios billetes.El encargado agarró el dinero y guio a Ángelo a la enfermería.Ángelo entró en la enfermería, el corazón palpitándole con fuerza mientras se acercaba a la cama donde Renata yacía dormida. La imagen de la mujer que una vez había sido su esposa se desmoronaba ante él, transformándose en algo que no lograba reconocer. La Renata que recordab
Aturdida, Renata levantó la vista y, entre el humo y las luces de emergencia, reconoció el rostro familiar de Doménico. Él la miró con urgencia, sin perder tiempo en explicaciones.—Renata, confía en mí —le susurró al oído mientras la guiaba hacia la salida—. Vamos, rápido.Doménico había vuelto al hospital a buscar un expediente que había olvidado en su oficina y, al ver el incendio y el caos, algo lo impulsó a buscarla instintivamente. Encontrarla tambaleándose, vulnerable y perdida, había sido una suerte inesperada. Sin detenerse, la envolvió con su brazo y la sacó rápidamente por una puerta lateral.Afuera, el aire frío de la noche golpeó sus rostros, y Doménico, asegurándose de que nadie los hubiera visto, llevó a Renata hasta su coche y la acomodó en el asiento trasero.—Estás a salvo —le dijo, sin soltar su mano y con un tono tranquilizador que pretendía calmarla—. No volverás a ese lugar.Renata, aún en estado de shock pero con lágrimas de gratitud en los ojos, lo miró en silen
— ¡Se ha quemado el hospital psiquiátrico… el lugar donde está la señora Renata! —reiteró agitada—. Lo acaban de anunciar en las noticias… ¡Es terrible!Ángelo sintió que su corazón se detenía. Un golpe de frío recorrió su cuerpo al escuchar el nombre de Renata en esa situación. No necesitó escuchar más; el temor y la culpa que llevaba enterrados en su interior emergieron de golpe, y, sin pensarlo dos veces, dio un paso atrás, alejándose de Beatrice y de la ceremonia.—¡Hijo, no puedes detener la boda ahora! —gritó Vittoria, avanzando hacia él y tomándolo del brazo con desesperación—. No puedes cancelar esto… ¡Renata ya no es parte de tu vida!Beatrice, pálida y con una expresión de incredulidad, intentó aferrarse a él, buscando sus ojos con desesperación.—¡Debe ser una equivocación! Ángelo, quédate… tú y yo somos lo importante ahora! —suplicó, su voz temblando mientras lo sujetaba del brazo.Ángelo, con una expresión de determinación en el rostro, las miró con frialdad.—Voy a ver q
Cuando Ángelo llegó al hospital psiquiátrico, el humo aún flotaba en el aire, y el olor acre del incendio lo golpeó de inmediato, llenando sus pulmones y provocándole una punzada de inquietud en el pecho. Se quedó inmóvil por un segundo, observando el caos y la destrucción que el fuego había dejado a su paso. Una sensación de desesperación y arrepentimiento comenzó a invadirlo, como si un peso invisible oprimiera su pecho, haciéndolo consciente de algo oscuro, algo irremediable.Sin esperar un segundo más, salió del auto y se dirigió corriendo hacia la entrada. Buscó entre el personal a alguien que pudiera darle información sobre Renata, pero todos parecían demasiado ocupados y desbordados por la emergencia. Se acercó a una enfermera, pero cuando intentó preguntarle por Renata, ella le lanzó una mirada evasiva y le respondió con frialdad.—Lo siento, señor, no podemos dar informes en este momento.Ángelo apretó los dientes, sintiendo cómo la frustración y la ansiedad comenzaban a apode