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Cap. 3: Me divorciaré de Renata.

Unos días después, Ángelo se detuvo frente a las puertas del hospital psiquiátrico, sintiendo un peso desconocido en el pecho. Había venido para asegurarse de que había hecho lo correcto, de que Renata, la mujer con quien había compartido los últimos años, estaba realmente mejor allí, lejos de su hijo, lejos de él. Pero la duda seguía agazapada en su mente, carcomiéndole la conciencia.

Un hombre alto y de porte serio, vestido con una bata blanca, lo recibió en la entrada. 

Su rostro era severo y su mirada, casi vacía, le recordaba que este no era un lugar para personas sanas. Era el director del hospital, el Dr. Santori.

—Señor Bellucci, bienvenido —saludó el director con una inclinación de cabeza. Su voz era fría y profesional, carente de toda emoción.

—Doctor, he venido a saber cómo… cómo está mi esposa —dijo Ángelo, intentando que su voz sonara segura, aunque no pudo evitar que un leve temblor se colara en sus palabras.

El Dr. Santori asintió, pero en sus ojos brillaba un destello de lástima.

—Debo ser honesto con usted, señor Bellucci. Su esposa… no tiene cura. La hemos evaluado y, lamentablemente, su estado mental es irreversible. Lo mejor que puede hacer es prepararse para una vida sin ella. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras se asentaran—. Sería sabio, de hecho, considerar el divorcio, ya que su esposa ha perdido completamente la razón.

Ángelo sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La mujer que había sido su esposa, la madre de su hijo estaba completamente perdida para él. 

¿Cómo era posible? 

Un sentimiento de culpa comenzó a arremolinarse en su pecho, aunque intentaba racionalizarlo. 

Si el director del hospital aseguraba que no había esperanza, entonces debía ser verdad… ¿o no?

—Quiero verla —dijo, con voz firme. Necesitaba enfrentarse a la realidad y asegurarse de que esa decisión había sido realmente la mejor para todos, incluso para ella.

El director lo miró con cierta cautela, pero asintió, indicándole que lo siguiera. Lo llevó por un pasillo largo y frío, sus pasos resonaban en el suelo de baldosas, y el silencio que los envolvía se sentía pesado y denso. 

Finalmente, se detuvieron frente a una sala con una gran ventana de cristal, cubierta con una cortina que el director corrió lentamente, como si quisiera darle a Ángelo tiempo para prepararse.

Cuando el cristal quedó despejado, Ángelo contuvo el aliento al ver a la mujer al otro lado de la ventana. 

Era Renata… pero al mismo tiempo, parecía alguien irreconocible.

Renata estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, y su apariencia era deplorable. 

Su figura se veía frágil y delgada, como si apenas se alimentara. 

Su cabello, antes cuidado y brillante, ahora colgaba enredado y sucio sobre sus hombros, y unas profundas ojeras le oscurecían los ojos, que miraban al vacío, sin foco ni emoción.

En sus brazos sostenía un muñeco viejo y desgastado, lo arrullaba suavemente contra su pecho, como si fuera un bebé real, susurrándole palabras que apenas se podían distinguir. 

Sus manos temblorosas acariciaban la cabeza de tela del muñeco, y un leve murmullo escapaba de sus labios, palabras sin sentido que sonaban a una canción de cuna, desesperada y rota.

Ángelo sintió una punzada en el pecho, y su garganta se apretó al ver a Renata en ese estado. 

Ella, que siempre había sido fuerte, segura… ahora parecía completamente perdida, como si todo rastro de su antigua vida hubiera desaparecido en ese lugar.

—¿Ve lo que le digo, señor Bellucci? —dijo el Dr. Santori en voz baja, observando la expresión de Ángelo—. Su esposa no tiene esperanza. Cada vez se pierde más en sus fantasías, creyendo que cuida de un hijo que no está allí. Esta… esta mujer no puede regresar a su vida, ni a la suya ni a la de su hijo. No en este estado.

 Ángelo miraba a Renata, incapaz de apartar los ojos de ella, sintiendo una mezcla de tristeza y horror. 

La Renata que conocía ya no existía; en su lugar, esta figura rota y perdida había tomado su lugar. 

Se había convertido en una sombra, una presencia que apenas podía reconocerse a sí misma.

Renata alzó la vista de repente, como si sintiera su presencia, y sus ojos encontraron el cristal. 

Por un breve segundo, pareció reconocerlo. Pero su mirada estaba desenfocada, llena de una mezcla de tristeza y algo más… algo oscuro que él no lograba comprender. 

Ángelo retrocedió un paso, sintiéndose profundamente perturbado.

—Divorciarse sería lo mejor, señor Bellucci —insistió el director, mirándolo con una expresión neutra—. Para usted, para su hijo, y para ella.

Sin vacilar, Ángelo asintió y apartó la vista. Sin un solo atisbo de emoción, dio media vuelta, dejando atrás el frío cuarto blanco y la figura rota de Renata, que seguía arrullando al muñeco como si fuera su propio hijo. 

Apenas miró atrás cuando se alejaba, decidido a borrar ese capítulo de su vida para siempre.

****

Vittoria se acomodó en uno de los sillones del amplio salón, su copa de vino en mano y una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro. Beatrice se sentó frente a ella, observándola con admiración y, a la vez, un toque de ansiedad. Habían ganado, y ese triunfo se sentía más dulce de lo que había imaginado.

—A nuestra victoria —dijo Vittoria, alzando su copa con una mirada cómplice.

Beatrice sonrió y chocó su copa con la de su aliada, dejando escapar una risa ligera.

—No puedo creer que haya salido todo tan perfecto —dijo, con una chispa de emoción en los ojos—. Renata cayó en cada una de nuestras trampas, y Ángelo… es tan fácil manipularlo. Lo hemos manejado como si fuera un niño.

Vittoria se recostó, exhalando con satisfacción, como si el peso de toda la mentira hubiera desaparecido al ver los resultados.

—Y todo gracias a nosotras, querida. La pobre Renata… tan ingenua y frágil. Nunca tuvo oportunidad alguna.

Beatrice sonrió, pero su mirada revelaba una duda que la había inquietado desde que habían internado a Renata.

—¿Estás segura de que Renata jamás saldrá de ese lugar? —preguntó, bajando la voz y acercándose un poco más, como si temiera que alguien pudiera escucharla.

Vittoria soltó una risa desdeñosa, mirando a Beatrice con desdén.

—Me aseguré de eso, querida. El director del hospital sabe exactamente lo que debe hacer. Cada día, se encarga de borrar de su mente cualquier recuerdo y la deja más perdida. ¿Sabes lo que eso significa? Pronto no quedará nada de ella, ni una sola pizca de la mujer que fue.

Beatrice dejó escapar un suspiro de alivio, y una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro.

—Eres brillante, Vittoria. Jamás pensé que esto sería tan sencillo —murmuró, y su voz apenas contenía la emoción.

Vittoria sonrió con autosuficiencia, disfrutando del momento.

—Hoy, cuando Ángelo fue a verla, el director le aplicó una dosis más fuerte. La pobre Renata, si alguna vez llega a recordarnos, apenas sabrá quién es.

Beatrice asintió, y con una risa calculadora, sugirió:

—Cuando Ángelo regrese, debemos preguntarle cómo la encontró… como si nos importara.

Vittoria se rio suavemente, saboreando cada palabra.

—Por supuesto, querida. Ángelo nunca debe saber cuánto disfrutamos de este triunfo.

Ambas levantaron sus copas una vez más, brindando en silencio, disfrutando del éxito de su complot, sin que el menor asomo de remordimiento oscureciera su victoria.

***

Ángelo llegó a la mansión con un paso pesado y una expresión sombría. Apenas cruzó la puerta, encontró a Vittoria y Beatrice en la sala, ambas mirándolo con fingida preocupación.

Vittoria se levantó de inmediato, acercándose a su hijo con un aire de madre afligida.

—Ángelo, querido, ¿cómo encontraste a Renata? —preguntó con voz suave, sus ojos llenos de una preocupación calculada.

Beatrice, sentada con la espalda recta y las manos entrelazadas, asintió levemente, como si compartiera el peso de la situación.

Ángelo suspiró, frotándose el rostro con cansancio.

—Renata… apenas la reconocí —murmuró, sin emoción—. Estaba completamente perdida, sosteniendo un muñeco como si fuera nuestro hijo. Tenía un aspecto deplorable… su mirada… —se detuvo un momento, como si tratara de encontrar las palabras—. Parecía que no quedaba nada de ella.

Vittoria puso una mano en el hombro de Ángelo, apretándolo con suavidad.

—Es una pena, hijo. Pero sabes que hiciste lo correcto. Ese lugar es donde debe estar, lejos de ti, lejos de Dante. Es lo mejor para todos o acaso ¿Quieres que tu hijo tenga una madre enferma mental? ¿Quieres que lo ridiculicen cuando esté en la escuela?

Ángelo se estremeció por un momento, pero unos minutos después, su rostro se endureció mientras una determinación fría comenzaba a brillar en sus ojos.

—Tienes razón, madre —dijo, y su voz sonaba más fría de lo habitual—. No tiene sentido seguir casado con una enferma mental. Me divorciaré de Renata.

Una pequeña sonrisa se dibujó en el rostro de Vittoria, que rápidamente ocultó. Pero Beatrice no pudo contener el brillo en sus ojos y una emoción intensa la recorrió. 

Finalmente, el plan que tanto habían trabajado estaba dando fruto. 

Su sueño de convertirse en la esposa de Ángelo parecía, por primera vez, estar al alcance de la mano.

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