Unos días después, Ángelo se detuvo frente a las puertas del hospital psiquiátrico, sintiendo un peso desconocido en el pecho. Había venido para asegurarse de que había hecho lo correcto, de que Renata, la mujer con quien había compartido los últimos años, estaba realmente mejor allí, lejos de su hijo, lejos de él. Pero la duda seguía agazapada en su mente, carcomiéndole la conciencia.
Un hombre alto y de porte serio, vestido con una bata blanca, lo recibió en la entrada.
Su rostro era severo y su mirada, casi vacía, le recordaba que este no era un lugar para personas sanas. Era el director del hospital, el Dr. Santori.
—Señor Bellucci, bienvenido —saludó el director con una inclinación de cabeza. Su voz era fría y profesional, carente de toda emoción.
—Doctor, he venido a saber cómo… cómo está mi esposa —dijo Ángelo, intentando que su voz sonara segura, aunque no pudo evitar que un leve temblor se colara en sus palabras.
El Dr. Santori asintió, pero en sus ojos brillaba un destello de lástima.
—Debo ser honesto con usted, señor Bellucci. Su esposa… no tiene cura. La hemos evaluado y, lamentablemente, su estado mental es irreversible. Lo mejor que puede hacer es prepararse para una vida sin ella. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras se asentaran—. Sería sabio, de hecho, considerar el divorcio, ya que su esposa ha perdido completamente la razón.
Ángelo sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La mujer que había sido su esposa, la madre de su hijo estaba completamente perdida para él.
¿Cómo era posible?
Un sentimiento de culpa comenzó a arremolinarse en su pecho, aunque intentaba racionalizarlo.
Si el director del hospital aseguraba que no había esperanza, entonces debía ser verdad… ¿o no?
—Quiero verla —dijo, con voz firme. Necesitaba enfrentarse a la realidad y asegurarse de que esa decisión había sido realmente la mejor para todos, incluso para ella.
El director lo miró con cierta cautela, pero asintió, indicándole que lo siguiera. Lo llevó por un pasillo largo y frío, sus pasos resonaban en el suelo de baldosas, y el silencio que los envolvía se sentía pesado y denso.
Finalmente, se detuvieron frente a una sala con una gran ventana de cristal, cubierta con una cortina que el director corrió lentamente, como si quisiera darle a Ángelo tiempo para prepararse.
Cuando el cristal quedó despejado, Ángelo contuvo el aliento al ver a la mujer al otro lado de la ventana.
Era Renata… pero al mismo tiempo, parecía alguien irreconocible.
Renata estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, y su apariencia era deplorable.
Su figura se veía frágil y delgada, como si apenas se alimentara.
Su cabello, antes cuidado y brillante, ahora colgaba enredado y sucio sobre sus hombros, y unas profundas ojeras le oscurecían los ojos, que miraban al vacío, sin foco ni emoción.
En sus brazos sostenía un muñeco viejo y desgastado, lo arrullaba suavemente contra su pecho, como si fuera un bebé real, susurrándole palabras que apenas se podían distinguir.
Sus manos temblorosas acariciaban la cabeza de tela del muñeco, y un leve murmullo escapaba de sus labios, palabras sin sentido que sonaban a una canción de cuna, desesperada y rota.
Ángelo sintió una punzada en el pecho, y su garganta se apretó al ver a Renata en ese estado.
Ella, que siempre había sido fuerte, segura… ahora parecía completamente perdida, como si todo rastro de su antigua vida hubiera desaparecido en ese lugar.
—¿Ve lo que le digo, señor Bellucci? —dijo el Dr. Santori en voz baja, observando la expresión de Ángelo—. Su esposa no tiene esperanza. Cada vez se pierde más en sus fantasías, creyendo que cuida de un hijo que no está allí. Esta… esta mujer no puede regresar a su vida, ni a la suya ni a la de su hijo. No en este estado.
Ángelo miraba a Renata, incapaz de apartar los ojos de ella, sintiendo una mezcla de tristeza y horror.
La Renata que conocía ya no existía; en su lugar, esta figura rota y perdida había tomado su lugar.
Se había convertido en una sombra, una presencia que apenas podía reconocerse a sí misma.
Renata alzó la vista de repente, como si sintiera su presencia, y sus ojos encontraron el cristal.
Por un breve segundo, pareció reconocerlo. Pero su mirada estaba desenfocada, llena de una mezcla de tristeza y algo más… algo oscuro que él no lograba comprender.
Ángelo retrocedió un paso, sintiéndose profundamente perturbado.
—Divorciarse sería lo mejor, señor Bellucci —insistió el director, mirándolo con una expresión neutra—. Para usted, para su hijo, y para ella.
Sin vacilar, Ángelo asintió y apartó la vista. Sin un solo atisbo de emoción, dio media vuelta, dejando atrás el frío cuarto blanco y la figura rota de Renata, que seguía arrullando al muñeco como si fuera su propio hijo.
Apenas miró atrás cuando se alejaba, decidido a borrar ese capítulo de su vida para siempre.
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Vittoria se acomodó en uno de los sillones del amplio salón, su copa de vino en mano y una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro. Beatrice se sentó frente a ella, observándola con admiración y, a la vez, un toque de ansiedad. Habían ganado, y ese triunfo se sentía más dulce de lo que había imaginado.
—A nuestra victoria —dijo Vittoria, alzando su copa con una mirada cómplice.
Beatrice sonrió y chocó su copa con la de su aliada, dejando escapar una risa ligera.
—No puedo creer que haya salido todo tan perfecto —dijo, con una chispa de emoción en los ojos—. Renata cayó en cada una de nuestras trampas, y Ángelo… es tan fácil manipularlo. Lo hemos manejado como si fuera un niño.
Vittoria se recostó, exhalando con satisfacción, como si el peso de toda la mentira hubiera desaparecido al ver los resultados.
—Y todo gracias a nosotras, querida. La pobre Renata… tan ingenua y frágil. Nunca tuvo oportunidad alguna.
Beatrice sonrió, pero su mirada revelaba una duda que la había inquietado desde que habían internado a Renata.
—¿Estás segura de que Renata jamás saldrá de ese lugar? —preguntó, bajando la voz y acercándose un poco más, como si temiera que alguien pudiera escucharla.
Vittoria soltó una risa desdeñosa, mirando a Beatrice con desdén.
—Me aseguré de eso, querida. El director del hospital sabe exactamente lo que debe hacer. Cada día, se encarga de borrar de su mente cualquier recuerdo y la deja más perdida. ¿Sabes lo que eso significa? Pronto no quedará nada de ella, ni una sola pizca de la mujer que fue.
Beatrice dejó escapar un suspiro de alivio, y una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro.
—Eres brillante, Vittoria. Jamás pensé que esto sería tan sencillo —murmuró, y su voz apenas contenía la emoción.
Vittoria sonrió con autosuficiencia, disfrutando del momento.
—Hoy, cuando Ángelo fue a verla, el director le aplicó una dosis más fuerte. La pobre Renata, si alguna vez llega a recordarnos, apenas sabrá quién es.
Beatrice asintió, y con una risa calculadora, sugirió:
—Cuando Ángelo regrese, debemos preguntarle cómo la encontró… como si nos importara.
Vittoria se rio suavemente, saboreando cada palabra.
—Por supuesto, querida. Ángelo nunca debe saber cuánto disfrutamos de este triunfo.
Ambas levantaron sus copas una vez más, brindando en silencio, disfrutando del éxito de su complot, sin que el menor asomo de remordimiento oscureciera su victoria.
***
Ángelo llegó a la mansión con un paso pesado y una expresión sombría. Apenas cruzó la puerta, encontró a Vittoria y Beatrice en la sala, ambas mirándolo con fingida preocupación.
Vittoria se levantó de inmediato, acercándose a su hijo con un aire de madre afligida.
—Ángelo, querido, ¿cómo encontraste a Renata? —preguntó con voz suave, sus ojos llenos de una preocupación calculada.
Beatrice, sentada con la espalda recta y las manos entrelazadas, asintió levemente, como si compartiera el peso de la situación.
Ángelo suspiró, frotándose el rostro con cansancio.
—Renata… apenas la reconocí —murmuró, sin emoción—. Estaba completamente perdida, sosteniendo un muñeco como si fuera nuestro hijo. Tenía un aspecto deplorable… su mirada… —se detuvo un momento, como si tratara de encontrar las palabras—. Parecía que no quedaba nada de ella.
Vittoria puso una mano en el hombro de Ángelo, apretándolo con suavidad.
—Es una pena, hijo. Pero sabes que hiciste lo correcto. Ese lugar es donde debe estar, lejos de ti, lejos de Dante. Es lo mejor para todos o acaso ¿Quieres que tu hijo tenga una madre enferma mental? ¿Quieres que lo ridiculicen cuando esté en la escuela?
Ángelo se estremeció por un momento, pero unos minutos después, su rostro se endureció mientras una determinación fría comenzaba a brillar en sus ojos.
—Tienes razón, madre —dijo, y su voz sonaba más fría de lo habitual—. No tiene sentido seguir casado con una enferma mental. Me divorciaré de Renata.
Una pequeña sonrisa se dibujó en el rostro de Vittoria, que rápidamente ocultó. Pero Beatrice no pudo contener el brillo en sus ojos y una emoción intensa la recorrió.
Finalmente, el plan que tanto habían trabajado estaba dando fruto.
Su sueño de convertirse en la esposa de Ángelo parecía, por primera vez, estar al alcance de la mano.
El sonido de la máquina de electroshock se encendió con un zumbido escalofriante. Renata estaba inmovilizada sobre la camilla, su cuerpo atado con correas, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un dolor profundo y una angustia insondable. Los enfermeros preparaban los electrodos, sin prestar atención a los temblores que recorrían su cuerpo cada vez que uno de ellos se acercaba a ajustar los dispositivos.—¿Todo listo? —preguntó el enfermero con un tono mecánico y casi aburrido.—Adelante —respondió otro, a punto de apretar el botón que iniciaría la descarga.—¡Esperen! —La voz de un hombre los interrumpió de golpe, firme y autoritaria.Los enfermeros se detuvieron, sorprendidos, y se giraron para ver al recién llegado. Era un hombre alto, de mirada penetrante y expresión decidida, vestido con una bata blanca que denotaba su rol médico.—¿Qué es esto? —preguntó el psiquiatra, mirando la camilla y los preparativos con una mezcla de incredulidad y desaprobación—. ¿Qué est
Doménico observó a Renata desde el otro lado de la pequeña mesa de metal en la sala de entrevistas. Su aspecto era desolador: la piel pálida, las ojeras marcadas y un temblor casi imperceptible en las manos. Tenía las muñecas marcadas con ligeras contusiones, y su cuerpo parecía desgastado, como si llevara una eternidad sufriendo en ese lugar.Renata mantuvo la mirada baja, evitando los ojos de Doménico, pero él pudo notar el destello de miedo y agotamiento en su expresión. Tomó un suspiro profundo, tratando de encontrar el tono adecuado para no alarmarla más.—Renata —comenzó con voz suave, observándola atentamente—, quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. Todo lo que me digas queda entre nosotros, y estoy comprometido a tratarte con respeto y comprensión. ¿Me puedes contar qué ha pasado desde que llegaste aquí?Renata alzó la vista lentamente, con sus ojos llenos de un dolor silencioso. Dudó un momento, como si temiera decir algo que empeorara su situación, pero el tono am
Vittoria caminaba con paso seguro por los pasillos fríos del hospital, satisfecha de haber logrado que el doctor Doménico Ricci estuviera ausente durante su visita. Al llegar a la puerta de la habitación de Renata, pidió que la dejaran entrar sola, aunque solicitó que los enfermeros permanecieran afuera, listos para intervenir si era necesario.Al abrir la puerta, encontró a Renata sentada en el suelo, con el cabello enmarañado y el rostro pálido, arrullando el viejo muñeco contra su pecho como si fuera su propio hijo. La imagen la complació profundamente; una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro mientras cerraba la puerta tras ella.—Renata, querida —comenzó Vittoria con tono dulce, acercándose lentamente—. Vine a traerte una noticia… unos documentos que te harán bien.Renata ni siquiera lo oyó, enfocando su vista en un punto vacío y continuando con el arrullo al muñeco.Vittoria soltó una risa fría.—No te hagas la desentendida, Renata. ¿Sabes lo que vine a darte? —dijo,
Vittoria llegó a la mansión con el rostro cubierto de arañazos, los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, como si la experiencia que acababa de vivir la hubiera destrozado por completo. Ángelo, al verla entrar en ese estado, se acercó de inmediato, alarmado.—¡Mamá! ¿Qué te ha pasado? —preguntó, sujetándola por los hombros con preocupación.Vittoria dejó escapar un sollozo, llevando una mano temblorosa a su rostro lastimado, e inclinó la cabeza como si revivir lo ocurrido fuera demasiado doloroso.—Fui a ver a Renata al hospital, Ángelo. Pensé que quizás un rostro familiar la calmaría, pero... está completamente fuera de control —dijo entre sollozos, como si estuviera reviviendo la escena—. Intenté hablarle de Dante, de ti, de que tenía que tranquilizarse para mejorar… y en un instante… se abalanzó sobre mí como una furia. —Su voz se quebró—. Me atacó, me arañó… sus ojos estaban llenos de odio.Ángelo la miró, sin palabras, observando el rostro de su madre con sorpresa y rabia co
El hospital psiquiátrico, normalmente monótono y sombrío, se sumió en una tensión apenas perceptible el día en que Marco Santori, el hijo del director regresó de sus vacaciones. Marco era conocido entre el personal por su naturaleza sádica y su obsesión por someter a los pacientes a tormentos que iban más allá de cualquier protocolo médico. Para él, el sufrimiento de los demás no era más que entretenimiento, y aunque todos lo sabían, nadie se atrevía a enfrentarlo, pues la influencia de su padre lo protegía de cualquier consecuencia.Ese mismo día, mientras Marco caminaba por el patio observando a los pacientes con su característica sonrisa maliciosa, algo llamó su atención. En un rincón del área de descanso, vio a una mujer de cabello largo y castaño claro, con una piel suave y un rostro marcado por la tristeza y el agotamiento. Había algo en su postura, en la manera en que miraba al vacío, que lo intrigó más de lo que hubiera esperado.—¿Y esa quién es? —preguntó a un enfermero
Marco observó a Renata desde la distancia unos instantes más, notando cada detalle de su apariencia. La forma en que abrazaba un viejo muñeco y lo arrullaba como si fuera un bebé captó su atención. Sus ojos vacíos y fijos en el juguete, la forma en que parecía perdida en su propio mundo, le dieron a Marco la seguridad de que estaba frente a una mujer quebrada, una que podría manipular sin esfuerzo.Se acercó a ella con cautela, ajustando su expresión a una máscara de falsa amabilidad. Sabía que debía aparentar ser alguien confiable si quería ganarse su atención, aunque fuera solo por un instante.—Hola… ¿Renata, cierto? —murmuró, manteniendo su tono suave y cuidadoso mientras tomaba asiento junto a ella en el banco del patio.Renata no respondió. Su mirada seguía clavada en el muñeco, y sus labios murmuraban palabras inaudibles, arrullándolo con una dulzura que contrastaba dolorosamente con su entorno. Marco se inclinó ligeramente, fingiendo interés.—¿Sabes? Quiero ayudarte —dijo
Doménico llegó al hospital como de costumbre, pero al no encontrar a Renata en su alcoba, una inquietud inmediata lo invadió. Sabía que ella no abandonaba su habitación sin permiso y, generalmente, se mantenía en el área asignada. Se dirigió a una de las enfermeras, su rostro reflejando preocupación.—¿Dónde está Renata Moretti? —preguntó con tono autoritario.La enfermera bajó la mirada, dudando un instante antes de responder.—Tuvo… una crisis esta mañana, doctor Ricci. La llevaron a la enfermería y fue sedada para que pudiera calmarse.Doménico frunció el ceño, cada palabra de la enfermera aumentaba su inquietud.—¿Una crisis? —repitió, incrédulo—. ¿Por qué no fui notificado?La enfermera se limitó a encogerse de hombros, evitando responder. Doménico no perdió tiempo y se dirigió rápidamente hacia la enfermería. Al llegar, encontró a Renata dormida, su rostro pálido y su respiración irregular. La escena le provocó una punzada de angustia y un mal presentimiento que no podía ig
Ángelo llegó al hospital psiquiátrico con una inquietud que no podía ignorar. Al acercarse a la recepción, su corazón latía con una mezcla de culpa y ansiedad que trataba de ocultar bajo una apariencia firme.—Quiero ver a Renata Moretti —dijo con voz autoritaria, mirando al recepcionista con seriedad.El empleado lo observó con incomodidad, bajando la vista al registro, y luego negó con la cabeza.—Lo siento, señor Bellucci. La señora Moretti tuvo una crisis recientemente y está en la enfermería. No está en condiciones de recibir visitas.Ángelo frunció el ceño, sabía cómo se manejaban las cosas en esos lugares.—Te pagaré bien. —Sacó varios billetes.El encargado agarró el dinero y guio a Ángelo a la enfermería.Ángelo entró en la enfermería, el corazón palpitándole con fuerza mientras se acercaba a la cama donde Renata yacía dormida. La imagen de la mujer que una vez había sido su esposa se desmoronaba ante él, transformándose en algo que no lograba reconocer. La Renata que recordab