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Cap. 2: Mi marido pagó para que me maltrataran.

Habían pasado ya algunos días desde que Renata había sido internada en el psiquiátrico, y la casa, que antes vibraba con la calidez de una familia recién formada, ahora se sentía sombría y vacía. 

El pequeño Dante, de apenas dos meses, lloraba sin cesar, sus llantos resonando en cada rincón de la mansión. 

Ángelo lo acunaba en sus brazos, intentando calmarlo, pero el bebé parecía inconsolable, como si reclamara la presencia de su madre ausente.

Desesperado y agotado, Ángelo buscó refugio en la única persona que siempre había sido una constante en su vida: su madre, Vittoria. 

La encontró en el salón, su presencia imponente y serena, como si nada pudiera perturbarla. 

Con el bebé aun llorando en sus brazos, Ángelo suspiró profundamente y se acercó a ella, sintiendo que la duda comenzaba a enredarse en su mente.

—Madre, ¿crees que…? —comenzó, sin atreverse a mirar a Vittoria directamente a los ojos—. ¿Crees que tal vez fue una mala idea internar a Renata en el psiquiátrico? —preguntó, su voz llena de incertidumbre.

Vittoria dejó escapar un suspiro, como si el peso de la pregunta fuera una carga más que debía soportar. 

Sus ojos fríos se posaron en su hijo, y sin un atisbo de vacilación, sacudió la cabeza.

—Ángelo, fue la mejor decisión que pudiste tomar —respondió con firmeza—. Esa mujer estaba completamente fuera de control. ¿O acaso olvidaste lo que le hizo a Beatrice, ella era como su hermana? Renata es un peligro… y, entre nosotros, jamás me agradó para esposa de un Bellucci.

Ángelo la miró, aun sintiendo una punzada de duda en su pecho.

—Pero… no puedo dejar de pensar en Dante. Está claro que extraña a su madre —insistió, acariciando suavemente la cabecita del bebé, que seguía llorando.

Vittoria suspiró, como si sintiera compasión.

—Escúchame bien, Ángelo. Hiciste lo correcto. Beatrice me confesó algo sobre Renata que tú desconocías… algo que te demuestra que esto fue, sin duda, lo mejor.

Ángelo frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

Vittoria se inclinó hacia él y le dijo en voz baja:

—Me contó que, en la adolescencia, Renata sufrió problemas de depresión severa. Incluso… intentó atentar contra su vida. No es la primera vez que ha sido una amenaza para sí misma… y ahora también para los demás. ¿De verdad quieres a alguien así cerca de tu hijo?

Las palabras de su madre lo golpearon como un golpe de realidad. 

Ángelo apretó los labios, sintiendo que la duda retrocedía un poco, y asintió. 

Sus ojos se posaron nuevamente en el pequeño Dante, que ahora parecía cansado de tanto llorar y descansaba agitado en sus brazos.

—No sé cómo cuidarlo, madre. Me temo que no soy suficiente para él —confesó Ángelo, con el peso de la responsabilidad hundiéndolo cada vez más.

Vittoria esbozó una leve sonrisa, como si hubiera estado esperando ese momento.

—Yo puedo ayudarte, querido. De hecho, creo que Beatrice sería la persona ideal para cuidar de Dante. Tiene un instinto maternal admirable y una conexión con él. ¿Te parece bien si la llamo?

Ángelo vaciló unos instantes, pero al final, asintió, incapaz de encontrar otra solución. 

La idea de tener a alguien cercano para cuidar de su hijo le daba cierta tranquilidad, aunque una sombra de inquietud aún permanecía en su interior.

—Está bien, madre —aceptó finalmente—. Llámala, que venga cuanto antes.

Vittoria sonrió satisfecha, y con un gesto de aprobación, se levantó para hacer la llamada. 

Ángelo miró a su hijo una vez más, tratando de convencerse de que estaba haciendo lo correcto, sin sospechar que la decisión que acababa de tomar solo los hundiría a ambos en un abismo más profundo.

***

Renata sintió cómo sus brazos y piernas eran sujetados con correas de cuero, apretadas con crueldad alrededor de sus muñecas y tobillos. 

El frío de la camilla metálica le calaba hasta los huesos, y la luz pálida y cegadora que colgaba del techo se volvía un punto brillante que comenzaba a nublarle la vista. 

Su respiración se aceleró, y la angustia en su pecho se transformó en una presión sofocante.

—¿Por qué… por qué me están haciendo esto? —murmuró, mirando a las figuras con batas blancas que se movían a su alrededor, impasibles.

Uno de ellos, el mismo enfermero de mirada cruel que la había intimidado días atrás, se inclinó hacia ella con una sonrisa burlona.

—¿Por qué? ¿De verdad no sabes por qué? —se burló, apretando los grilletes en sus muñecas hasta casi hacerle daño—. Esto es lo que te mereces. A tu esposo le ha costado mucho esfuerzo y dinero internarte aquí, y asegura que recibirás el "tratamiento adecuado".

Renata sintió que el estómago se le revolvía al escuchar la palabra "esposo".

—No… no es posible. Ángelo… él no haría algo así —musitó, aunque sus palabras sonaban débiles incluso para ella misma. La confusión y el miedo comenzaban a apoderarse de su mente.

El enfermero soltó una carcajada mientras ajustaba los cables en su frente y sienes, como si sus palabras fueran un chiste privado.

—¿De verdad eres tan ingenua? —siseó, inclinándose más cerca de ella—. Ángelo Bellucci jamás te amó, querida. De hecho, ¿no sabías que solo te soportó por un contrato? Te internó aquí porque eres una vergüenza, una esposa inestable, una madre peligrosa.

Las palabras cayeron sobre ella como una lluvia helada, cada una clavándose en su mente como una espina. 

Intentó mirar hacia otro lado, pero el enfermero le sujetó el rostro, obligándola a ver directamente al dispositivo que tenía sobre ella, como si quisiera que cada segundo de tortura fuera grabado en su memoria.

—¿Sabías que nunca quiso tener un hijo contigo? —continuó el enfermero, acercándose aún más—. Te considera una carga. Está aquí porque debe, no porque quiera. Y tú, ahora… ni siquiera eres útil para eso.

—No… no… ¡No puede ser verdad! —Renata cerró los ojos con fuerza, tratando de bloquear sus palabras, pero el sonido de la máquina encendiéndose a su lado la hizo abrirlos de golpe. Su respiración se volvió aún más errática, y el miedo comenzó a transformarse en otra cosa… en algo más oscuro.

El enfermero sonrió, satisfecho, y, sin dejar de mirarla, levantó un protector bucal de goma y lo acercó a su rostro.

—Será mejor que mantengas la boca cerrada, ¿entiendes? —dijo mientras le colocaba el protector bucal con brusquedad, asegurándose de que ella no pudiera hacer ningún ruido—. No querrás perder más de lo que ya has perdido.

Renata, con los ojos llenos de terror, intentó protestar, pero sus palabras quedaron ahogadas contra el protector. 

La impotencia se apoderó de ella, y una mezcla de odio y desesperación comenzó a llenar su pecho. 

Las palabras del enfermero seguían clavándose en su mente, alimentando algo más profundo.

Él, satisfecho, apretó el botón. 

Una descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Renata, sacudiéndola con una violencia que le arrancó un grito ahogado, sofocado contra el protector. 

La corriente le quemaba los nervios, y su visión comenzó a volverse borrosa, pero las palabras del enfermero seguían clavándose en su mente, alimentando algo más profundo.

—Eso es, resiste, esposa devota —murmuró él, en tono burlón—. Así lo quiere tu querido Ángelo. Pagó especialmente para que sintieras cada segundo de esta terapia. Dijo que una mala esposa merece un castigo adecuado.

Renata, temblando aún por el efecto de la descarga, lo miró con ojos llenos de furia, odio y dolor. 

La imagen de Ángelo, que hasta hacía unos días era la de su esposo y el hombre que amaba, comenzó a transformarse en una figura oscura, alguien que la había traicionado, que la había arrojado a la locura.

—Esto es lo que te espera cada día, Renata —murmuró el enfermero, alzando el mentón con una sonrisa fría—. Mientras sigas siendo la carga que eres, mientras él pague para que te recuerden lo insignificante que eres.

Renata, sin fuerzas y rota en su interior, sintió cómo el odio por Ángelo crecía en su corazón. 

La idea de volver a verlo, de mirarlo a los ojos y exigirle una respuesta, se convirtió en el único pensamiento, y lo único que la motivaba a luchar para no enloquecer era la idea de recuperar a su hijo.

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