Habían pasado ya algunos días desde que Renata había sido internada en el psiquiátrico, y la casa, que antes vibraba con la calidez de una familia recién formada, ahora se sentía sombría y vacía.
El pequeño Dante, de apenas dos meses, lloraba sin cesar, sus llantos resonando en cada rincón de la mansión.
Ángelo lo acunaba en sus brazos, intentando calmarlo, pero el bebé parecía inconsolable, como si reclamara la presencia de su madre ausente.
Desesperado y agotado, Ángelo buscó refugio en la única persona que siempre había sido una constante en su vida: su madre, Vittoria.
La encontró en el salón, su presencia imponente y serena, como si nada pudiera perturbarla.
Con el bebé aun llorando en sus brazos, Ángelo suspiró profundamente y se acercó a ella, sintiendo que la duda comenzaba a enredarse en su mente.
—Madre, ¿crees que…? —comenzó, sin atreverse a mirar a Vittoria directamente a los ojos—. ¿Crees que tal vez fue una mala idea internar a Renata en el psiquiátrico? —preguntó, su voz llena de incertidumbre.
Vittoria dejó escapar un suspiro, como si el peso de la pregunta fuera una carga más que debía soportar.
Sus ojos fríos se posaron en su hijo, y sin un atisbo de vacilación, sacudió la cabeza.
—Ángelo, fue la mejor decisión que pudiste tomar —respondió con firmeza—. Esa mujer estaba completamente fuera de control. ¿O acaso olvidaste lo que le hizo a Beatrice, ella era como su hermana? Renata es un peligro… y, entre nosotros, jamás me agradó para esposa de un Bellucci.
Ángelo la miró, aun sintiendo una punzada de duda en su pecho.
—Pero… no puedo dejar de pensar en Dante. Está claro que extraña a su madre —insistió, acariciando suavemente la cabecita del bebé, que seguía llorando.
Vittoria suspiró, como si sintiera compasión.
—Escúchame bien, Ángelo. Hiciste lo correcto. Beatrice me confesó algo sobre Renata que tú desconocías… algo que te demuestra que esto fue, sin duda, lo mejor.
Ángelo frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
Vittoria se inclinó hacia él y le dijo en voz baja:
—Me contó que, en la adolescencia, Renata sufrió problemas de depresión severa. Incluso… intentó atentar contra su vida. No es la primera vez que ha sido una amenaza para sí misma… y ahora también para los demás. ¿De verdad quieres a alguien así cerca de tu hijo?
Las palabras de su madre lo golpearon como un golpe de realidad.
Ángelo apretó los labios, sintiendo que la duda retrocedía un poco, y asintió.
Sus ojos se posaron nuevamente en el pequeño Dante, que ahora parecía cansado de tanto llorar y descansaba agitado en sus brazos.
—No sé cómo cuidarlo, madre. Me temo que no soy suficiente para él —confesó Ángelo, con el peso de la responsabilidad hundiéndolo cada vez más.
Vittoria esbozó una leve sonrisa, como si hubiera estado esperando ese momento.
—Yo puedo ayudarte, querido. De hecho, creo que Beatrice sería la persona ideal para cuidar de Dante. Tiene un instinto maternal admirable y una conexión con él. ¿Te parece bien si la llamo?
Ángelo vaciló unos instantes, pero al final, asintió, incapaz de encontrar otra solución.
La idea de tener a alguien cercano para cuidar de su hijo le daba cierta tranquilidad, aunque una sombra de inquietud aún permanecía en su interior.
—Está bien, madre —aceptó finalmente—. Llámala, que venga cuanto antes.
Vittoria sonrió satisfecha, y con un gesto de aprobación, se levantó para hacer la llamada.
Ángelo miró a su hijo una vez más, tratando de convencerse de que estaba haciendo lo correcto, sin sospechar que la decisión que acababa de tomar solo los hundiría a ambos en un abismo más profundo.
***
Renata sintió cómo sus brazos y piernas eran sujetados con correas de cuero, apretadas con crueldad alrededor de sus muñecas y tobillos.
El frío de la camilla metálica le calaba hasta los huesos, y la luz pálida y cegadora que colgaba del techo se volvía un punto brillante que comenzaba a nublarle la vista.
Su respiración se aceleró, y la angustia en su pecho se transformó en una presión sofocante.
—¿Por qué… por qué me están haciendo esto? —murmuró, mirando a las figuras con batas blancas que se movían a su alrededor, impasibles.
Uno de ellos, el mismo enfermero de mirada cruel que la había intimidado días atrás, se inclinó hacia ella con una sonrisa burlona.
—¿Por qué? ¿De verdad no sabes por qué? —se burló, apretando los grilletes en sus muñecas hasta casi hacerle daño—. Esto es lo que te mereces. A tu esposo le ha costado mucho esfuerzo y dinero internarte aquí, y asegura que recibirás el "tratamiento adecuado".
Renata sintió que el estómago se le revolvía al escuchar la palabra "esposo".
—No… no es posible. Ángelo… él no haría algo así —musitó, aunque sus palabras sonaban débiles incluso para ella misma. La confusión y el miedo comenzaban a apoderarse de su mente.
El enfermero soltó una carcajada mientras ajustaba los cables en su frente y sienes, como si sus palabras fueran un chiste privado.
—¿De verdad eres tan ingenua? —siseó, inclinándose más cerca de ella—. Ángelo Bellucci jamás te amó, querida. De hecho, ¿no sabías que solo te soportó por un contrato? Te internó aquí porque eres una vergüenza, una esposa inestable, una madre peligrosa.
Las palabras cayeron sobre ella como una lluvia helada, cada una clavándose en su mente como una espina.
Intentó mirar hacia otro lado, pero el enfermero le sujetó el rostro, obligándola a ver directamente al dispositivo que tenía sobre ella, como si quisiera que cada segundo de tortura fuera grabado en su memoria.
—¿Sabías que nunca quiso tener un hijo contigo? —continuó el enfermero, acercándose aún más—. Te considera una carga. Está aquí porque debe, no porque quiera. Y tú, ahora… ni siquiera eres útil para eso.
—No… no… ¡No puede ser verdad! —Renata cerró los ojos con fuerza, tratando de bloquear sus palabras, pero el sonido de la máquina encendiéndose a su lado la hizo abrirlos de golpe. Su respiración se volvió aún más errática, y el miedo comenzó a transformarse en otra cosa… en algo más oscuro.
El enfermero sonrió, satisfecho, y, sin dejar de mirarla, levantó un protector bucal de goma y lo acercó a su rostro.
—Será mejor que mantengas la boca cerrada, ¿entiendes? —dijo mientras le colocaba el protector bucal con brusquedad, asegurándose de que ella no pudiera hacer ningún ruido—. No querrás perder más de lo que ya has perdido.
Renata, con los ojos llenos de terror, intentó protestar, pero sus palabras quedaron ahogadas contra el protector.
La impotencia se apoderó de ella, y una mezcla de odio y desesperación comenzó a llenar su pecho.
Las palabras del enfermero seguían clavándose en su mente, alimentando algo más profundo.
Él, satisfecho, apretó el botón.
Una descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Renata, sacudiéndola con una violencia que le arrancó un grito ahogado, sofocado contra el protector.
La corriente le quemaba los nervios, y su visión comenzó a volverse borrosa, pero las palabras del enfermero seguían clavándose en su mente, alimentando algo más profundo.
—Eso es, resiste, esposa devota —murmuró él, en tono burlón—. Así lo quiere tu querido Ángelo. Pagó especialmente para que sintieras cada segundo de esta terapia. Dijo que una mala esposa merece un castigo adecuado.
Renata, temblando aún por el efecto de la descarga, lo miró con ojos llenos de furia, odio y dolor.
La imagen de Ángelo, que hasta hacía unos días era la de su esposo y el hombre que amaba, comenzó a transformarse en una figura oscura, alguien que la había traicionado, que la había arrojado a la locura.
—Esto es lo que te espera cada día, Renata —murmuró el enfermero, alzando el mentón con una sonrisa fría—. Mientras sigas siendo la carga que eres, mientras él pague para que te recuerden lo insignificante que eres.
Renata, sin fuerzas y rota en su interior, sintió cómo el odio por Ángelo crecía en su corazón.
La idea de volver a verlo, de mirarlo a los ojos y exigirle una respuesta, se convirtió en el único pensamiento, y lo único que la motivaba a luchar para no enloquecer era la idea de recuperar a su hijo.
Unos días después, Ángelo se detuvo frente a las puertas del hospital psiquiátrico, sintiendo un peso desconocido en el pecho. Había venido para asegurarse de que había hecho lo correcto, de que Renata, la mujer con quien había compartido los últimos años, estaba realmente mejor allí, lejos de su hijo, lejos de él. Pero la duda seguía agazapada en su mente, carcomiéndole la conciencia.Un hombre alto y de porte serio, vestido con una bata blanca, lo recibió en la entrada. Su rostro era severo y su mirada, casi vacía, le recordaba que este no era un lugar para personas sanas. Era el director del hospital, el Dr. Santori.—Señor Bellucci, bienvenido —saludó el director con una inclinación de cabeza. Su voz era fría y profesional, carente de toda emoción.—Doctor, he venido a saber cómo… cómo está mi esposa —dijo Ángelo, intentando que su voz sonara segura, aunque no pudo evitar que un leve temblor se colara en sus palabras.El Dr. Santori asintió, pero en sus ojos brillaba un destello
El sonido de la máquina de electroshock se encendió con un zumbido escalofriante. Renata estaba inmovilizada sobre la camilla, su cuerpo atado con correas, y sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejaban un dolor profundo y una angustia insondable. Los enfermeros preparaban los electrodos, sin prestar atención a los temblores que recorrían su cuerpo cada vez que uno de ellos se acercaba a ajustar los dispositivos.—¿Todo listo? —preguntó el enfermero con un tono mecánico y casi aburrido.—Adelante —respondió otro, a punto de apretar el botón que iniciaría la descarga.—¡Esperen! —La voz de un hombre los interrumpió de golpe, firme y autoritaria.Los enfermeros se detuvieron, sorprendidos, y se giraron para ver al recién llegado. Era un hombre alto, de mirada penetrante y expresión decidida, vestido con una bata blanca que denotaba su rol médico.—¿Qué es esto? —preguntó el psiquiatra, mirando la camilla y los preparativos con una mezcla de incredulidad y desaprobación—. ¿Qué est
Doménico observó a Renata desde el otro lado de la pequeña mesa de metal en la sala de entrevistas. Su aspecto era desolador: la piel pálida, las ojeras marcadas y un temblor casi imperceptible en las manos. Tenía las muñecas marcadas con ligeras contusiones, y su cuerpo parecía desgastado, como si llevara una eternidad sufriendo en ese lugar.Renata mantuvo la mirada baja, evitando los ojos de Doménico, pero él pudo notar el destello de miedo y agotamiento en su expresión. Tomó un suspiro profundo, tratando de encontrar el tono adecuado para no alarmarla más.—Renata —comenzó con voz suave, observándola atentamente—, quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. Todo lo que me digas queda entre nosotros, y estoy comprometido a tratarte con respeto y comprensión. ¿Me puedes contar qué ha pasado desde que llegaste aquí?Renata alzó la vista lentamente, con sus ojos llenos de un dolor silencioso. Dudó un momento, como si temiera decir algo que empeorara su situación, pero el tono am
Vittoria caminaba con paso seguro por los pasillos fríos del hospital, satisfecha de haber logrado que el doctor Doménico Ricci estuviera ausente durante su visita. Al llegar a la puerta de la habitación de Renata, pidió que la dejaran entrar sola, aunque solicitó que los enfermeros permanecieran afuera, listos para intervenir si era necesario.Al abrir la puerta, encontró a Renata sentada en el suelo, con el cabello enmarañado y el rostro pálido, arrullando el viejo muñeco contra su pecho como si fuera su propio hijo. La imagen la complació profundamente; una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro mientras cerraba la puerta tras ella.—Renata, querida —comenzó Vittoria con tono dulce, acercándose lentamente—. Vine a traerte una noticia… unos documentos que te harán bien.Renata ni siquiera lo oyó, enfocando su vista en un punto vacío y continuando con el arrullo al muñeco.Vittoria soltó una risa fría.—No te hagas la desentendida, Renata. ¿Sabes lo que vine a darte? —dijo,
Vittoria llegó a la mansión con el rostro cubierto de arañazos, los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, como si la experiencia que acababa de vivir la hubiera destrozado por completo. Ángelo, al verla entrar en ese estado, se acercó de inmediato, alarmado.—¡Mamá! ¿Qué te ha pasado? —preguntó, sujetándola por los hombros con preocupación.Vittoria dejó escapar un sollozo, llevando una mano temblorosa a su rostro lastimado, e inclinó la cabeza como si revivir lo ocurrido fuera demasiado doloroso.—Fui a ver a Renata al hospital, Ángelo. Pensé que quizás un rostro familiar la calmaría, pero... está completamente fuera de control —dijo entre sollozos, como si estuviera reviviendo la escena—. Intenté hablarle de Dante, de ti, de que tenía que tranquilizarse para mejorar… y en un instante… se abalanzó sobre mí como una furia. —Su voz se quebró—. Me atacó, me arañó… sus ojos estaban llenos de odio.Ángelo la miró, sin palabras, observando el rostro de su madre con sorpresa y rabia co
El hospital psiquiátrico, normalmente monótono y sombrío, se sumió en una tensión apenas perceptible el día en que Marco Santori, el hijo del director regresó de sus vacaciones. Marco era conocido entre el personal por su naturaleza sádica y su obsesión por someter a los pacientes a tormentos que iban más allá de cualquier protocolo médico. Para él, el sufrimiento de los demás no era más que entretenimiento, y aunque todos lo sabían, nadie se atrevía a enfrentarlo, pues la influencia de su padre lo protegía de cualquier consecuencia.Ese mismo día, mientras Marco caminaba por el patio observando a los pacientes con su característica sonrisa maliciosa, algo llamó su atención. En un rincón del área de descanso, vio a una mujer de cabello largo y castaño claro, con una piel suave y un rostro marcado por la tristeza y el agotamiento. Había algo en su postura, en la manera en que miraba al vacío, que lo intrigó más de lo que hubiera esperado.—¿Y esa quién es? —preguntó a un enfermero
Marco observó a Renata desde la distancia unos instantes más, notando cada detalle de su apariencia. La forma en que abrazaba un viejo muñeco y lo arrullaba como si fuera un bebé captó su atención. Sus ojos vacíos y fijos en el juguete, la forma en que parecía perdida en su propio mundo, le dieron a Marco la seguridad de que estaba frente a una mujer quebrada, una que podría manipular sin esfuerzo.Se acercó a ella con cautela, ajustando su expresión a una máscara de falsa amabilidad. Sabía que debía aparentar ser alguien confiable si quería ganarse su atención, aunque fuera solo por un instante.—Hola… ¿Renata, cierto? —murmuró, manteniendo su tono suave y cuidadoso mientras tomaba asiento junto a ella en el banco del patio.Renata no respondió. Su mirada seguía clavada en el muñeco, y sus labios murmuraban palabras inaudibles, arrullándolo con una dulzura que contrastaba dolorosamente con su entorno. Marco se inclinó ligeramente, fingiendo interés.—¿Sabes? Quiero ayudarte —dijo
Doménico llegó al hospital como de costumbre, pero al no encontrar a Renata en su alcoba, una inquietud inmediata lo invadió. Sabía que ella no abandonaba su habitación sin permiso y, generalmente, se mantenía en el área asignada. Se dirigió a una de las enfermeras, su rostro reflejando preocupación.—¿Dónde está Renata Moretti? —preguntó con tono autoritario.La enfermera bajó la mirada, dudando un instante antes de responder.—Tuvo… una crisis esta mañana, doctor Ricci. La llevaron a la enfermería y fue sedada para que pudiera calmarse.Doménico frunció el ceño, cada palabra de la enfermera aumentaba su inquietud.—¿Una crisis? —repitió, incrédulo—. ¿Por qué no fui notificado?La enfermera se limitó a encogerse de hombros, evitando responder. Doménico no perdió tiempo y se dirigió rápidamente hacia la enfermería. Al llegar, encontró a Renata dormida, su rostro pálido y su respiración irregular. La escena le provocó una punzada de angustia y un mal presentimiento que no podía ig