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La Niñera del DIABLO
La Niñera del DIABLO
Por: Francis Wil
Capítulo 1 —La escultura

Capítulo 1 —La escultura

Narrador:

El estruendo cortó el aire. Un golpe seco. Un choque brutal. Un sonido de quiebre que atravesó la opulencia de la galería como un disparo en la oscuridad. Por un segundo, el tiempo se detuvo. El murmullo de conversaciones se apagó.

La música dejó de existir. Todo quedó suspendido en el vacío.

Aylin parpadeó, con la respiración atrapada en su garganta.

Los ojos le ardieron. El corazón bombeaba con tanta fuerza que lo sintió en los oídos. Sus pupilas bajaron. Y ahí estaba. El desastre.

Los fragmentos de cristal relucían cruelmente en el mármol blanco, esparcidos como los restos de un crimen imperdonable.

Había roto algo. Algo importante. Algo que, seguramente, no podría pagar.

El eco del impacto aún vibraba en sus huesos. Los cuchicheos no tardaron en comenzar. Un murmullo bajo, sibilante, creciendo como una ola de veneno.

—Dios… ¿qué fue eso?

 —¿Se volvió loca?

—¿Sabe siquiera cuánto costaba eso?

Aylin sintió la sangre huirle del rostro.

Sus dedos se crisparon a los costados de su cuerpo, pero no pudo moverse.

El pánico subió por su espalda como un látigo helado. Su respiración era rápida, errática. Su cerebro gritaba que huyera. Pero sus piernas estaban enraizadas en el suelo.

Una estatua entre los restos de otra. Las miradas se clavaban en ella.

Pesadas. Juzgadoras. Cargadas de superioridad disfrazada de asombro.

—¿Quién la dejó entrar aquí?

  —Deberían llamar a seguridad.

  —¿Seguirá de pie mucho tiempo?

El aire se volvió sofocante. La presión en su pecho era insoportable.

Un paso. Alguien se movió. Y entonces el mundo cambió.

El aire se volvió más denso, frío, cortante.

Aylin lo sintió antes de verlo.

No era un ruido. No era una palabra. Era una presencia, una sombra que lo devoró todo.

Su estómago se contrajo. Un escalofrío subió por su columna.

Y lentamente, con el terror goteándole en la piel, giró la cabeza.

Y ahí estaba él. Roman Adler. El dueño del lugar. El dueño de todo. Alto. Imponente. Vestido de ne*gro con una elegancia que no necesitaba esfuerzo. No era solo un CEO. No era solo un hombre de negocios. Era un depredador en su propio terreno de caza.

Sus ojos eran oscuros, no vacíos, pero sí oscuros como la tormenta que precede al desastre.

Sus facciones eran esculpidas, afiladas, marcadas por una severidad natural. No tenía que hablar para intimidar. Un abismo impenetrable que no dejaba ver nada, salvo una paciencia inquietante. No había rabia en su expresión. No había furia contenida. Había algo peor. Había un análisis. Roman Adler la estaba viendo. Midiéndola. Como si fuera un insecto atrapado en un frasco.

Aylin sintió que el miedo trepó por su espalda como una garra invisible.

La sala se sentía más pequeña con él dentro. No porque estuviera cerca.

Sino porque su presencia lo ocupaba todo. El aire se volvió espeso.

El murmullo de la gente se transformó en un eco lejano.

Nada existía en ese momento.Solo él.

Y su mirada sobre ella.

Entonces habló. Y su voz fue la peor parte.

—¿Qué hiciste?

El sonido bajo, profundo, desgarró el aire como un cuchillo deslizándose lentamente sobre la piel. No fue un grito. No lo necesitaba. Cada persona en la sala contuvo el aliento.

Aylin sintió el peso de la pregunta aplastándola. Sus labios se separaron, pero no encontró la voz. El pánico la tenía agarrada del cuello.

—Yo… fue un accidente…

Roman bajó la mirada lentamente.

Los restos de la escultura rota seguían ahí, brillando como una humillación esparcida en el suelo.

Cuando volvió a levantar la vista, su expresión no había cambiado. Pero algo en el aire se volvió más espeso.

—¿Un accidente? —Cada sílaba cayó con un peso imposible.

Aylin sintió las miradas en su nuca, quemándole la piel.

—No lo vi… no fue intencional…

Roman inclinó la cabeza, observándola con una calma inquietante.

—Eso no cambia el resultado.

El murmullo entre los invitados era un susurro venenoso.

Ella tragó saliva. Cada latido de su corazón dolía.

—Lo pagaré.

El silencio que cayó sobre la galería fue brutal. Roman soltó una risa baja, seca, sin humor.

—¿Sí? —Aylin sintió el vértigo apretarle el pecho. Él la miró como si estuviera esperando algo. Algo que ella no podía darle. —¿Cuánto tienes en tu cuenta bancaria? —El calor subió a sus mejillas, pero no de ira. De vergüenza. No tenía que responder. Ambos sabían la respuesta. Roman sonrió de manera letal. —Exacto. —Aylin sintió las piernas fallarle. Esto no estaba pasando, esto no podía estar pasándole. Las miradas se clavaban en su piel, cada una más cruel que la anterior. Entonces Roman habló otra vez. Y cada músculo de su cuerpo se congeló. —Voy a demandarte.

El vértigo la golpeó con una fuerza aterradora. Su respiración se volvió errática.

—No puedo permitirme una demanda…

Roman inclinó apenas la cabeza. Su expresión no cambió.

—Lo imagino.

Las miradas seguían ahí, devorándola, juzgándola. El aire era asfixiante.

—Por favor…

Su propia voz sonó rota. Roman la observó con la paciencia de alguien que ya sabe el final del juego.

—¿Por favor qué?

Aylin sintió un escalofrío treparle por la espalda. No podía respirar, no podía pensar, no podía escapar.

—¿Podría haber otra manera de arreglar esto? —su voz se escabulló timidamente

Roman soltó un suspiro casi perezoso.

—¿Sí?

El tono de burla apenas se asomó en su voz, pero ella lo sintió en cada célula de su cuerpo.

—¿Podría...?

Roman dejó que el silencio se estirara entre ellos, dejando que su desesperación se hiciera más visible.

Entonces, se movió. Antes de que pudiera reaccionar, su mano se cerró sobre su muñeca.

El contacto fue un choque eléctrico. Firme. Inevitable. Aylin sintió el calor de su piel contra la suya. Jadeó.

—Ven conmigo.

No fue una petición. Fue una orden. Su agarre era absoluto. Indiscutible.

—Suélteme…

Roman la ignoró.

Sin esfuerzo, tiró de ella.

Aylin tropezó en sus propios pasos, sintiendo la presión de su mano controlando cada movimiento.

Las miradas la siguieron mientras la arrastraba con él. Humillación pura.

Roman caminó con seguridad implacable, sin prisa, pero sin darle opción de resistencia. El aire a su alrededor se volvió aún más opresivo.

Nadie se atrevió a detenerlos. Nadie osó interponerse en su camino. Roman Adler no pedía permiso. Roman Adler no explicaba sus decisiones. Roman Adler solo tomaba lo que quería. Empujó una puerta lateral con facilidad. Y, sin soltarla, la metió dentro. La puerta se cerró tras ellos. El sonido fue un golpe sordo que marcó su sentencia. Silencio absoluto. Aire caliente. Y ella, atrapada con él.

La habitación era pequeña. La luz tenue proyectaba sombras largas en las paredes. Un escritorio de caoba. Un sofá de cuero. Muy poco aire.

Aylin giró sobre sus talones, sintiendo la piel arder donde él la había tocado.

Demasiado cerca. Su pecho subía y bajaba con la respiración entrecortada.

—¿Qué cree que está haciendo?

Roman no respondió. No de inmediato. Solo la miró. Con paciencia cruel.

—Evitando un escándalo mayor.

—¿Mayor que arrastrarme hasta aquí como si fuera un saco de papas?

Roman esbozó una media sonrisa.

—No, pero sí menor que llamar a seguridad y verte salir esposada. —El golpe de realidad la dejó sin aire. Aylin apretó los labios, tragándose el temblor en su garganta. —Voy a demandarte.

Su tono fue sereno. Frío. No estaba amenazando. Estaba anunciando un hecho.

El pánico volvió a tomarle el pecho.

—No puede hacer eso, no tengo dinero…

Roman inclinó la cabeza.

—Eso es más que obvio.

Aylin sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Cada palabra de él sonaba inapelable. Cada segundo en esa sala hacía que el aire se volviera más denso.

—Por favor… —Su propia voz fue un susurro ahogado.

Roman la observó con la paciencia de un cazador.

—¿Por favor qué?

Aylin sintió los labios temblar.

—Tiene que haber otra forma…

Roman soltó un suspiro casi perezoso.

—¿Sí, tu crees que la hay? —El tono de burla apenas se asomó en su voz, pero ella lo sintió en cada célula de su cuerpo. Roman dejó que el silencio se estirara entre ellos, dejando que su desesperación se hiciera más visible. —¿Qué estabas haciendo aquí?

Aylin parpadeó. La pregunta la tomó desprevenida.

—¿Perdón?

—Este no es tu ambiente. No pareces alguien que pertenezca aquí.

Aylin sintió un escalofrío.

—Fue un error…

Roman levantó una ceja con burla sutil.

—¿Un error?

—Me equivoqué de dirección. Tenía una entrevista de trabajo y confundí la dirección.

El silencio entre ellos fue afilado. Por alguna razón, sus palabras parecieron divertirlo. Una sombra de sonrisa cruzó su rostro.

—Curioso.

Aylin sintió los latidos en sus oídos.

—¿Qué…?

Roman se inclinó apenas. Lo suficiente para que su aliento rozara su mejilla.

—Al final, tal vez si haya una manera de pagarme —los ojos de Aylin se desorbitaron y él rió sabiendo que ella pensaba lo peor —Podría ofrecerte un trabajo.

El mundo pareció tambalearse bajo sus pies.

—¿Un… qué?

Roman la observó. Su calma era peligrosa.

—Necesito a alguien que cuide a mi hija.

El aire se volvió más denso. Aylin sintió su piel erizarse.

—¿A su hija…?

Roman asintió lentamente.

—Tiene trece años.

Aylin sintió vértigo.

—No sé nada sobre adolescentes.

Roman no parpadeó.

—Aprenderás.

Aylin tragó saliva con dificultad.

La trampa se cerró en su mente.

—No voy a aceptar…

—Si no lo haces, me aseguraré de que no consigas trabajo en ningún lado. —Aylin sintió su mundo derrumbarse. Roman inclinó la cabeza. Paciencia de cazador. —Decide.

Ella cerró los ojos. Exhaló.

—Está bien.

Roman sonrió como un depredador que acaba de cerrar la trampa.

—Bienvenida a tu nueva vida.

Y Aylin supo que acababa de cometer el peor error.

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