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Capítulo 8 —Un buen padre

Capítulo 8 —Un buen padre

Narrador:

Aylin salió del despacho con el vaso vacío en la mano y la respiración contenida.

Seguía sin entender en qué momento había pasado de prepararse para ser despedida, humillada y probablemente deportada... a terminar brindando con whisky con Roman Adler, como si aquella locura hubiera sido digna de aplausos.

El eco de su risa seguía retumbando en su cabeza. Ese hombre no dejaba de descolocarla.

Recorrió el pasillo hasta la cocina, buscando algo que la ayudara a aterrizar.

Llegó a la cocina aún con el pulso acelerado, intentando procesar lo imposible. Creyó que entraría al despacho para recibir su sentencia final, y salió con un whisky en el cuerpo y la aprobación del mismísimo Diablo.

Cuando cruzó la puerta, Amelia levantó la vista de los tomates que estaba picando y le dedicó una sonrisa amplia, casi cómplice.

—Así que sobreviviste —comentó, como si ya supiera perfectamente a qué había ido.

Aylin dejó el vaso sobre la encimera y se apoyó con ambas manos, aún incrédula.

—No solo sobreviví… creo que me felicitó.

Amelia rió por lo bajo, negando con la cabeza.

—Claro que sí. Y lo tienes bien merecido.

Aylin frunció el ceño, confundida.

—¿Perdón?

Amelia dejó el cuchillo a un lado y la miró con aprobación sincera.

—Hacía tiempo que alguien no le ponía límites a Sasha como lo hiciste tú. Créeme, nadie aquí se habría animado a algo así... y menos vaciarle una botella de cola en la cabeza.

Aylin se llevó la mano a la frente, ocultando la sonrisa que amenazaba con escaparse.

—Pensé que me iba a despedir... que me haría pagar la escultura y terminaría en la calle.

Amelia soltó una carcajada discreta.

—Pues no. Aquí, querida, esas son las cosas que se celebran. El serñor Adler no es fácil de sorprender... pero tú lo hiciste y te felicito por ello.

Aylin se dejó caer en una de las sillas, por primera vez sintiendo que, quizá, solo quizá, no estaba tan perdida en aquel infierno. Deslizó los dedos por el borde del vaso, pensativa, antes de levantar la mirada hacia Amelia.

—Amelia… ¿hay algo que a Sasha le gustaría hacer y que el señor Adler no le permita?

Amelia se detuvo, como si la pregunta le cayera de sorpresa. Pensó unos segundos antes de asentir suavemente.

—Sí, claro que lo hay.

—¿Y qué sería?

Amelia suspiró, dejando el cuchillo a un lado y apoyándose en la encimera.

—Ir a la tumba de su madre.

Aylin frunció el ceño, desconcertada.

—¿No la deja?

—No, Aylin—respondió Amelia, bajando un poco la voz—. El señor Adler nunca quiso que Sasha volviera a ese lugar. Dice que es mejor así, que no le hace bien, pero… la ni*ña nunca dejó de quererlo.

Aylin asintió lentamente, sintiendo que, por primera vez, entendía un poco más de la rebeldía de Sasha.

—¿Crees que si lo hablo con ella, quiera ir?

Amelia sonrió apenas, con tristeza.

—Querer, claro que quiere. Lo complicado será que alguien logre convencer al señor Adler, él es un buen padre, ya lo verás, pero en eso creo que se equivoca, Sasha necesita cerrar ese ciclo y sanar esa herdia, pero nadie osa desafiarlo, solo ella y apenas tiene 13 añitos.

Habían pasado un par de días más y la rutina en la mansión parecía haberse estabilizado... o al menos, eso intentaba creer Aylin.

Esa noche, después de lidiar con Sasha y asegurarse de que todo quedara en orden, decidió que merecía un momento de paz. Se dio una ducha larga, dejando que el agua caliente le quitara el cansancio del cuerpo y, por unos minutos, la desconexión del mundo fue completa.

Salió envuelta solo en una toalla que apenas cubría lo necesario, con el cabello húmedo y desordenado cayéndole sobre los hombros. Caminó descalza hacia su habitación, cerrando la puerta sin pensar demasiado. Pero al girar, lo vio. Roman Adler estaba allí, de pie junto a la ventana, como si fuera dueño del aire que respiraba y del espacio que ocupaba.

Soltó un grito ahogado y se llevó la mano al pecho, aferrándose a la toalla con fuerza, como si esa delgada tela pudiera protegerla del susto… y de él.

—¡¿Qué hace aquí?! —exclamó, con los ojos muy abiertos y el corazón golpeándole el pecho.

Roman estaba allí, apoyado casualmente junto a la ventana, pero no había nada casual en su presencia.

—Lo siento, no quería asustarte —dijo con esa voz baja y grave que le recorría la piel como un roce invisible—Solo que no estoy acostumbrado a tocar las puertas de mi propia casa.

Aylin respiraba agitada, tratando de ordenar las ideas mientras él la miraba… y vaya si la miraba. Ese maldito descaro suyo.

No hacía falta que dijera nada más. La forma en que sus ojos recorrían cada centímetro de su piel húmeda, expuesta, como si no tuviera ninguna prisa en desvestirla con la mirada y devorarla sin misericordia, era suficiente.

—Le agradecería… que no se repita, señor Adler —murmuró, intentando sonar firme, aunque por dentro temblaba.

Roman asintió despacio, sin apartar la vista de ella ni un segundo.

—Prometido.

Pero la manera en que lo dijo… Solo logró que Aylin supiera que, en realidad, no estaba prometiendo nada.

Tragó saliva, ajustándose la toalla como si pudiera hacerse invisible bajo ella, pero los ojos de Roman seguían fijos, pesados, desvergonzados.

Intentando recuperar algo de compostura, carraspeó y alzó la voz apenas.

—¿A qué debo su visita, señor Adler?

Roman se apartó de la ventana y comenzó a caminar hacia ella. Despacio. Con esa forma suya tan calculada, como si cada paso estuviera cronometrado para incomodarla al máximo.

Aylin sintió el pulso acelerarse y la respiración volverse traicionera. Su cuerpo reaccionaba antes que su lógica, y lo odiaba por eso.

Cuando Roman estuvo a escasos centímetros, tan cerca que casi podía sentir el calor que emanaba de él, inclinó un poco la cabeza y murmuró:

—Necesito que me pases tu cuenta bancaria. Mañana haré el depósito de tu mensualidad.

Aylin parpadeó, confundida por un segundo, intentando recordar cómo se hablaba mientras él la envolvía con esa presencia suya que parecía devorar el aire.

—No... no tengo cuenta bancaria.

Roman arqueó una ceja, como si aquello le resultara curioso.

—¿No tienes?

—No confío en los bancos. Prefiero efectivo, si no es molestia.

Roman sonrió apenas, de lado, como si aquella respuesta le divirtiera más de la cuenta.

—Efectivo será, entonces.

Pero no se movió. No se apartó. Solo la miró un segundo más, como si grabara la escena en su memoria para repetirla cuando quisiera.

Y Aylin entendió que si él quería hacerle la vida imposible… lo iba a disfrutar.

Aún intentando sostener la compostura, pese a tenerlo tan cerca y sentir cómo su mirada la desnudaba sin pudor, respiró hondo y se atrevió a preguntar:

—Señor Adler… ahora que lo pienso, nunca hablamos de mis honorarios.

Roman no apartó la vista de ella. De hecho, si era posible, la sostuvo aún con más intensidad, como si le divirtiera verla tan vulnerable y, aun así, con el coraje suficiente para discutir términos.

—Cierto —respondió con calma, inclinándose apenas para hablarle más cerca—. Vas a recibir cinco mil mensuales.

Aylin asintió, sorprendida. Era muchísimo dinero para un trabajo así, aunque…

Roman continuó antes de que ella pudiera decir nada:

—Pero… el diez por ciento se irá directo a pagar la escultura que rompiste.

Aylin abrió la boca, incrédula.

—¿Todavía piensa cobrarme por eso?

Roman sonrió, lento, con esa arrogancia deliciosa que tanto la irritaba.

—Desde luego. Rompiste algo mío. Y aquí las deudas se pagan, Aylin.

Ella bajó la mirada un segundo, apretando los labios, pero no replicó. Sabía que discutirle no serviría de nada.

—Como diga, señor Adler.

Roman la observó en silencio, con esa quietud suya que no anunciaba paz, sino tormenta contenida. Y entonces, con una mano firme, le tomó el mentón, obligándola a mirarlo.

—Exactamente. Como yo diga. —Pero no fue solo eso. Con la otra mano, deslizó un dedo por el borde de la toalla, lento, trazando la línea donde la tela apenas cubría la curva superior de sus pechos, como si evaluara si tenía derecho a seguir bajando, como si bastara un mínimo gesto para despojarla de todo. Tiró un poco de la tela, lo justo para que ella contuviera la respiración, pensando que iba a dejarla desnuda. Quedó ahí, sosteniéndola entre el vértigo y el deseo, con la promesa ardiendo entre los dos. —Y todavía no empiezas a pagarme —murmuró junto a su boca, tan cerca que ella pudo sentir su aliento rozarle los labios, cálido, denso, cargado de intención.

Aylin tragó saliva, sin apartar la mirada de esos ojos oscuros que parecían devorarla sin prisa.

Roman no se apartó. Se quedó ahí, tan cerca, tan malditamente cerca, que si ella se atrevía a respirar más profundo, sus bocas iban a encontrarse.

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