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Capítulo 6 —Casas de revista

Capítulo 6 —Casas de revista

Narrador:

El viaje transcurrió en un silencio denso, cargado de todo lo que ninguno de los dos decía.

Roman conducía con la misma seguridad con la que dirigía cualquier cosa en su vida, sin prisa pero sin pausa, como si cada semáforo, cada cruce y cada calle formaran parte de un recorrido que conocía de memoria.

Y, en efecto, lo conocía.

Recordaba perfectamente el camino hasta aquella zona olvidada, donde las casas parecían a punto de derrumbarse y el asfalto tenía más grietas que promesas rotas.

Detrás de ellos, una camioneta ne*gra escoltaba el coche, silenciosa, discreta, pero imposible de ignorar.

Cuando Roman detuvo el auto frente al edificio, Aylin se apresuró a bajar, apretando el bolso contra el cuerpo, como si eso pudiera darle algo de protección.

Pero Roman también salió.

Ella giró sobre sus talones, frenándolo con una mano temblorosa levantada a medias.

—Señor Adler, no es necesario que me acompañe… —Roman la observó en silencio, con esa mirada que no decía nada y lo decía todo al mismo tiempo. Aylin lo sostuvo apenas dos segundos, hasta que bajó la vista, resignada. —Claro... a usted no se le discute, se le obedece.

Roman sonrió, apenas un destello en los labios, satisfecho.

—Exacto.

Aylin subió las escaleras estrechas hasta el segundo piso, con Roman siguiéndola en completo silencio.

Al llegar, abrió la puerta con suavidad y encendió la luz.

El apartamento era diminuto. Una sola habitación donde todo convivía en un mismo espacio: una cama pequeña junto a una mesa improvisada, una cocinita mínima y estanterías gastadas por el tiempo. Pero estaba impecable.

Todo ordenado al detalle, sin un vaso fuera de lugar, sin una prenda mal doblada.

Roman recorrió el lugar con la mirada, lento, como si estuviera inspeccionando cada rincón.

Lo esperaba peor. Mucho peor.

Pero, de alguna forma, ese orden meticuloso en medio de tan poco, le gustó.

Sin decir nada, se apoyó contra el marco de la puerta mientras Aylin comenzaba a recoger sus cosas.

Roman no la apuró. Solo la observó en silencio, pensando que, por muy humilde que fuera su vida, Aylin se aferraba a ella con la misma dignidad con la que ahora lo desafiaba a él.

Y por primera vez desde que habían llegado, pensó que no le molestaba tanto tenerla cerca.

Aylin se movía por el pequeño departamento con soltura, concentrada en guardar lo poco que tenía en una maleta vieja. Ni siquiera notó que Roman la observaba desde el marco de la puerta, como si estuviera bajo un microscopio, analizándola en cada detalle, desde la forma en que doblaba la ropa hasta cómo acomodaba cuidadosamente cada objeto.

—¿Le gustaría algo de beber? —preguntó de pronto, sin mirarlo, más por educación que por verdadera intención.

Roman arqueó una ceja, sorprendido por la oferta, pero sin dudar.

—Un café estaría bien.

Aylin abrió la pequeña alacena y revisó entre las latas, los frascos y los paquetes casi vacíos.

Suspiró.

—Solo tengo té…

Roman la miró con esa media sonrisa que no se sabía si era burla o aprobación.

—El té está bien.

Ella asintió y comenzó a preparar el agua, sin notar que él seguía allí, quieto, como si disfrutara viéndola desenvolverse en su pequeño mundo. Aylin sacó con cuidado un pequeño banquito de madera que estaba escondido debajo de la mesa. Lo limpió con la palma de la mano antes de acercárselo.

—Puede sentarse aquí, señor Adler. Lo siento… no tengo muchas opciones. Vivo sola, así que solo tengo un artículo de cada cosa.

Roman asintió, sin rastro de molestia, y se sentó sin protestar, acomodándose como podía en el diminuto asiento que crujió bajo su peso.

Aylin le entregó la única taza que tenía, con el té caliente, mientras ella misma se quedó sentada a los pies de la cama, sosteniendo un vaso con la misma bebida.

La escena era absurda.

Él, con su traje impecable, bebiendo té en una taza despareja, sentado en un banquito incómodo, dentro de aquel diminuto departamento.

Y, aun así, Roman no parecía molesto.

De hecho, había algo en aquella simpleza, en la forma despreocupada con la que Aylin intentaba disimular su vergüenza, que le resultaba… extrañamente agradable.

La observó mientras ella bajaba la vista hacia el vaso, jugueteando con los dedos en el borde, como si quisiera que el momento pasara rápido.

Pero él no tenía prisa.

Y, por primera vez en mucho tiempo, no tenía tampoco intención de irse enseguida.

—Espero que esté bien... —murmuró—. Es té barato, del que venden por paquetes grandes.

—Mientras esté caliente, sirve —respondió sin expresión, pero con una calma inesperada.

Aylin sonrió apenas, tímida, bajando la mirada hacia su vaso.

—Lo siento por las comodidades... o la falta de ellas. Como le dije, solo tengo lo necesario para mí.

Roman la observó mientras ella jugaba con el borde del vaso.

—¿Siempre tan prudente?

Ella frunció ligeramente el ceño.

—¿A qué se refiere?

—A que pides disculpas por no tener más de lo que necesitas.

Aylin encogió los hombros, dándole un trago breve al té antes de responder:

—No tengo mucho, señor Adler. Y cuando tienes poco, aprendes a no esperar visitas. —Roman dejó la taza a un lado, cruzando los brazos mientras la miraba con detenimiento. Aylin terminó de guardar lo poco que tenía. Cerró la maleta con un suspiro largo, como si al hacerlo también sellara la última página de su vida allí. No dijo nada. Solo la observaba desde el banquito, paciente, como si no existiera apuro alguno, como si disfrutar del espectáculo de verla despedirse de su mundo diminuto fuera parte del plan. —Estoy lista —dijo ella al fin, cargando la maleta.

Roman se levantó y le quitó el bolso sin pedir permiso.

—Yo llevo eso.

Ella quiso protestar, pero se mordió la lengua. Ya sabía que discutirle era inútil.

Cuando bajaron, el coche seguía allí, escoltado por la camioneta ne*gra detrás, como si la simple acción de recoger sus cosas fuera una operación secreta.

Aylin se giró una última vez antes de subir al auto. Miró la fachada descascarada de su edificio, las ventanas rotas de la escalera, el zumbido constante del barrio que nunca dormía.

Esa había sido su vida. Hasta hoy. Roman arrancó sin prisa. Todo el camino de regreso transcurrió en silencio. Ella se limitó a mirar por la ventanilla, viendo cómo la ciudad cambiaba a medida que se alejaban. De calles rotas y paredes grafiteadas a avenidas limpias y casas de revista.

Cuando llegaron a la mansión, uno de los empleados salió a recibirlos y tomó la maleta sin que ella pudiera reaccionar.

—Sígueme —ordenó Roman, entrando sin darle tiempo a detenerse.

Cruzaron la entrada, y esta vez, aunque ya conocía la casa, Aylin sintió que era diferente. definitivo. Roman subió las escaleras, y ella detrás, hasta un ala que no había visto antes.

Abrió una puerta doble y señaló hacia dentro.

—Este será tu dormitorio. —Era amplio, luminoso, con una cama grande y ventanales que daban al jardín trasero. Nada que ver con lo que había tenido jamás. —Deja tus cosas. Descansa si quieres. Más tarde hablaremos.

Aylin asintió.

—Gracias, señor Adler.

Roman la miró por un instante, con esa forma suya de analizar sin dar pistas.

—Recuerda lo que te dije, Aylin. Aquí se me obedece.

—Sí, señor, eso ya me ha quedado más que claro.

Roman sonrió apenas, de lado, satisfecho, antes de girar y desaparecer por el pasillo.

Y Aylin se quedó allí, de pie, en medio de una habitación que no sentía suya, preguntándose qué demonios había hecho.

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