La Mascota del Alfa
La Mascota del Alfa
Por: Ana Ley
INTRODUCCIÓN

—Lo siento, Rocky, él no debió hacer esto —me disculpé, sabiendo que el lobo no podía entenderme.

Escuché su gruñido cuando pasé la tela impregnada de agua, tratando de limpiar las heridas que el infeliz de Freud le había causado hace unas horas.

Me detuve, temerosa de que el animal herido pudiera ceder a su naturaleza y hacerme daño. Cuando no lo hizo, procedí a curarlo con toda la delicadeza que pude: le di agua y le acerqué el recipiente con comida que había traído, pero él la evitó y se hizo un ovillo en el sucio y frío suelo del sótano donde Freud lo mantenía encadenado.

Cada día lo notaba más desesperado y triste, como si después de haber pasado todo este tiempo esclavizado, finalmente se hubiera dado por vencido. Tenía que ayudarlo, lo sabía en el fondo de mi ser; yo mejor que nadie entendía lo mucho que alguien podía anhelar la libertad, y pensaba dársela a él sin importar las consecuencias que aquello podría acarrearme.

Había pasado todo ese tiempo tratando de encontrar la m*****a llave, pero no lo había logrado hasta hoy.

Cuando Freud llegó borracho, me propuse seguirlo sigilosamente y me alegré al verlo guardar la pequeña pieza de metal plateada que le devolvería la vida a mi amigo. Apenas se durmió, me escabullí en el granero donde guardaba sus herramientas y su equipo de pesca, abrí la caja llena de anzuelos y ahí estaba: radiante, orgullosa, como si me hubiera estado esperando a que la encontrara desde hace mucho tiempo.

No lo pensé dos veces, la guardé en el bolsillo de mi vestido y corrí al sótano, pero olvidé todo al ver el cuerpo de Rocky masacrado brutalmente. Regresé y conseguí trapos, agua y algo de comida; necesitaría sentirse fuerte si iba a escapar a dondequiera que se encontrara su hogar.

—Tranquilo, esta noche serás libre —espeté sin esperar que él entendiera mis palabras.

El imponente lobo levantó sus orejas y me dio una mirada que casi me hizo pensar que podía hacerlo. Le mostré la llave que le devolvería la libertad y por un momento pude asegurar que sus ojos brillaron con comprensión.

Rocky se levantó del suelo y comenzó a lamer mi rostro con euforia. Aquello me hizo sonreír igual de feliz. Cuando estaba por introducir la llave en el candado de su collar de acero, el sonido de la puerta, seguido de las pisadas fuertes y aterradoras de Freud, me hizo temblar las manos provocando que el metal se resbalara de mis dedos sudorosos por los nervios.

—P-perdón…, lo siento mucho, amigo —murmuré al borde del llanto al verme descubierta.

Sabía las repercusiones que mi tonto acto de valentía me traería, pero lo que más me pesaba era no haber podido liberar a mi amigo de su esclavitud.

El gruñido furioso de Rocky me puso los vellos de punta, pero no iba dirigido a mí, me di cuenta al voltearme y ver a mi dueño de pie frente a mí con el gesto más lleno de rabia que le había visto jamás.

—Yo… —No alcancé a terminar la oración cuando sentí el horrible ardor que recorría la piel de mi mejilla. El ojo parecía querer salirse de su cuenca y el mundo a mi alrededor se tornó borroso. Caí al suelo en un segundo, sin embargo, no duré mucho tiempo así; su mano se aferró al cabello de mi nuca de manera brusca y dolorosa, y me levantó del piso con un solo movimiento.

—¡¿Qué se supone que estás haciendo?! Ahora te gusta de perrito, ¿eh? —se burló, lanzando mi cuerpo sobre su mesa de trabajo—. Vamos a ver qué tanto te gusta, esclava inservible.

Los ladridos de Rocky vibraron en el lugar, pese a eso, no me quejé. Era inútil tratar de defenderme. Tampoco es que fuera la primera vez que Freud violentaba mi cuerpo de esa manera. Yo ya estaba más allá del dolor, el desespero, o la vergüenza. Ya nada de lo que pudiera sucederme me importaba, pues sabía que, el día en que ya no le sirviera más, ese día sería mi fin.

Anhelaba que llegara ese día.

—Cierra los ojos —susurré a Rocky con la esperanza de que pudiera entenderme, pero su furia no hizo más que aumentar. Rasguñó el suelo, tiró de su cadena con todas sus fuerzas, mientras que Freud levantaba mi vestido y liberaba su asquerosa longitud.

—Así me gusta, mugrosa. —El olor rancio de su boca mezclado con el alcohol amenazó con hacerme vomitar, pero eso fue nada comparado con el dolor que me atravesó cuando irrumpió en mi cuerpo con violencia. Sin importar cuántas veces lo hubiera hecho antes, jamás podría acostumbrarme a semejante salvajismo—. Tan apretada como siempre —gimió.

Me estremecí al sentir la fuerte palmada que se estrelló en mi trasero, seguida de las embestidas que me hicieron derramar las primeras lágrimas.

Los jadeos de Freud se mezclaban con los gruñidos de Rocky, y cerré los ojos tratando de salir de mi cuerpo por un momento. Imaginé un bosque iluminado por los hermosos rayos del sol, el sonido de un riachuelo a la distancia me hizo seguir en esa dirección y floté libre hasta llegar al agua que corría alegre hacia el sur. Los animales se acercaron al verme, curiosos, felices, y por un momento me sentí en casa.

No sabría explicar la sensación de libertad que estaba experimentando, pero se sentía familiar: como si ya hubiera estado en ese lugar.

De pronto un chasquido agudo me atrajo a la realidad, el mismo que obligó a Freud a detenerse. Un segundo estuvo a mi espalda, golpeando dentro de mi cuerpo, y al siguiente ya no estaba. Me volví para ver lo que había sucedido, pero tuve que cubrir mi boca y reprimir el grito al encontrar a Rocky furioso arrancando a mordidas la garganta de nuestro captor. La sangre formó un río bajo el cuerpo inerte de Freud, haciendo evidente su muerte.

—¡Rocky! —grité, no obstante, pareció no escucharme—. Es suficiente. ¡Detente! —supliqué, cayendo de rodillas contra el suelo.

El lobo reparó en mí, y por un momento sentí miedo. Su mirada encendida, sus ojos brillaban de un color antinatural que me hizo retroceder. Rocky sacudió su cabeza al notar mi temor y se acercó, bajando sus orejas en señal de rendición.

No iba a hacerme daño. Era mi amigo.

Se escuchó una puerta al abrirse y una voz llamando a Freud desde la entrada de la casa. Era Charles, debíamos irnos antes de que nos encontrara junto al cadáver de su hermano.

—¡Freud, hermano!

—Debes irte —murmuré al lobo, alentándolo a salir—. Vamos, debes escapar.

Pude jurar que se negó con un movimiento de cabeza que jamás había visto hacer a ningún perro. Mordió la falda de mi vestido y comenzó a tirar de ella hasta que me puse de pie.

—Rocky, tienes que salir de aquí, Charles te encontrará y te asesinará al ver lo que le has hecho a su hermano.

Lo empujé hacia la escalera, pero fue inútil; el lobo se negaba a irse sin mí.

—No te preocupes por mí, encontraré la manera de huir, diré que te escapaste y nos atacaste. ¡Vete ahora!

Las pisadas de Charles se alejaron por las escaleras que llevaban a las habitaciones; aún podía salir de la casa sin ser visto, pero debía darse prisa. De un momento a otro, Rocky se alejó y comenzó a caminar hacia la salida; sentí alivio al ver que mi esfuerzo tendría recompensa, que por fin sería libre y regresaría a su hogar, pero todo se desvaneció cuando se detuvo antes de subir el primer escalón y volteó para verme.

Resopló, negando con la cabeza. «Definitivamente eso no es normal», pensé al verlo. Luego se retorció de manera espantosa: sus huesos crujieron y se reacomodaron hasta que se detuvo jadeando sobre el suelo. Me quedé de piedra al verlo, un enorme hombre desnudo y musculoso se encontraba en su lugar.

Rocky —o quienquiera que fuera ese hombre— me regresó la mirada y retrocedí aterrorizada, pero en menos de lo que dura un parpadeo ya estaba frente a mí.

—No grites —ordenó, cubriendo mi boca con sus manos. Su voz rasposa por haber permanecido tantos días sin hablar envió un escalofrío a lo largo de mi columna—. Vamos.

Mis pies se negaron a moverse, dudosa de lo que mis ojos veían. Tal vez era una de esas fantasías que a veces me inventaba para escapar de la realidad.

—No lo es, humana. Estoy justo aquí —señaló, haciéndome saber que lo había dicho en voz alta—. Y tú vienes conmigo.

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