Capítulo V

Selene

Como Freud había prometido, esa noche me hizo una visita. Habían pasado días desde eso y aún podía recordar cada uno de sus gemidos en mi oído cuando me levanté esa mañana. Las náuseas se apoderaron de mí y por un momento sentí terror al imaginar que los anticonceptivos pudieran haber fallado y tuviera la posibilidad de estar embarazada de ese horrible monstruo.

Él mismo me los había dado cuando comenzó a abusar de mí, supuse que lo último que quería era que engendrara a un hijo suyo. Embarazada ya no le serviría a sus propósitos y, por una vez en la vida, estuve de acuerdo con él. Yo tampoco necesitaba una complicación como esa en mi muy espantosa vida.

Me di una ducha rápida que no hizo nada para aliviar la sensación de suciedad de mi cuerpo. Me vestí y salí de la habitación dispuesta a realizar mis tareas. Preparé el desayuno y aseé la casa. Freud había exigido que alimentara a los caballos después de limpiar, así que, ya entrada la tarde, me dirigí a las caballerizas para cumplir con la orden.

Ansiaba terminar con las labores e ir a visitar a mi amigo. Estaba muy contenta de que nos hubiéramos vuelto más cercanos. Él ya aceptaba mi comida sin refutar, y yo me conformaba con hablar durante horas de mi familia, de mi hogar y mis sueños. Aunque no podía responder, era un enorme alivio tener a alguien más con quien poder desahogarme.

—Buenas tardes —saludé a Marcus, el joven que se encargaba del cuidado de las caballerizas, el único que había sido amable conmigo desde que llegué al infierno. El único que no me observaba como a un filete o a un juguete que deseaba romper.

—Buenas tardes, señorita —dijo. Le di una mirada que decía: «ambos sabemos que no soy una señorita», y bajó su cabeza notablemente avergonzado—. ¿Se le ofrece algo? —preguntó, desviando su mirada hacia el caballo que cepillaba con delicadeza.

—El señor Freud me pidió que alimentara a sus caballos —le expliqué. Marcus frunció el entrecejo, confundido. Tanto él como yo sabíamos que esa no era una actividad que me correspondía a mí.

—Adelante —me indicó. Por supuesto que no iría en contra de su jefe—. ¿Sabe cómo hacerlo?

—No creo que sea tan difícil —espeté, encogiéndome de hombros. Caminé hacia la enorme pirámide de fardos de heno y traté de tomar uno, pero el peso me ganó y caí de rodillas.

Marcus estuvo a mi lado enseguida y me extendió su mano para ayudarme a ponerme de pie.

—Gracias —murmuré, dándole una sonrisa tímida que él me regresó.

—Me hubieras dicho que te gustaban mis trabajadores. —La voz burlona de Freud nos sorprendió y nos hizo soltar nuestras manos de prisa.

Marcus dio un paso atrás y yo bajé la cabeza con las piernas temblorosas por el miedo que surgió de inmediato.

—Señor, la señorita se cayó con el heno, solo trataba de ayudarla —se excusó Marcus.

—Lo entiendo, Marcus —dijo Freud tranquilamente—. Eres demasiado inocente para darte cuenta de cómo este tipo de mujeres seducen a los hombres ingenuos como tú.

—Yo no…

—Vamos, pequeña. A la casa.

«No». Sabía que eso no se quedaría así.

—Marcus ven con nosotros y háblale al resto de los hombres.

El joven me dio una mirada de disculpa antes de salir de las caballerizas en busca de los hombres de su jefe. Freud me llevó hacia el interior de la casa y esperamos en silencio hasta que todos sus trabajadores llegaron. Alrededor de diez hombres se colocaron frente a nosotros, y por instinto, mis lágrimas comenzaron a brotar.

—He sorprendido a cada uno de ustedes mirando a mi esclava en más de una ocasión, sé que sueñan con follársela de la manera más sucia posible y… hoy tendrán esa oportunidad. —Mis piernas fallaron al escuchar sus planes, y caí al suelo suplicando piedad con la mirada a los hombres frente a mí, pero la mayoría de ellos se notaba complacido con las noticias—. Estoy de buen humor hoy, y creo que a mi esclava le hace falta un poco de atención extra. Al parecer no es suficiente con la que yo le doy.

—¡Señor, por favor, no me haga esto! —Me aferré a sus botas y besé sus pies—. Haré lo que me pida, pero no permita que me toquen.

—Eso es lo que quiero, pequeña. —Se agachó sujetando mi barbilla y murmuró sobre mis labios—: Quiero ver cómo te rompen hasta que se sacien de ti.

El terror me invadió y comencé a sollozar con fuerza. Supliqué y lloré, pero Freud no parecía cambiar de opinión.

—Jacob, inicia tú —ordenó a su capataz. El hombre no sonrió ni mostró entusiasmo, pero tampoco se negó.

Se acercó a mí con determinación, y no me pasó desapercibida la manera en que acomodó su miembro por encima de su pantalón. Estaba excitado con la idea de usarme; obviamente, no me ayudaría.

—Seré bueno, cariño. —Mi mirada viajó al resto de los hombres. Todos parecían disfrutar de la escena, a excepción de Marcus. Algunos de ellos no perdieron el tiempo y sacaron sus miembros; se estimulaban a sí mismos, esperando su turno para romperme también.

Jacob hizo lo mismo y comenzó a bombear su longitud frente a mi rostro.

—Abre la boca —exigió.

—No, por favor —rogué en un hilo de voz.

—¡Obedece! —increpó Freud—. Abre la m*****a boca o te la abriré yo.

Mis labios temblaron al tiempo en que mis lágrimas se desbordaron por mis mejillas, y más sollozos comenzaron a escapar de mi boca.

Deseaba con todas mis fuerzas que se hundiera la tierra y me tragara. Que un rayo me partiera en dos y morir en ese instante.

Ese era mi límite. No podría seguir viviendo después de ese día.

De pronto, se escuchó un estruendo desde el sótano que alertó a los hombres, seguido de los aullidos del lobo y los rasguños en el piso se volvieron insoportables para nuestros oídos.

El escándalo fue tal que Freud lanzó una maldición y ordenó a sus hombres que fueran a ver.

—¡¿Qué esperan?! Súbanse los pantalones y vayan a ver qué sucede —espetó—. Perdieron su oportunidad.

Jacob me miró con furia antes de guardar su miembro y subir su pantalón, al igual que el resto de los hombres. Freud soltó una carcajada que me hizo estremecer y llegó a mi lado.

—Agradece a ese maldito lobo que no dio tiempo a que mis hombres te violaran, pero, si te vuelvo a ver respirando cerca de uno de ellos, dejaré que te usen hasta que te dejen sin aliento.

Temblé en mi sitio al escuchar sus crudas palabras. Le creía. Sabía que cumpliría su promesa, así como sabía que él mismo había tendido la trampa para meterme en esa situación.

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