Capítulo IV

Selene

La cocina permanecía en silencio cuando subí en busca de más agua y comida para mi nuevo amigo. Apenas llegué a la isla, me derrumbé sobre uno de los bancos, sin poder creer aun lo que había hecho. ¿Cómo se me ocurrió enfrentarme a un animal salvaje sin estar segura de sí estaba atado? ¿Acaso me había vuelto completamente loca, o eran mis enormes ganas de acabar con mi vida las que habían salido a la luz?

Fue peligroso, y estúpido; sin embargo, ahí estaba, buscando más alimento para llevarle como si su arisco comportamiento no me hubiera aterrado.

Tomé dos recipientes más, en uno serví agua y en el otro coloqué un poco de carne cruda del ciervo que Freud había traído hacía poco. Imaginé que le gustaría.

Estaba por bajar de nuevo al sótano cuando recordé que el lobo se quejó de dolor en su pata fracturada. Aún no me atrevía a intentar tocarlo, pero podía darle algo para mitigar su dolor. No lo pensé dos veces y regresé a la cocina, busqué en las gavetas hasta encontrar el medicamento que Freud administraba a sus caballos cuando se lesionaban; era a los únicos a los que les tenía un poco de consideración.

Vertí unas cuantas gotas de Suxibuzona en el agua y recé para que fuera suficiente, y que no lo mataran. No sabía exactamente qué tipo de medicina era, o cuáles serían los efectos secundarios en un lobo, pero deseaba con todo mi corazón que funcionara.

Dejé todo como antes de entrar a la cocina y volví al sótano. Apenas abrí la puerta, los gruñidos de advertencia del lobo me recibieron, pero no me detuve, continué hasta llegar frente a él. Cuando se dio cuenta de que solo era yo, se alejó hacia su esquina después de darme una cara de aburrimiento que no supe cómo me hizo sentir.

—Hola de nuevo, te dije que regresaría. —Le mostré los tazones con agua y comida, los acomodé en el suelo y los acerqué con mi pie un poco, asegurándome de no quedar demasiado cerca como para no poder escapar en caso de que decidiera atacarme.

Era aventurera, por cierto, pero no estaba loca. Aún.

Me dejé caer sobre el último escalón, contemplando al hermoso animal que lamía la sangre de sus heridas como si yo no estuviera justo ahí.

—Entiendo cómo te sientes —hablé, y una vez más me ignoró—. No es fácil ser arrancado de tu hogar, de tu familia y todo lo que conoces, solo para ser tratado como si tu vida no valiera nada. Freud es un sanguinario, como te habrás dado cuenta —espeté amargamente—. Él es así con todos, no lo tomes personal.

Suspiré recargando mi barbilla sobre la palma de mi mano, y mi mente revivió todas las injusticias que ese hombre había cometido conmigo. Sacudí mi cabeza, regresando al presente, y observé los recipientes aún sin tocar; supe que mientras estuviera ahí, el lobo no se acercaría a ellos. No confiaba en mí y era lógico. Yo aún seguía siendo humana, igual que Freud, el hombre que lo trajo al mismo infierno que a mí y, por lo que me di cuenta, le había dado el mismo trato.

—No soy tu enemiga. —Sentí la necesidad de aclarar por segunda vez—. Te ayudaré a sobrevivir y haré todo lo que esté en mis manos para sacarte de aquí, pero debes confiar en mí. Sé que no me entiendes, pero te demostraré que puedo ser tu amiga.

El lobo volteó a verme y, por un segundo creí que había comprendido mis palabras. Luego continuó con lo suyo.

—Bueno, ahora debo irme —me despedí—. Come algo si quieres conservar tu fuerza. Espero poder venir mañana a verte. Descansa, amigo.

Le di una última mirada y subí las escaleras de regreso a mi habitación.

***

La mañana llegó antes de lo que me hubiera gustado. No había dormido mucho, pero por lo menos Freud no se había presentado en mi habitación como prometió; así que fue una noche relativamente tranquila a excepción de que había estado hablando como loca con un lobo salvaje, robé comida para él y le administré medicamentos que no sabía si lo iban a curar o a matar.

Me levanté como siempre e hice mis quehaceres. Me sorprendí al darme cuenta de que Freud ya no se encontraba en casa, pero fue un alivio. En cuanto terminé de limpiar y de preparar la comida, me escabullí al sótano con la esperanza de encontrar vivo al lobo.

—Hola, ¿amigo? —pisé cada escalón con cuidado—, ¿sigues ahí?

Obviamente no respondió, pero escuché cuando se movió y su cadena se arrastró por el suelo.

—Ah, me alegra ver que estás bi… No comiste.

Señalé uno de los tazones que aún contenía la comida que había traído durante la noche. La carne ya comenzaba a apestar y en poco tiempo se llenaría de gusanos; sin embargo, el recipiente del agua se encontraba vacío. Esperaba que la hubiera bebido en lugar de derramarla. El medicamento estaba ahí.

Lo observé por un momento recordando su dolor y, a juzgar por la manera en que daba vueltas enfurecido, supe que el antiinflamatorio había servido de algo.

—Te recuperaste —dije, asombrada al ver que su pata se hallaba justo como debería de estar.

«Nunca había visto que una fractura se curara tan rápido», pensé, pero no tuve tiempo para sobre analizarlo pues su ladrido enojado me regresó al presente.

El lobo bufaba desesperado.

Entendía su coraje, sin embargo, no podía hacer nada por él en ese momento; ni siquiera sabía a dónde había ido Freud, ni cuándo regresaría. No podía arriesgarme a sacarlo y que me descubriera en el acto, ese sería mi fin.

—Tienes que ser paciente —rogué—. Dame tiempo y te sacaré de aquí.

El lobo gruñó en respuesta antes de dejarse caer en su esquina. Mi corazón se oprimió al notar la decepción en su mirada.

Tomé el tazón con la comida echada a perder y salí del sótano en silencio. Me deshice de la carne, lavé el recipiente y lo llené con la comida que ya tenía preparada. Regresé junto al animal y se la ofrecí sin esperar a que comiera. El ruido del motor de la camioneta me alertó y salí corriendo a toda prisa con la esperanza de llegar primero a la puerta que él.

—¡La comida, esclava! —ordenó en cuanto abrí la puerta. Asentí en silencio y, todavía con la respiración agitada por la carrera, me apresuré a llegar a la cocina y serví su plato—. Ah, qué bella es la vida ¿o no, mugrosa? —preguntó, mostrando sus asquerosos dientes con una sonrisa victoriosa que me hizo estremecer.

Dudé de mi respuesta. No sabía si en verdad esperaba que contestara o solo había hecho una pregunta retórica para burlarse de mí.

Por supuesto que la vida era bella, aunque lo sería más sin tipos como él aprovechándose de las familias menos favorecidas.

—Te hice una pregunta, esclava malcriada. ¿Acaso no es bella la vida? —repitió en tono amenazante.

—Lo es, señor —me limité a responder.

—Pronto tendrás compañía y quiero que la instruyas bien —me informó—, le enseñarás a limpiar y tener todo preparado como me gusta. Espero que cocine mejor que tú.

«¿Compañía?». Tal vez se trataba de mi reemplazo.

Esa idea cruzó por mi mente y me aproveché de su reciente buen humor para preguntarle:

—Señor, me gustaría saber cuánto tiempo más debo servir para liquidar la deuda de mi padre.

Una carcajada lo sacudió haciéndolo escupir el bocado sobre su camisa, pero no paró de burlarse de mí.

—Mira lo que has hecho —dijo entre risas macabras—. ¿Quieres saber cuándo serás libre de mí? —preguntó, fingiendo ternura—. Saca tus propias cuentas, esclava; cada vez que haces algo mal te descuento el día y desde que llegaste no has hecho más que equivocarte, ¿aún crees que te librarás rápido de mí?, no te hagas ilusiones.

Luché contra el impulso de derramar mis lágrimas frente a él, pues sabía que solo me ganaría un castigo. Habían sido más de tres meses sirviendo como esclava en su casa y como saco de boxeo para él, y aún no podía tener una certeza de que saldría de aquí con vida.

M*****a fuera mi suerte. Si tan solo pudiera regresar en el tiempo… si hubiera sabido lo que me esperaba, ¿aún mantendría mi decisión?

Esperaba que mi hermana hubiera logrado sus sueños, de lo contrario…

Los pasos acercándose me regresaron al infierno. Freud apretó mis mejillas con una mano y murmuró sobre mis labios:

—Espérame esta noche en tu cama, tengo muchas ganas de recordarte para lo único que eres buena.

Mordió mi labio inferior tan fuerte, que pronto sentí el sabor metálico de la sangre llenando mi boca. Esperé el tiempo suficiente hasta que salió de la casa y lloré.

No pude evitar derrumbarme sobre el lustroso piso de la cocina, uno que yo misma había limpiado hasta dejarlo tan brillante que pude ver mi reflejo en él: un rostro magullado me regresó la mirada. Mis ojos habían perdido el brillo que los caracterizaba y mi labio sangraba al igual que mi corazón.

Busqué a la joven llena de vida y de sueños que anhelaba salir al mundo y ser feliz, pero no la encontré. No había felicidad para mí en este mundo, no había ni un rastro de inocencia en mi piel, en mi alma; había sido arrebatada por la fuerza sin que pudiera defenderme.

Aquello era todo menos la vida que había esperado para mí.

Enjuagué mis lágrimas y me levanté, decidida a terminar con el sufrimiento. Entré a la cocina y busqué en el cajón un cuchillo, el más afilado de ellos.

Con la mano temblorosa, lo coloqué sobre mi muñeca y presioné hasta que apareció una fina línea de sangre brotando de mi piel.

El ladrido del lobo me distrajo y el arma resbaló de mi mano, cayendo al suelo. Observé lo que había estado a punto de hacer y me arrepentí.

—¿Qué hice?

Rápidamente cubrí mi herida con una servilleta hasta que dejé de sangrar. Afortunadamente había sido un corte superficial, por lo que no hubo mayores consecuencias, sin embargo, de no haber sido por ese animal, probablemente hubiera acabado con mi vida en ese momento.

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