Capítulo III

Selene

La mancha de sangre en la ropa de Freud no salía con facilidad. Era la tercera vez que lavaba la prenda y simplemente no quería desaparecer. Me aterrorizaba que descubriera que, otra vez, había tirado una de sus camisas por temor a la golpiza que me esperaba si encontraba alguna imperfección.

La primera vez que se me ocurrió hacerlo, me gané la paliza de mi vida: tres días sin comer y la humillación de caminar desnuda frente a todos sus amigos y empleados durante el tiempo que abarcó mi castigo. No pensaba cometer la misma estupidez dos veces.

—Sal, por favor —supliqué a la mancha de sangre como si pudiera entenderme.

Tallé y tallé la prenda hasta que me dolieron las manos, y sentí un enorme alivio al ver que había disminuido considerablemente. Apenas se alcanzaba a notar una pequeña pinta rosada que esperaba que terminara de desaparecer al secarse al sol.

Orgullosa de mi trabajo, y profundamente aliviada de haber escapado al castigo, llevé la camisa al tendedero y regresé a la casa; aún debía preparar la comida y mantenerla caliente para cuando Freud llegara de las caballerizas. Le gustaba hacerme esperar para que su plato se enfriara y así tener una excusa para azotarme.

Él era un sádico, amaba infringir dolor a criaturas indefensas —como yo—, y uno de sus pasatiempos favoritos era salir de cacería con sus amigos; una bandada de hombres igual de dañados que él. Deberían de estarlo si tenían que soportar sus bajezas y comentarios misóginos, su salvajismo y arranques de ira todo el santo día.

Por mi parte, intentaba ser invisible en la casa: hacía mis labores lo mejor que podía, aguantaba sus golpes y, de vez en cuando, tenía que soportar su presencia en mi cama cuando necesitaba satisfacer sus deseos carnales en mi cuerpo.

Agradecía al cielo que el sexo no era su mayor afición. No tanto como la violencia, al menos. Prefería sus golpes y humillaciones cualquier día de la semana que sentirlo una sola vez profanando mi cuerpo.

Habían transcurrido tres meses desde que crucé las puertas del infierno —como yo lo llamaba—, y aún me parecía que había sido ayer cuando vi por última vez a mis hermanas y a mi madre. Las extrañaba todos los días, sin embargo, debía ser fuerte si quería salir de aquí con la mente intacta cuando la deuda de mi padre fuera saldada y por fin pudiera regresar a casa.

—¿Todavía no has servido la comida? —La horrible voz de Freud me sacó de mis pensamientos y me regresó a la realidad—. ¿Acaso quieres que te azote? Empiezo a creer que disfrutas de mis golpes, pequeña.

Pequeña, mugrosa, malcriada, inútil, esclava… Nunca me llamaba por mi nombre, y yo lo agradecía con todo mi corazón. No necesitaba que ensuciara esa parte de mí también.

—Ahora voy —musité. Serví su plato, ni muy lleno ni muy vacío, como le gustaba. Lo puse frente a él y me quedé esperando sus comentarios despectivos sobre mi sazón, o la temperatura de la comida, pero no hubo ninguno.

Era un buen día. Bendito fuera el cielo.

Freud terminó de comer y se levantó silbando antes de decir:

—Asquerosa, como siempre.

Hice un enorme esfuerzo por no demostrar el alivio que sentí después de haber escapado de sus garras, aunque fuera por un día; pero aún era temprano y no podía dormirme en mis laureles.

—¿Regresará para cenar? —me atreví a preguntar. Él se dio la vuelta, con un gesto fruncido.

—¿Cuándo te he dado explicaciones de mis horarios, esclava?

—Lo siento —murmuré arrepentida.

—Lo sentirás más si no te largas a hacer tu trabajo y me dejas tranquilo.

No esperé a que lo repitiera; giré sobre mis talones y comencé a recoger los utensilios, los llevé al fregadero y comencé a lavar en silencio.

—Así me gusta, que obedezcas a la primera, pequeña. —Su cuerpo pegado a mi espalda y su aliento rozando mi nuca me hicieron temblar de manera desagradable—. Tal vez me pase esta noche por tu habitación a darte tu premio.

—Hermano, ¿ya estás listo? —La voz de Charles, el hermano de Freud jamás había sonado tan angelical como en aquel momento.

Mi dueño resopló en mi oreja y se alejó gruñendo. Solté el aire que estuve reteniendo sin ser consciente y proseguí lavando los platos lo más rápido que pude con tal de salir de la cocina y perderme de su vista.

Ambos hombres salieron de la casa, los vi entrar al granero y salir con sus armas al hombro, ensillaron a sus caballos y se reunieron con el resto de los hombres. Descansé al ver que se marchaban hacia el bosque.

Sabía que, por lo menos durante algunas horas, estaría a salvo de él.

Miré con añoranza el portón de la entrada, el camino que llevaba al pueblo, e imaginé que escapaba y dejaba atrás toda esa pesadilla, pero después pensé en mi familia; aunque yo lograra salir de ese lugar, Freud se cobraría mi atrevimiento con ellos. Aún quedaban mis hermanas y por ningún motivo permitiría que ellas sufrieran el mismo destino que yo.

Además, siempre había alguien vigilándome, podía sentirlo en mis huesos, en la manera en que mi piel se erizaba al sentir su mirada en mi nuca cuando Freud no estaba.

O tal vez ya me había vuelto loca y paranoica.

Suspiré volviendo a mi presente y me dispuse a terminar mis tareas. Limpié las habitaciones, lavé los baños y sacudí cada rincón de la enorme casa. A Freud le gustaba pasar su dedo por la superficie de los muebles y hacerme tragar la suciedad que encontraba en ellos.

Cada día me volvía más eficiente y terminaba antes mis labores.

Ya entrada la tarde, el trote de los caballos me advirtió sobre la llegada de Freud y sus hombres. Me apuré a bajar las escaleras para recibirlo en la entrada y que no se diera cuenta de que estaba descansando.

Pensé en encender la estufa y calentar la cena, pero sabía que, como siempre que regresaba de cazar, se tomaría su tiempo torturando a sus nuevas presas. Sentí pena por los pobres animales que sufrirían esa noche y la curiosidad me llevó a asomarme por la ventana.

Él bajó de su caballo al igual que Charles; mi vista se dirigió inmediatamente hacia uno de sus hombres, quien cargaba con un enorme y hermoso ¿perro?

No, jamás había visto a un perro tan grande; ese sin duda era un lobo.

Esperé que lo llevaran al granero como hacían siempre con las presas, pero me sorprendí cuando se dirigieron a la casa y entraron casi a trompicones por la puerta.

—¡Apúrense! —ordenó mi dueño—. El sedante no durará mucho en él.

Los dos hombres que cargaban al animal se dieron prisa y siguieron por el pasillo que llevaba directo hacia el sótano.

—¿Y tú qué miras? ¡Lárgate a tu habitación!

Asentí como un autómata al escuchar el grito de Freud y no quise averiguar más. Me fui corriendo a mi habitación y cerré la puerta con pestillo. Como si eso pudiera detenerlo.

***

Pasaron horas desde que Freud regresó de cacería y, pese a dar vueltas en la cama, no había podido conciliar el sueño. En parte, el miedo de que él entrara por la puerta para cumplir su promesa me mantenía alerta, y la curiosidad por saber cómo se encontraba el lobo ocupaba mi mente.

De seguro tendría hambre o estaría herido. No esperaba que Freud le hubiese dado de comer. ¿Qué sentido tendría cuidar de él si lo había privado de su libertad? No creía que lo hubiese traído en calidad de mascota; una criatura como esa pertenecía a la naturaleza, no a un sótano húmedo y frío.

Tamborileé mis dedos sobre mi abdomen tratando de decidir. Sabía que, si él me sorprendía merodeando en la casa a esa hora, me daría una buena golpiza, pero…

—Tengo que saber cómo está ese animal —dije a la soledad de la habitación. Me conocía bastante bien; no podría dormir si no me aseguraba de que ese lobo tuviera agua y comida en su estómago.

Después de todo, en casa era mi obligación cuidar de los animales.

Salí de la cama y abrí la puerta de mi habitación procurando no hacer demasiado ruido. La puerta de Freud estaba cerrada, pero hasta el pasillo se podían escuchar sus asquerosos ronquidos; ir de cacería siempre lo dejaba agotado.

Bajé las escaleras hasta llegar a la primera planta, tomé lo necesario de la cocina, seguí por el pasillo del fondo y bajé nuevamente. El sótano siempre había sido mi parte menos favorita de la casa —si es que hubiera alguna que lo fuera—; después de haber pasado algunas noches encerrada como castigo por negarme a salir de la habitación, sabía mejor que nadie cuán aterrador podía ser sumirse en la oscuridad de ese lugar.

Un paso a la vez, bajé los pequeños escalones con el corazón latiendo en mi garganta. No sabía lo que iba a encontrarme. Tal vez el pobre lobo ya estaba muerto. Esperaba que no.

—¿Hola? —espeté, sintiéndome completamente ridícula al instante. No es como si el lobo fuera a responderme.

Encendí la lámpara que no hacía mucho para iluminar la habitación llena de herramientas y chatarra de Freud y busqué por los rincones del lugar hasta que lo vi: la sangre cubría su pelaje, lucía agotado, confundido, pero, sobre todo, furioso. Sus ojos recayeron en mí y un gruñido amenazante resonó en su garganta.

—Hola, amigo, no tengas miedo. No voy a hacerte daño. —Levanté mis manos en señal de paz, le mostré los cuencos con comida y agua que había llevado conmigo y los bajé lentamente al suelo—. Esto es para ti, debes tener hambre.

Su ladrido débil, pero lleno de convicción, me conmovió.

Me agaché para acercarle los recipientes, sin embargo, fue el peor error que pude cometer. En un segundo el lobo estaba parado frente a mí, resoplando su furia sobre mi rostro. Sus colmillos sobresaliendo de su boca me hicieron temblar, pero no me atreví a moverme. Levanté la mirada y mis ojos se cruzaron con los suyos.

«Color ámbar».

—Tus ojos son hermosos —musité a centímetros de su nariz, que se fruncía de vez en cuando, refunfuñando hacia mí—. Sé que no confías en mí, pero mírame. —Señalé con mi dedo los moretones de mis pómulos, la comisura de mi labio partida y la notable hinchazón de mi ojo izquierdo. Sabía que no me entendería, aun así, yo necesitaba tener con quien hablar—. Aquí yo soy tan esclava como tú. Déjame ayudarte.

Di un paso hacia atrás, confiándome de mi suerte, y el lobo pegó un salto sobre sus patas traseras con la intención de atacarme; fue ahí que lanzó un chillido de dolor al apoyarse que me incitó a mirarlo. Una de sus patas traseras estaba torcida en un ángulo antinatural.

El lobo regresó cojeando a su esquina y se dejó caer en el suelo.

—Estás herido —insistí—. Puedo ayudarte. —Empujé los platos hacia él, pero la comida salió volando con el fuerte zarpazo que le dio—. ¡Oye! ¿Sabes todo lo que tengo que hacer para poder tomar un poco de comida sin que ese horrible hombre se dé cuenta y me castigue? Por supuesto que no lo sabes. —Suspiré con frustración. Ya me estaba volviendo loca—. Ahora tendré que regresar por más.

El animal trató de pararse de nuevo, pero el dolor se lo impidió. Se limitó a gruñir y ladrar lo que supuse que era una maldición en su idioma.

—Mira, lobo testarudo, te voy a ayudar quieras o no. Los seres heridos como tú y yo debemos apoyarnos mutuamente. No me importa cuántas veces tires la comida, traeré más; así que, mientras más rápido te hagas a la idea, mejor.

Me di la vuelta y subí las escaleras haciendo un esfuerzo sobrehumano para ocultar mi agitada respiración. Con la adrenalina recorriendo mi cuerpo, salí del sótano con un nuevo propósito: estaba convencida de ayudar a sobrevivir a ese animal inocente sin importar lo que me costara o cuánto se resistiera.

«No eres más terco que yo, lobo obstinado».

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo