Capítulo II

Selene

Una vez que terminamos de comer, el señor Freud azotó sus palmas con más emoción de la que podía ocultar. Hice un enorme esfuerzo por reprimir la mueca de asco que su alegría me provocó y respiré profundo, tratando de calmar mis nervios.

—Bueno, ha sido una linda cena familiar, gracias por invitarme, Alfred; ahora, me gustaría pasar al motivo por el cual he venido esta noche. Se está haciendo tarde y esta reunión está tardando más de lo esperado.

—Sí, lo siento por eso, señor Freud —se disculpó mi padre—. Chicas, el señor ha venido porque recientemente perdió a su mucama y necesita que una de ustedes vaya con él y trabaje en su casa. Solo sería por un tiempo, en lo que pago mi deuda con él —increpó, apretando los dientes hacia el señor Freud.

—Así es, claro que, si quieren seguir a mi lado después de cumplir ese tiempo, por mí no habrá ningún problema.

Los ojos del señor cayeron sobre Aurora y el muy desgraciado no pudo frenar el impulso de lamerse los labios de manera lasciva. Una lágrima rodó por la mejilla de mi hermana. Ambas sabíamos que sus intenciones no eran tan inocentes como quería hacernos creer.

«Aurora tiene novio», pensé. Un joven del pueblo que, si bien no parecía tener un futuro brillante, era un buen chico y la amaba, al igual que ella a él. No podía dejar que el señor Freud la privara de formar una familia al lado de su amor. Rosy era mucho menor que nosotras, no me preocupaba por ella; no pensé que sirviera para los propósitos de ese hombre.

—Iré yo —dije en un impulso, llamando la atención de todos.

—Selene, espera —rogó Aurora, pero no se ofreció a cambio.

—¿Estás segura? —preguntó mi padre—; Aurora es la mayor…

—¡No! Yo lo haré —aseguré con firmeza—. Ella debe terminar la universidad para poder ayudar a Rosy. No podrá hacerlo si también debe… trabajar —espeté, observando la sonrisa burlona del señor Freud—. Iré yo, solo hasta que tu deuda sea pagada.

—Como quieras —bufó mi padre—. ¿Está de acuerdo, señor?

—Por mí está bien, supongo que ambas servirán para lo mismo.

Mi madre comenzó a llorar en silencio, apretando a Rosy contra su pecho. Mi padre trató de hacerse el fuerte, pero pude notar la disculpa en su mirada cargada de remordimiento. Aurora cedió al impulso de levantarse y salió corriendo hacia la habitación, mientras que yo me armé de fortaleza y acepté mi nueva realidad.

***

El señor Freud arrojó mi equipaje a la caja de su camioneta y me abrió la puerta, no por amabilidad; creo que más bien para asegurarse de que no se me ocurriera escapar.

Me sentí asfixiada apenas entró también. Mis hermanas me despedían desde la puerta de la casa y fingí la calma que no sentía con tal de no atormentarlas más. El auto arrancó y supe que mi vida acababa de cambiar; no hubo palabras de consuelo que avivaran mis esperanzas durante el camino. Por el contrario, las miradas cargadas de deseo que el señor Freud depositaba en mi falda me erizaron la piel y revolvieron mi estómago, pero me prometí ser fuerte.

«Solo será por un tiempo —me recordé—. Haré mi trabajo y trataré de mantenerme lo más alejada posible del hombre junto a mí». No podía estar más equivocada.

Apenas llegamos a la enorme y oscura finca, salimos de la camioneta; él sacó mi maleta y me guio hacia el interior de la casa. Era enorme y se notaba que no la habían limpiado en días; el olor a humedad me picó en la nariz, pero reprimí el impulso de hacer una mueca.

—Tu habitación está arriba —dijo subiendo la escalera—. Sígueme.

Obedecí y caminé detrás de él hasta que llegamos a las habitaciones. En serio estaba cansada, no había sido un día sencillo y esperaba que después de dormir un poco me sintiera mejor y podría ver las cosas desde otra perspectiva.

—Esa es la tuya —me indicó.

—Gracias. Que pase una buena noche. —Incliné mi cabeza de manera servil y abrí la puerta que me había señalado.

—¡Oh, así será! —exclamó de manera siniestra, empujándome al interior y cerrando la puerta detrás de él.

El terror se apoderó de mi cuerpo. No tuve tiempo de procesar lo que estaba sucediendo, pues un dolor sordo nubló mi mente dejándome aturdida.

Ojalá el golpe en mi mejilla me hubiera dejado inconsciente para no sentir lo que sabía que estaba por suceder.

—No eres tan tonta para creer que estás aquí solo para limpiar, ¿cierto? —se burló, tirando del cabello de mi nuca, arrastrándome por la habitación—. No eras mi primera opción, pequeña, pero espero que seas suficiente —gruñó después de lanzarme sobre la cama.

—No, por favor, no me haga daño —supliqué, pero no le importó.

—¡Cállate! —Otra bofetada me hizo escuchar un silbido agudo. El sabor salado de mis lágrimas se mezcló con el metálico de la sangre dentro de mi boca, y no volví a gritar. Me quedé tan quieta como si estuviera muerta, porque así me sentía.

El señor Freud se deshizo de mi abrigo en un segundo y rasgó mi vestido con tanta facilidad que me hizo sospechar que no era la primera vez que se lo hacía a alguien. No podía creer lo que me estaba pasando.

A mis dieciocho años, jamás había sido tocada por ningún chico, y me encontraba ahí, siendo violentada por un hombre asqueroso al que mis padres me habían entregado sin luchar, sin objetar, sin hacer nada más que sentarse a ver cómo el desgraciado se llevaba a una de sus hijas a cambio de saldar una estúpida deuda que nada tenía que ver conmigo.

Los odié en ese momento. Justo cuando el hombre sobre mí abrió mis piernas y se enterró en mi cuerpo con tanta brutalidad que sentí que iba a desmayarme.

Tal vez lo hice.

El tiempo se ralentizó y lo que tal vez fueron minutos se convirtió en una eternidad. Freud aumentó la velocidad de sus empujes y en poco tiempo se desplomó sobre mi cuerpo jadeando como un cerdo.

—No estuvo mal para ser la primera vez, pensé que te resistirías más —dijo retirándose de encima, dejándome respirar—. Ya veo que también querías esto, pequeña sucia.

No respondí. Me hice un ovillo sobre la cama tratando de cubrir la desnudez de mi cuerpo, como si no me hubiera visto ya.

El hombre soltó una sonora carcajada al verme y salió de la habitación cerrando de un portazo.

Nunca fui una fiel creyente; para mí, el cielo era un lugar que alguien muy desesperado había inventado para reconfortarse a sí mismo sobre la idea de morir y desaparecer; pero esa noche me hizo cambiar de opinión. Si Dios y el cielo existían, eso solo podía significar una cosa: el diablo también lo hacía, y yo lo acababa de conocer. Estaba segura de ello, porque esa noche, sin duda, había entrado al infierno.

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