Capítulo I

Selene

El sol se escondía en el horizonte cuando terminaba de recoger el último tronco de leña en medio del bosque. Pronto saldría la luna, trayendo consigo la noche y el frío implacable que azotaba la pequeña casa de mi familia cada invierno; debía darme prisa si no quería que mi padre se molestara por mi tardanza y me dejara sin cenar ese día.

Día tras día, era la misma rutina: levantarse temprano para recoger los huevos de las únicas tres gallinas que poseíamos, limpiar el gallinero, asear el espacio de los dos cerdos y darles de comer, ordeñar a la vaca y llevar a casa lo recolectado para el desayuno. Después, ir a la escuela y regresar para seguir con las labores.

Mi vida no era lujosa, ni cómoda, pero no me quejaba. Mi madre era el ser más noble y amoroso que había conocido jamás; nos amaba a mis hermanas y a mí más que a ella misma, pero tenía un defecto: mi padre la volvía débil y sumisa a sus órdenes. Él nunca nos maltrató, porque ella se lo impidió; pero sé que pagó caro por cada vez que se atrevió a defendernos.

«Nunca me casaré», pensé mientras cargaba los troncos por encima de mi hombro, aún lejos de casa. Nunca permitiría que un hombre me tratara de esa manera. Soñaba con ser una mujer fuerte, decidida e independiente; soñar no cuesta nada, y en ocasiones, los sueños se convierten en pesadillas en menos de lo que dura un pestañeo.

—Selene, ¿dónde estabas, niña? Ven aquí de prisa. —La madera resbaló de mi hombro con el tirón de mi madre en mi codo.

—Solo fui a conseguir algo de leña, perdón, me alejé un poco…

—Ya no importa, deja eso y ven conmigo —dijo, tomando mi mano y llevándome a la casa con apuro. Había llorado, lo supe por la hinchazón de sus párpados. Solo esperaba que no hubiese sido por mi culpa.

Planeaba disculparme con mi padre, explicarle por qué me había tardado más de la cuenta, pero todo pensamiento se esfumó de mi cabeza al entrar a casa y ver a ese horrible hombre en la cocina. Lo había visto antes, sabía quién era, y estaba segura de que no era una buena persona.

El señor Freud era temido en el pueblo y sospechaba que no era por su mal aspecto ni por el dinero que tenía. Había algo en su mirada que te hacía voltear a otra parte y desear salir huyendo de su presencia, pero ¿qué hacía ahí?, no éramos amigos ni le debíamos nada, que yo supiera.

—Saluda al señor, hija, no seas maleducada —me incitó mi madre. Por su tono, sabía que tampoco le agradaba, sin embargo, no quería hacer quedar mal a mi padre.

—Buenas noches —dije a regañadientes.

—Buenas noches, señorita —espetó el hombre con una sonrisa retorcida que me puso los vellos de punta.

—Anda, ve a darte una ducha, hueles a estiércol —refutó mi padre.

Mi madre me dio un empujón e hizo un gesto con sus ojos para que me diera prisa, y así lo hice. Fui a la habitación que compartía con mis hermanas y las encontré adentro: aseadas, nerviosas y notablemente preocupadas.

—¿Qué sucede? —cuestioné, hincándome frente a ellas donde estaban sentadas a la orilla de la cama—. Parece que hubiera muerto alguien.

—Selene, estamos en problemas —declaró Aurora, la mayor—. Mi padre le debe dinero al señor Freud y ha venido a cobrarle.

—No te preocupes, hermana, de seguro él sabrá tratar con ese señor.

—¿No entiendes, Selene? —inquirió con desespero—. Nuestro padre no posee nada de valor con qué pagarle a ese hombre. Nada más que a nosotras.

Mis tripas se retorcieron dentro de mi estómago al imaginar que nuestro padre pudiera entregar a una de nosotras a cambio de pagar una deuda económica. No lo haría. O eso esperaba.

—Estás exagerando, Aurora, él jamás haría eso.

—¿Estás segura? —preguntó la pequeña Rosy.

—Claro, cariño —aseguré—, nuestro padre es malhumorado y puede que a veces no nos tome mucho en cuenta, pero jamás nos entregaría a nadie a cambio de una deuda.

—Tengo miedo, Sele.

—Selene, ¿qué haces todavía aquí? —farfulló mi madre entrando en la recámara.

—Lo siento, madre, ya voy. —Me guardé mis temores y salí corriendo al baño, me duché lo más rápido que pude y regresé a la habitación mientras aún estaba mi madre.

—Dinos la verdad, mamá, ¿a qué ha venido el señor Freud? —preguntó Aurora, compungida.

Paré oído mientras terminaba de vestirme, pero mi madre guardó silencio y limpió sus lágrimas, provocando que mi estómago diera un vuelco. Algo andaba muy mal, y estábamos a punto de averiguar de qué se trataba.

—Vengan aquí, mis niñas —pidió. Me apresuré a llegar junto a ellas y tomé asiento al lado de mi madre, ella subió a su regazo a mi hermanita Rosy, mientras que Aurora la miraba con recelo—. Quiero que sepan que, pase lo que pase, su padre y yo las queremos mucho y siempre será así…

—¡Rosaline! ¿Qué tanto hacen? ¡Bajen ahora mismo! —La voz de mi padre nos hizo temblar y aferrarnos a nuestra madre. Después de todo, las sospechas de Aurora no parecían tan descabelladas ahora.

—Vamos, hijas, no hay que hacer esperar a su padre y a ese señor.

—Madre… —lloriqueó Rosy, abrazándose a su cuello.

Aurora y yo compartimos una mirada significativa antes de ponernos de pie y fingir que todo estaba bien por el bien de nuestra pequeña hermana.

—Vamos, Rosy, no pasa nada, cariño. —La arrebaté de los brazos de mi madre y se acurrucó en mi pecho—. No tengas miedo, ¿de acuerdo? Te prometo que estarás bien. Jamás dejaré que nadie te haga daño.

—¿Lo prometes, Sele?

—Te lo juro, hermanita.

Con esa promesa flotando en el aire, caminé hacia el comedor de la casa, donde nuestro padre bufaba como toro embravecido, pero tratando de tranquilizarse frente a su invitado. Mis hermanas y yo nos acomodamos en nuestros asientos, mientras que nuestra madre sirvió la cena. El silencio reinó en la habitación, creando un ambiente pesado y lúgubre. Ciertamente, parecía que aquella sería la última cena en familia para una de nosotras.

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