Capítulo VI

Selene

Antes de entrar al infierno, mi vida era modesta. Trabajaba incansablemente para poder ayudar a mi familia. Aunque no destacaba como estudiante, dedicaba todo mi esfuerzo a las clases y aprovechaba los escasos momentos libres, que eran pocos, para estudiar lo que no entendía en la escuela debido a mi constante somnolencia. A pesar de todo, amaba mi vida y soñaba con un día abandonar mi hogar para explorar el mundo, vivir aventuras similares a las de las historias de fantasía que rara vez tenía tiempo de leer, pero que me encantaban imaginar. Mi vida era amada. Ya no.

Después de que los hombres fueron al sótano, Freud me propinó un golpe tan fuerte que me arrojó al suelo y se retiró. Me tambaleé al levantarme, pero lo hice lo más rápido posible y corrí a mi habitación.

Nunca antes había agradecido tanto sentir dolor como lo hacía en ese momento. Sabía que no saldría ilesa después del coraje que le había provocado a mi dueño, y me alegraba infinitamente de cómo habían resultado las cosas. Sin duda soportaría con gusto sus golpes y me dejaría arrastrar por él si eso me libraba de ser ultrajada por todos sus hombres.

Me dejé caer contra la puerta, como si eso pudiera evitar que Freud entrara, pero en el fondo fui consciente de que él regresaría por mí después de ocuparse de sus asuntos. Solo esperaba que mi amigo no pagara muy caro las consecuencias del escándalo que provocó.

Esperé no tan pacientemente por Freud, pero nunca llegó. No supe en qué momento me quedé dormida con la cabeza recargada en la puerta de la habitación. Unos fuertes pasos me despertaron, y el terror se apoderó de mi cuerpo al pensar que venía hacia mí. Sin embargo, no lo hizo. Lo escuché abrir su puerta y cerrarla detrás de él.

Aguardé durante algunos minutos a que saliera de nuevo, y cuando sus ronquidos llenaron el silencio, me permití volver a respirar. Me levanté decidida a visitar al lobo y ayudarle, justo como él me había ayudado a escapar del peor de los castigos.

Salí de mi habitación sigilosamente y avanzaba como una sombra a través de la oscuridad de la casa. No saludé al entrar al sótano como de costumbre. Bajé los escalones y lo encontré acurrucado en su esquina, con la sangre cubriendo sus ojos y parte de su hocico; tenía un corte en su lomo que no dejaba de sangrar, y me aterró notar la lentitud de su respiración.

Siempre había guardado mi distancia con él, le había dado su espacio, y a pesar de que ya nos llevábamos un poco mejor, nunca me había atrevido a tocarlo. En ese momento, me olvidé de todo y corrí hacia él, me dejé caer a su lado y lo abracé por el cuello sin importarme mancharme de su sangre o de que fuera a atacarme. Lo necesitaba. Mi alma ansiaba sentir el abrazo reconfortante de otro ser vivo.

—Lo siento —susurré, pegando mi frente a la suya—. Lo siento tanto —sollocé con fuerza antes de dejar salir el dolor que me negaba a mostrar frente a Freud. Lloré como nunca sin soltar a mi amigo ni por un segundo, hasta que mis lágrimas se convirtieron en una tormenta que arrasó con todo a su paso.

El lobo no se movió, ni se quejó por mi atrevimiento. Creo que él necesitaba de ese abrazo tanto como yo. De pronto, recordé sus heridas y me preocupé de que no estuviera respirando. Me separé de él y limpié su rostro con mis manos. Sus ojos se posaron en los míos, y la calidez que encontré en ellos me resultó estremecedora.

—Mira cómo te dejaron esos idiotas —dije entre sollozos—. Los odio con toda mi alma por lo que te han hecho.

Me sorprendí cuando el lobo sacó su lengua y comenzó a lamer mi frente y mejillas. Fue, por mucho, la mejor caricia que alguien me hubiera dado en la vida. Él limpió la sangre que se había pegado a mi piel cuando uní nuestros rostros, y fue tan delicado que, si no fuera porque pertenecíamos a especies diferentes, me habría enamorado de él en ese momento.

—Necesito limpiarte —dije con nerviosismo ante lo absurdo de mis pensamientos—. Traeré agua y algunas cosas, ¿está bien?

No esperaba una respuesta, así que me levanté y fui a la cocina por lo que necesitaría. Regresé inmediatamente con un recipiente lleno de agua y algunas toallas, me coloqué frente a él y remojé una de ellas en el agua.

—¿Puedo? —pregunté antes de comenzar a remover la sangre que se había pegado a su pelaje, con extremo cuidado de no lastimarlo más de lo que ya estaba—. ¿Sabes? Has pasado semanas aquí y aún te sigo llamando «lobo». Creo que debería de darte un nombre. No es que crea que eres mi mascota o algo así, pero eres mi amigo, y los amigos se llaman por sus nombres —balbuceé con torpeza—. Me gustaría que fuera algo especial, algo que represente nuestra amistad.

Lo pensé durante unos segundos, imaginando un nombre adecuado que no pareciera demasiado ridículo dado el imponente animal que él era.

—¿Qué te parece si te llamo Rocky? —El lobo resopló coincidentemente al tiempo que dije su nuevo nombre. No creía que hubiera entendido mis palabras y se estuviera burlando. Ciertamente, cada vez me sentía más inestable, pero no tanto como para pensar que podía comunicarme con los animales—. Me gusta —respondí a mi pregunta—. Desde que llegaste a este lugar te has vuelto muy importante para mí. Eres el único motivo que tengo para levantarme de la cama, lo único en lo que pienso durante el día que me ayuda a escapar de mi realidad. Eres la única razón por la que aún me encuentro en este mundo, Rocky —confesé, bajando la cabeza, recordando todas las veces que había sopesado la idea de quitarme la vida—. Eres mi roca, amigo. A la que me aferro cuando siento que me lleva la corriente y lo único que deseo es soltarme. Mi refugio. Ese rayito de luz de luna que se cuela entre los árboles cuando parece que la noche quiere tragarme con su oscuridad. —Mi boca balbuceó, mientras mis manos limpiaban con esmero el pelaje ensangrentado—. Tú me has salvado tantas veces sin darte cuenta.

La mirada del animal fue tan penetrante que me hizo bajar mi vista al agua, ahora manchada de rojo. Rocky colocó su hocico sobre mi regazo, suspirando con cansancio. Cedí al impulso de acariciar sus orejas con ternura, agradecida de que no se opusiera; comencé a tararear una canción tranquila que terminó por relajarlo, y me quedé maravillada observándolo dormir sobre mis muslos.

No supe en qué momento, pero me quedé dormida también. Amanecí acurrucada contra Rocky y, de no haber sido porque me despertó de un empujón, podría haber dormido durante días enteros sin saber que ya había salido el sol. No sabía cómo él lograba ubicarse en este oscuro lugar.

—Buen día, Rocky. —Estiré mis músculos adoloridos y le ofrecí una enorme sonrisa cuando sentí su lengua haciéndome cosquillas en el cuello—. ¡Dios mío, ya es de día! ¿Me quedé dormida aquí? —Me puse de pie de un salto y salí corriendo hacia las escaleras—. ¡Adiós, Rocky!

Caminé por el pasillo lo más sigilosamente que pude, esperando escuchar los gritos furiosos de Freud llamándome desde algún lugar de la casa, pero no fue así. El lugar estaba más tranquilo que de costumbre. Respiré profundamente, dando gracias al cielo porque no se hubiera dado cuenta de que no pasé la noche en mi habitación.

Subí rápidamente a cambiarme de ropa para no levantar sus sospechas y regresé a la cocina de nuevo para comenzar con el trabajo. Freud nunca bajó a desayunar, por lo que deduje que no se encontraba en casa. Continué con mi rutina hasta que se hizo de noche, entonces escuché su camioneta entrando a la propiedad y me tensé de inmediato.

Lo observé bajar del vehículo, pero no lo hizo solo; junto a él venía una mujer que me recordó a mí: muy joven, bonita, ingenua y temerosa de su nueva vida. Imaginé que sería mi reemplazo.

—Pequeña, dale la bienvenida a la nueva. —Ni siquiera la llamó por su nombre cuando entraron por la puerta y se dirigió a mí—. Enséñale cómo funcionan las cosas aquí —me ordenó.

—Como diga, señor —acepté. Le ofrecí a la chica una sonrisa tranquilizadora que hizo todo lo contrario cuando ella puso toda su atención en mi rostro.

Imaginé que no era tan inocente como para creer que obtuve mis moretones al caer de la escalera, pues sus ojos se abrieron con espanto y tragó con dificultad el nudo en su garganta.

—Hola —saludó, siendo lo suficientemente inteligente para no hacer preguntas sobre mi apariencia.

—Hola —respondí.

—Nueva, ven conmigo, te mostraré tu habitación. —Cerré los ojos por instinto, tratando de no recordar el día en que Freud «me mostró mi habitación» por primera vez—. Tú —regresó su atención a mí—, mueve tus cosas a la habitación de servicio, la chica nueva se quedará en tu antigua recámara.

Una enorme emoción se instaló en mi pecho al saber que estaría más cerca de Rocky y podría escabullirme a su lado más fácilmente, pero la felicidad pronto fue reemplazada por el remordimiento. Esa pobre chica sufriría el mismo daño al que Freud me había sometido, y me sentí una egoísta por pensar en mi nueva ventaja a costa de su destino.

—Ahora voy. —Me giré para atender su orden, pero él me detuvo en seco.

—Espera, puedes hacerlo más tarde. —Recorrió con la mirada a la joven, sin esforzarse en ocultar sus sádicos deseos—. Vamos, cariño, te diré dónde dormirás.

Los vi subir las escaleras sin decir palabra. La pena me invadió, pero sabía que no podía hacer nada para ayudarla; si pudiera hacerlo, hace mucho que hubiera escapado de aquí.

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