3. La huida

Era un hombre acostumbrado a tener lo que deseaba, a tomar lo que consideraba suyo. Y Hana era suya. Lo había decidido desde hacía mucho tiempo, aunque ella no lo supiera. La visión de ella sentada junto a él, aún en su vestido de novia, lo llenó de una satisfacción oscura y profunda. Nadie más la tendría. Nadie más podría reclamarla. Él se había asegurado de eso cuando subió a esa tarima y la sacó de aquel lugar. La rabia que lo había impulsado se convertía lentamente en una determinación serena, en una seguridad fría que se extendía por cada rincón de su ser.

Los faros del coche iluminaban el camino que se extendía frente a ellos. A su alrededor, la ciudad comenzaba a desvanecerse, reemplazada por las sombras de los árboles y las colinas. La velocidad del Ferrari aumentaba, como si fuera un reflejo de la tormenta interna de Heinz, una tormenta que se apaciguaba solo al sentirla cerca. No se atrevió a mirarla de nuevo, no todavía. Sabía que ella tenía preguntas, que había confusión y quizás miedo en su interior. Pero también sabía que, tarde o temprano, entendería que esto era lo mejor. Que él era lo mejor para ella.

La ruta era familiar para él; la había elegido de antemano para la huida en casa de emergencia. Una casa apartada en las afueras de la ciudad, rodeada por un vasto terreno y sin curiosos que los interrumpieran. Era el lugar donde él podría finalmente tenerla solo para él, lejos de todo y de todos. Lejos del dolor que había sufrido, lejos de las traiciones y de las expectativas que otros habían puesto sobre ella. Mientras conducía, su mente viajaba a esos momentos del pasado, a la primera vez que la vio, a la obsesión silenciosa que había crecido dentro de él como una flor oscura.

Hana siempre había sido un enigma, un misterio que lo había atraído desde el primer momento. Y ahora, la tenía allí, a su lado, finalmente suya. Apretó el volante con fuerza, sus nudillos palideciendo por la tensión. Se obligó a respirar profundamente, a calmar la intensidad que latía en su interior. No era el momento de dejarse llevar por la pasión o el deseo. Era el momento de protegerla, de cuidarla como lo había prometido. Ella estaba en shock, lo sabía. Había sido arrancada de su propia boda, de todo lo que había conocido, y ahora se encontraba en un coche veloz, junto a un hombre que apenas recordaba.

La idea lo hizo sonreír con una mezcla de amargura y satisfacción. Ella no lo recordaba, no realmente. No como él la recordaba a ella. Pero eso cambiaría. Él se encargaría de que ella lo conociera, de que entendiera quién era él y por qué había hecho lo que había hecho. Él no era un hombre común, no era alguien que simplemente la dejaría ir. Había esperado demasiado tiempo, había visto desde las sombras mientras otros intentaban acercarse a ella, y había contenido su deseo, su ira, su necesidad. Pero ya no más. Ya no tenía que esperar.

El Ferrari se deslizó suavemente hacia un desvío, alejándose aún más de la ciudad. La casa se alzaba a lo lejos, una silueta oscura contra el horizonte. Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible. Pronto, estarían allí. En ese lugar, lejos de todo, podría cuidarla, protegerla y, sobre todo, hacerla comprender. Ella había sido destinada a ser suya desde el principio. El destino había trazado un camino para ambos, aunque ella no lo hubiera visto. Y ahora, él la había llevado por ese camino, la había arrancado de un futuro que no merecía y la estaba guiando hacia el que siempre había imaginado para los dos.

El viento se colaba por la pequeña rendija de la ventana abierta, acariciando su rostro mientras conducía. Era un viento frío, pero no le importaba. En su interior, el fuego de la determinación ardía con demasiada intensidad como para que el frío lo afectara. La carretera se volvía cada vez más solitaria, y eso era lo que él deseaba. Soledad. Tranquilidad. Un lugar donde ella pudiera ver la verdad, donde pudiera entender que lo que había sucedido hoy era solo el comienzo. Que él la había salvado de sí misma, de un futuro lleno de mentiras y traiciones.

El volante giró suavemente en sus manos mientras tomaba la última curva. La casa estaba cerca, y con ella, el futuro que él había imaginado tantas veces en su mente. En su interior, Heinz sintió una calma fría y calculadora asentarse. Había llegado el momento de forjar ese futuro. Y aunque el viaje acababa de comenzar, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para asegurarse de que Hana entendiera lo que él ya sabía: que ella, desde el primer momento, había sido su flor.

Ha-na permanecía inmóvil en el asiento del Ferrari, su mente luchando por encontrar sentido a lo que había ocurrido en los últimos minutos. Su corazón aún latía desbocado, casi tan rápido como el motor que rugía bajo ellos. El aire dentro del coche era denso, cargado con el olor a cuero y una fragancia masculina que no reconocía. Su mente estaba atrapada en una maraña de confusión y miedo. Apenas lograba respirar con normalidad mientras intentaba procesar la vorágine de emociones que la atravesaban. Sentía los labios arder, un rastro del beso que aquel extraño le había robado frente a todos. La audacia de ese acto la había dejado atónita. No era capaz de comprender por qué él la había besado, por qué la había cargado en brazos y la había sacado de la sala sin que ella tuviera tiempo siquiera de oponer resistencia.

Sus pensamientos giraban, caóticos y entrelazados. Quería gritar, quería exigir respuestas, pero la voz se le había quedado atrapada en la garganta, como si estuviera bajo un hechizo paralizante. Giró la cabeza lentamente para mirarlo. Él estaba concentrado en la carretera, con una expresión fría y determinada. La luz de la luna se filtraba a través de las ventanas del coche, iluminando su perfil. Era joven, más joven de lo que había imaginado en aquel instante de confusión cuando apareció en la tarima. Había algo en su mirada, en la forma en que la había mirado y hablado, que la hacía sentirse atrapada. Era como si él la conociera, como si supiera más sobre ella de lo que ella misma comprendía en ese momento.

¿Quién era él? La pregunta se repetía en su mente como un eco incesante. Intentó recordar si alguna vez lo había visto, si acaso en alguna fiesta o evento social había cruzado miradas con él. Pero no, no lograba reconocerlo. Nada en él le resultaba familiar, ni su rostro, ni su voz, ni esa mirada intensa que la hacía sentir desnuda ante su escrutinio. Sin embargo, él conocía su nombre, conocía su apellido. La había llamado por su nombre coreano, “Ha-na”, y había hablado con tal propiedad, con tal certeza, que le hizo sentir un escalofrío recorrerle la espalda. ¿Cómo podía alguien que parecía ser un completo extraño tratarla con esa intimidad? La idea de que él pudiera ser un mero conocido descartado la inquietaba aún más. ¿Cuánto sabía de ella realmente?

Se volvió a mirar hacia el parabrisas. La carretera se alargaba frente a ellos como un túnel interminable. Los edificios y las luces de la ciudad habían quedado atrás hacía rato, sumiéndolos en la penumbra de la periferia. El mundo exterior se desdibujaba, y todo lo que podía oír era el retumbar del motor y el incesante golpeteo de su propio corazón. No entendía a dónde la estaba llevando ni qué pretendía hacer con ella. Y lo peor era que, en su estado actual de shock, no sabía cómo reaccionar. Quería ser fuerte, quería exigir respuestas, pero el miedo y la confusión la mantenían anclada a su asiento, incapaz de moverse, incapaz de actuar.

Él se veía tan seguro, tan sereno, mientras conducía con una mano firme sobre el volante. Era como si ya lo hubiera planeado todo, como si cada acción hubiera sido premeditada. Recordó sus palabras: "Voy a robarte, Ha-na, mi flor." Las palabras resonaron en su mente, repitiéndose una y otra vez. ¿Qué quería decir con eso? ¿Por qué la llamaba su flor? Era como si él la viera de una manera en la que nadie más lo había hecho nunca. Una parte de ella, muy en el fondo, temblaba ante la intensidad de esas palabras. No sabía si debía sentirse aterrada o intrigada.

El coche finalmente disminuyó la velocidad. Ha-na se dio cuenta de que estaban entrando en un área más iluminada, y fue entonces cuando notó la tienda de ropa de lujo hacia la que se dirigían. Él aparcó el coche con suavidad y apagó el motor. En la quietud que siguió, Ha-na sintió que el mundo volvía a cobrar un sentido, aunque distorsionado y confuso. Su cuerpo estaba rígido, sus manos temblaban ligeramente mientras las mantenía apoyadas sobre su regazo. La miró entonces, con una mirada tranquila y calculadora, como si esperara algo de ella.

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