Heinz admiraba cada detalle de ella, que parecía diseñado para capturar su atención. El escote en V que dejaba al manifiesto su busto. Su rostro, de rasgos delicados y perfectamente proporcionados, irradiaba una belleza clásica y serena. Los ojos rasgados, profundos, con esa forma de hoja de sauce eran fascinantes; tenían un magnetismo que parecían llevarlo al abismo del dulce pecado, como un cuchillo de hoja doblada, que traspasaba sus defensas. Así como el pliegue hinchado del epicanto bajo ellos. Su cabello oscuro, liso y brillante caía como una cascada sedosa alrededor de su rostro, enmarcando su piel blanca con un contraste que la hacía aún más fascinante. Las piernas delgadas, pero los muslos blancos también quedaban expuestos.La figura de Ha-na era esbelta, pero con curvas suaves y femeninas que se insinuaban bajo el encaje y la tela ligera. Sus movimientos eran gráciles, casi como si flotara, y cada paso parecía tener un ritmo propio, pausado y elegante. Sus piernas y muslos
Minutos después, Heinz cayó en el pecho desnudo de Ha-na. Se recostaron en el sofá, cómodos en la cercanía compartida, disfrutando de lo que habían hecho. Era una paz que solo podían encontrar en esos momentos juntos, cuando el resto del mundo parecía quedar en pausa y solo importaban ellos dos.Sin más palabras, simplemente se quedaron así, mirándose de vez en cuando, disfrutando de estar juntos.Heinz recompuso su atuendo ene ella. Apagó el televisor y cargó a Ha-na en sus brazos, llevando la túnica que le había quitado. La sostuvo con una mezcla de delicadeza y firmeza mientras la llevaba en sus brazos hacia la recámara. Ambos mantenían un silencio cargado de deseo, ese tipo de calma que precedía a la tormenta. Al llegar al cuarto, la acostó con suavidad sobre la cama, con movimientos seguros, pero atentos, como si cada acción de aquella noche fuera cuidadosamente planeada para llevarlos al borde de un placer compartido que ninguno de los dos había anticipado cuando comenzó su rela
La novia estaba en el cuarto de espera del hotel de eventos. Su padre estaba allí, junto a ella, aguardando el momento en que su prometido llegara y la esperara en el altar. Se suponía que el novio ya se debía encontrar en el sitio. Ellos miraban la hora de forma constante en su reloj.Ha-na, que, en kanji significaba, "Flor", y, en coreano, "La primera". Aunque tenía otras variedades. Ella era una mujer de treinta años, cuyos padres se habían mudado a América y se habían radicado allí. Había crecido en tierras extranjeras sin ningún inconveniente, adaptándose a la cultura y las tradiciones de ese lugar. Su papá era japonés, pero viajó, y fue en Corea donde conoció a su madre surcoreana.Ha-na estaba vestido con un maravilloso vestido de bodas, blanco. Su figura era esbelta, delgada. El atuendo tenía un escote en su torso que le dejaba ver su piel blanca y sus huesos de la clavícula. Su rostro era fino y con su maquillaje, aparentaba menor edad de la que tenía, como si tuviera entre ve
Ha-na recordó las noches que pasaron juntos, las promesas susurradas al oído, las caricias que ahora se sentían como golpes. Cada uno de esos momentos parecía teñirse ahora de una mentira amarga, una farsa bien ejecutada por alguien que nunca la valoró realmente. Le había entregado su virginidad, su amor, su confianza... y él había pisoteado todo eso sin remordimiento alguno. Su rostro comenzó a arder de vergüenza, una vergüenza que se enredaba con la rabia y la impotencia. Podía sentir las miradas sobre ella, como si estuvieran escudriñando cada rincón de su alma desnuda. ¿Qué pensarían ahora? Que era una tonta ingenua que había caído en las trampas de un hombre sin escrúpulos. La cultura a la que pertenecía la juzgaría, no a él, sino a ella, por no haber sido lo suficientemente cautelosa, por haber permitido que alguien la engañara de esa manera.Tragó con dificultad. Su garganta dolía, como si un grito atascado la ahogara. Respiró hondo, intentando calmar el torbellino que se desata
Heinz Dietrich observaba desde la penumbra del salón. Su figura alta y solemne permanecía oculta entre las sombras mientras todos esperaban ansiosos el comienzo de la ceremonia. La sala estaba llena de flores y luces, un escenario perfecto para la boda que se suponía celebraría el amor entre Ha-na y su prometido. Sin embargo, para él, todo aquello era un maldito teatro. Sus ojos, fríos y penetrantes, se clavaron en la tarima donde ella se encontraba. Vestida de blanco, tan hermosa como la recordaba, tan intocable y etérea. Su corazón latía con furia contenida, un tamborileo constante que mantenía su cuerpo en tensión.Habían pasado años desde la última vez que la había visto. Le había perdido el rastro en todo ese tiempo. Solo había vuelto a saber de ella, cuando, al decidir buscarla, se enteró de la noticia de su matrimonio. No era su acosador, ni su obsesivo vigilante. Sin embargo, en su mente, cada detalle de ella permanecía intacto. La primera vez que se cruzaron, la forma en que h
Era un hombre acostumbrado a tener lo que deseaba, a tomar lo que consideraba suyo. Y Hana era suya. Lo había decidido desde hacía mucho tiempo, aunque ella no lo supiera. La visión de ella sentada junto a él, aún en su vestido de novia, lo llenó de una satisfacción oscura y profunda. Nadie más la tendría. Nadie más podría reclamarla. Él se había asegurado de eso cuando subió a esa tarima y la sacó de aquel lugar. La rabia que lo había impulsado se convertía lentamente en una determinación serena, en una seguridad fría que se extendía por cada rincón de su ser.El camino de la ciudad con sus autos y demás vehículos se extendía frente a ellos. La velocidad del Ferrari aumentaba, como si fuera un reflejo de la tormenta interna de Ha-na y la de su enojo, una que se apaciguaba solo al sentirla cerca. No se atrevió a mirarla de nuevo, no todavía. Sabía que ella tenía preguntas, que había confusión y quizás miedo en su interior. Tarde o temprano, entendería que esto era lo mejor, que él era
Ha-na apartó la vista rápidamente, sintiéndose atrapada por la intensidad de su mirada. Intentó tragar el nudo en su garganta. ¿Qué debía hacer? La tienda era un lugar público. Podía salir corriendo, pedir ayuda. Pero cuando trató de imaginarse abriendo la puerta y huyendo, sintió que sus piernas no responderían, como si el miedo las hubiera paralizado. Además, había algo en él que la hacía dudar, algo en la forma en que la había sostenido al sacarla de ese salón, en la determinación de sus palabras. Como si realmente creyera que le pertenecía.Se volvió a mirarlo, buscando algo, cualquier indicio de quién era él o de qué planeaba. Pero su rostro era inescrutable. Sus ojos, fríos y azules, no revelaban nada de sus pensamientos. Estaba completamente atrapada en una red de preguntas sin respuestas. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué la había llevado hasta allí? La incertidumbre la desgarraba por dentro, y en su pecho, una mezcla de miedo y una extraña y frustrante fascinación se enredaban, in
Ha-na sentía el calor de sus mejillas mientras comía en silencio, consciente de la intensidad de su mirada. Había algo en él que la inquietaba, que la mantenía alerta, aunque al mismo tiempo le ofrecía una sensación de calma inexplicable. La forma en que la había tratado hasta ahora era contradictoria a la imagen del hombre autoritario que había irrumpido en su boda. ¿Quién era realmente este joven que la miraba con una mezcla de posesión y dulzura? ¿Por qué se preocupaba tanto por ella?Por más que se esforzaba en recordar, en encontrar alguna pista en su memoria, no podía ubicarlo en ninguna parte de su vida. Su nombre, su rostro, todo en él era desconocido, y, sin embargo, se movía a su alrededor como si tuviera un derecho natural sobre ella, como si todo esto fuera parte de un plan que ella desconocía. La extraña amabilidad con la que la trataba la desarmaba aún más. Había esperado rudeza, había esperado ser arrojada a un mundo de amenazas y demandas, pero él la trataba con una del