Los fines de semana en casa de los Harada se convirtieron en un ritual reconfortante para Heinz y Ha-na. Desde el momento en que cruzaban la puerta de la casa familiar, eran recibidos con calidez y hospitalidad. La señora Harada, siempre diligente y amorosa, les preparaba los mejores platillos tradicionales, mientras el señor Harada conversaba animadamente con Heinz sobre negocios, valores familiares y su país de origen. Entre ellos se había formado un respeto mutuo, aunque el padre de Ha-na aún no comprendía del todo el alcance del amor que su hija sentía por Heinz. Pero lo veía en sus ojos, en su risa, en la forma en que sus hombros se relajaban cuando él estaba cerca.Ha-na disfrutaba de la alegría de estar en su hogar, rodeada por los recuerdos de su infancia, por las voces familiares que la hacían sentir segura. Su hermano menor no tardaba en acercarse a Heinz con admiración disimulada, tratando de aprender de él sin que se notara demasiado. Heinz lo trataba con la misma seriedad
El regreso a la ciudad no fue abrupto, pero sí marcó una nueva etapa en sus vidas. Heinz y Ha-na se reintegraron a la rutina, aunque ahora lo hacían como pareja, aunque en la oficina mantenían el mismo trato profesional de siempre. Él seguía siendo el inversionista de la empresa, una figura respetada y temida por algunos, mientras que ella, su secretaria y ahora gerente, era la encargada de coordinar con todos los departamentos y mantenerlo informado de cada movimiento.Al entrar nuevamente en la empresa, Ha-na fue recibida con cariño. Sus compañeros la habían extrañado, aunque nadie se atrevió a preguntar el motivo de su ausencia. Ella simplemente sonrió y les agradeció por el apoyo. La relación con todos se mantenía estable, pero la tensión en el aire aumentaba cada vez que Heinz pasaba cerca de ella. No se tocaban, no se miraban con intensidad, pero había algo en sus gestos que no necesitaba confirmación verbal.Erik también estuvo presente en su regreso. Al principio, cuando la vi
El amanecer apenas asomaba en el horizonte cuando Heinz y Ha-na salieron a correr. La brisa matutina refrescaba sus cuerpos mientras sus pasos resonaban sobre el pavimento. Corrían a un ritmo sincronizado, respirando acompasadamente, sintiendo el latido de su corazón elevarse con el esfuerzo. La ciudad aún dormitaba, lo que les permitía disfrutar de la tranquilidad de esas primeras horas del día, donde solo el sonido de sus zancadas y el susurro del viento los acompañaban.Ha-na, con su cabello oscuro recogido en una coleta alta, tenía gotas de sudor resbalando por su frente. Su piel blanca resplandecía bajo la tenue luz del sol naciente, y sus ojos en forma de hoja de sauce se entrecerraban mientras corría, concentrándose en la sensación de libertad que el ejercicio le brindaba. Heinz mantenía el paso con facilidad. Su cuerpo atlético se movía con gracia y determinación, su respiración era firme y controlada. Los músculos de sus piernas se tensaban con cada zancada, demostrando su fo
El viento arremolinó las faldas de Ha-na, envolviéndolos en un abrazo invisible, mientras Heinz, sin soltar su mano, la atrajo de nuevo hacia él. Esta vez, el beso fue más lento, más dulce, como si quisieran memorizar cada segundo. Sus lenguas se encontraron en un baile conocido, pero siempre nuevo, explorando, saboreando, prometiéndose cosas que solo el corazón entendía.Las luces de la ciudad seguían brillando, testigos mudos de su amor, mientras la luna, ahora alta en el cielo, los envolvía en su luz. No había prisa, ni preguntas, ni dudas. Solo ellos, el viento, y la noche que los cobijaba.Se quedaron allí por largos minutos, abrazados en la inmensidad de la noche, sabiendo que en ese instante no existía nada más. Ni el pasado, ni el miedo, ni las dudas. Solo ellos, y la certeza de que su amor trascendía cualquier obstáculo, cualquier sombra del ayer. Entonces, decidieron terminar su velada romántica en otro lugar más privado.El ascensor que los llevó a la suite era un espacio í
La novia estaba en el cuarto de espera del hotel de eventos. Su padre estaba allí, junto a ella, aguardando el momento en que su prometido llegara al salón. Se suponía que el novio ya se debía encontrar en el sitio, esperándola en el altar. Ellos miraban la hora de forma constante en su reloj.Ha-na, que, en kanji significaba, “Flor”, y, en coreano, “La primera”. Aunque tenía otras variedades. Ella era una mujer de treinta años, cuyos padres se habían mudado a América y se habían radicado allí. Había crecido en tierras extranjeras sin ningún inconveniente, adaptándose a la cultura y las tradiciones de ese lugar. Su papá era japonés, pero viajó a la península, y fue en Corea, donde conoció a su madre surcoreana.Ha-na llevaba puesto un maravilloso vestido de bodas blanco. Su figura era esbelta, delgada. El atuendo tenía un escote en su torso que le dejaba ver su piel blanca y sus huesos de la clavícula. Su rostro era fino y con su maquillaje, aparentaba menor edad de la que tenía, como
Ha-na recordó las noches que pasaron juntos, las promesas susurradas al oído, las caricias que ahora se sentían como golpes. Cada uno de esos momentos parecía teñirse ahora de una mentira amarga, una farsa bien ejecutada por alguien que nunca la valoró realmente. Le había entregado su virginidad, su amor, su confianza... y él había pisoteado todo eso sin remordimiento alguno. Su rostro comenzó a arder de vergüenza, una vergüenza que se enredaba con la rabia y la impotencia. Podía sentir las miradas sobre ella, como si estuvieran escudriñando cada rincón de su alma desnuda. ¿Qué pensarían ahora? Que era una tonta ingenua que había caído en las trampas de un hombre sin escrúpulos. La cultura a la que pertenecía la juzgaría, no a él, sino a ella, por no haber sido lo suficientemente cautelosa, por haber permitido que alguien la engañara de esa manera.Tragó con dificultad. Su garganta dolía, como si un grito atascado la ahogara. Respiró hondo, intentando calmar el torbellino que se desata
Heinz Dietrich observaba desde la penumbra del salón. Su figura alta y solemne permanecía oculta entre las sombras mientras todos esperaban ansiosos el comienzo de la ceremonia. La sala estaba llena de flores y luces, un escenario perfecto para la boda que se suponía celebraría el amor entre Ha-na y su prometido. Sin embargo, para él, todo aquello era un maldito teatro. Sus ojos, fríos y penetrantes, se clavaron en la tarima donde ella se encontraba. Vestida de blanco, tan hermosa como la recordaba, tan intocable y etérea. Su corazón latía con furia contenida, un tamborileo constante que mantenía su cuerpo en tensión.Habían pasado años desde la última vez que la había visto. Le había perdido el rastro en todo ese tiempo. Solo había vuelto a saber de ella cuando, al decidir buscarla, se enteró de la noticia de su matrimonio. No era su acosador, ni su obsesivo vigilante. Sin embargo, en su mente, cada detalle de ella permanecía intacto. La primera vez que se cruzaron, la forma en que ha
Era un hombre acostumbrado a tener lo que deseaba, a tomar lo que consideraba suyo. Y Hana era suya. Lo había decidido desde hacía mucho tiempo, aunque ella no lo supiera. La visión de ella sentada junto a él, aún en su vestido de novia, lo llenó de una satisfacción oscura y profunda. Nadie más la tendría. Nadie más podría reclamarla. Él se había asegurado de eso cuando subió a esa tarima y la sacó de aquel lugar. La rabia que lo había impulsado se convertía lentamente en una determinación serena, en una seguridad fría que se extendía por cada rincón de su ser.El camino de la ciudad con sus autos y demás vehículos se extendía frente a ellos. La velocidad del Ferrari aumentaba, como si fuera un reflejo de la tormenta interna de Ha-na y la de su enojo, una que se apaciguaba solo al sentirla cerca. No se atrevió a mirarla de nuevo, no todavía. Sabía que ella tenía preguntas, que había confusión y quizás miedo en su interior. Tarde o temprano, entendería que esto era lo mejor, que él era