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1. El ladrón de besos

Ha-na recordó las noches que pasaron juntos, las promesas susurradas al oído, las caricias que ahora se sentían como golpes. Cada uno de esos momentos parecía teñirse ahora de una mentira amarga, una farsa bien ejecutada por alguien que nunca la valoró realmente. Le había entregado su virginidad, su amor, su confianza... y él había pisoteado todo eso sin remordimiento alguno. Su rostro comenzó a arder de vergüenza, una vergüenza que se enredaba con la rabia y la impotencia. Podía sentir las miradas sobre ella, como si estuvieran escudriñando cada rincón de su alma desnuda. ¿Qué pensarían ahora? ¿Que era una tonta ingenua que había caído en las trampas de un hombre sin escrúpulos? La cultura a la que pertenecía la juzgaría, no a él, sino a ella, por no haber sido lo suficientemente cautelosa, por haber permitido que alguien la engañara de esa manera.

Tragó con dificultad; su garganta dolía, como si un grito atascado la ahogara. Respiró hondo, intentando calmar el torbellino que se desataba en su interior. Estaba quebrada, rota en pedazos diminutos que se esparcían por cada rincón de su ser. El amor que sentía por Edwuard se transformaba rápidamente en un odio frío y punzante, una furia que la hacía temblar. Ella no merecía esto, no merecía ser humillada de esta forma por alguien que no tenía ni un ápice de decencia.

Ha-na abrió los ojos sin poder moverse. Estaba petrificada y anclada en mitad de la tarima, siendo escudriñada por todos ellos.

El mundo se cerró a su alrededor, tornándose oscuro. Los rostros a su alrededor se deformaban en sombras grotescas, sus sonrisas malévolas irradiaban una crueldad que la paralizaba. Su corazón latía con una fuerza desbocada, como si quisiera escapar de su pecho. La tela del velo blanco la envolvía, actuando como una prisión translúcida que la separaba de la realidad, amplificando su soledad. Sus piernas temblaban, incapaces de sostenerla. Era como si estuviera sumergida en un océano oscuro, donde el agua helada la asfixiaba, haciéndola incapaz de gritar o moverse. Todo lo que podía hacer era permanecer de pie, congelada en ese lugar de pesadilla.

Las lágrimas, traicioneras, comenzaron a fluir sin control, deslizándose por sus mejillas y arruinando el maquillaje que había llevado con tanto cuidado. Cada lágrima era una gota de su dolor, de su humillación, de la destrucción de sus sueños. Sentía las gotas frías y húmedas acariciando su rostro mientras se deslizaban por su barbilla y caían al suelo. El murmullo de la gente era un eco lejano, distorsionado por su propio dolor y la sensación de que el tiempo se había detenido. El sabor salado de sus lágrimas llegó a sus labios, recordándole que todo aquello era real, que la pesadilla que vivía no era un mal sueño del que podía despertar.

De repente, entre la bruma de sombras y figuras monstruosas, una silueta emergió desde el fondo. Aquel hombre se movía con una seguridad y una determinación que contrastaba con la atmósfera opresiva del lugar. Ha-na no podía ver su rostro con claridad, no en ese primer momento. Era como un faro de luz que atravesaba la penumbra, desplazando a l con su presencia. Una chispa de miedo se encendió en su interior. ¿Quién era él? ¿Qué estaba haciendo? Cada paso que daba hacia ella se sentía como una onda expansiva, una vibración que recorría el aire y la hacía temblar.

Cuando él se acercó lo suficiente, Ha-na apenas pudo respirar. Sentía la mezcla de su propio miedo y el asombro que le generaba aquel extraño. Irradiaba seguridad y seriedad en su expresión. La tensión en la atmósfera era como un relámpago a punto de golpearla. No sabía qué esperar. Todo su cuerpo se tensó al máximo cuando él le alzó velo. La tela se levantó lentamente, revelando el rostro de aquel joven. Era hermoso, más de lo que ella podría haber imaginado en su estado de confusión. Su mirada era intensa, clara y profunda, como si pudiera ver a través de su dolor y su vergüenza.

Antes de que pudiera procesar lo que estaba sucediendo, él la atrajo hacia él. Sintió el calor de su mano en la espalda, firme y compacta, mientras la otra se posaba en su nuca, manteniéndola en su lugar. Su toque era ardiente, como una descarga eléctrica que la recorrió por completo. No podía apartar la mirada de él, de sus ojos azules que la observaban con una intensidad que la hizo estremecer. Era como si él quisiera absorber todo su dolor, como si se conocieran de toda la vida. Aunque no tenía la menor idea de quién era.

Y entonces, él la besó. Jadeó, en una combinación de sorpresa y algo más, algo que no podía nombrar en medio de aquel torbellino de emociones. Era como si el mundo se desintegrara a su alrededor, dejando solo ese punto de roce entre ellos.

El ósculo inesperado y de sorpresivo la consumió, la atrapó en una vorágine de sensaciones tan abrumadoras que dejó de sentir el suelo bajo sus pies. Sus labios ardían, encendiéndose bajo el contacto de los de él. Había una urgencia, una necesidad casi desesperada que la envolvía, quemándola desde adentro. Cerró los ojos, no porque quisiera, sino porque la vehemencia, la sensación agradable del beso, el peso, la sobrepasaba. Era como si aquel acto tuviera el poder de borrar todo su dolor, de transformar su humillación en algo profundo y visceral. Era que la sensación blanda, húmeda de su boca contra la suya era apacible y serena, como si alcanzara un trance confortable.

Su mente se nubló, las sombras y las voces desaparecieron. Solo estaba él, ese extraño, y el fuego que nacía de su boca. Cada fibra de su ser se tensó, despertando a una sensación nueva, desconocida. Su corazón golpeaba de forma frenético en su pecho. Sus labios temblaban bajo los de él. Su cuerpo entero se derretía ante aquella acción inesperada y confusa. Todo lo que había sentido momentos antes, la angustia, la vergüenza, la humillación, se desvanecía en el calor abrasador de aquel ósculo. Era como si él hubiera irrumpido en su pesadilla para arrebatarla de las garras de la desesperación, para envolverla en un abrazo ardiente que la hacía olvidar todo. Era agradable, afectuoso y envolvente.

Ha-na no sabía cuánto tiempo duró y poco a poco le fue correspondiendo, más como acto reflejo de tal placer que experimentaba. Podrían haber sido segundos o siglos. El tiempo se volvió un concepto irrelevante mientras se entregaba a esa sensación. Había una dulzura en él, sí, pero también una fuerza salvaje, un deseo contenido que amenazaba con desbordarse. Y ella se dejó llevar, como si él fuera la única ancla en ese mar de oscuridad. Sus brazos cayeron a sus lados sin ninguna fuerza, ni ninguna objeción. Reaccionó por instinto, respondiendo al ardor de su boca, a la presión de sus labios. Sintió un estremecimiento recorrerla de la cabeza a los pies, en una descarga eléctrica que la hizo jadear.

Entonces, el oxígeno se volvió una necesidad ineludible y se separaron. Ha-na abrió los ojos, sin aliento, acalorada y con su hermoso rostro asiático, ruborizado. Él la había sacudido hasta lo más profundo. Lo miró, llena de preguntas y desorientada. Su mente intentaba procesar lo que acababa de suceder, pero cada pensamiento era borrado por la intensidad de sus propias emociones. ¿Quién era él? ¿Por qué la había besado de esa manera, de esa forma apasionante? Y lo más perturbador de todo, ¿por qué ella había respondido? Sin mencionar que se notaba que era más joven que ella. ¿Cuántos años tendría ese muchacho?

El eco de ese beso persistía en el aire entre ellos. Las sombras en su visión se desvanecieron, y el salón volvió a hacerse visible a su alrededor. Pero ya no importaba. Nada era relevante, salvo el hombre frente a ella, el extraño que había irrumpido en su oscuridad para iluminarla con un beso abrasador.

—He venido a buscar lo que me debes… No puedes casarte con nadie más, solo conmigo, porque…—dijo él con voz ronca y con una seguridad intensa. Le acarició la mejilla y le dedicó una mirada posesiva—. Tú, me perteneces, Ha-na… Mi flor

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