Ha-na recordó las noches que pasaron juntos, las promesas susurradas al oído, las caricias que ahora se sentían como golpes. Cada uno de esos momentos parecía teñirse ahora de una mentira amarga, una farsa bien ejecutada por alguien que nunca la valoró realmente. Le había entregado su virginidad, su amor, su confianza... y él había pisoteado todo eso sin remordimiento alguno. Su rostro comenzó a arder de vergüenza, una vergüenza que se enredaba con la rabia y la impotencia. Podía sentir las miradas sobre ella, como si estuvieran escudriñando cada rincón de su alma desnuda. ¿Qué pensarían ahora? ¿Que era una tonta ingenua que había caído en las trampas de un hombre sin escrúpulos? La cultura a la que pertenecía la juzgaría, no a él, sino a ella, por no haber sido lo suficientemente cautelosa, por haber permitido que alguien la engañara de esa manera.
Tragó con dificultad; su garganta dolía, como si un grito atascado la ahogara. Respiró hondo, intentando calmar el torbellino que se desataba en su interior. Estaba quebrada, rota en pedazos diminutos que se esparcían por cada rincón de su ser. El amor que sentía por Edwuard se transformaba rápidamente en un odio frío y punzante, una furia que la hacía temblar. Ella no merecía esto, no merecía ser humillada de esta forma por alguien que no tenía ni un ápice de decencia.
Ha-na abrió los ojos sin poder moverse. Estaba petrificada y anclada en mitad de la tarima, siendo escudriñada por todos ellos.
El mundo se cerró a su alrededor, tornándose oscuro. Los rostros a su alrededor se deformaban en sombras grotescas, sus sonrisas malévolas irradiaban una crueldad que la paralizaba. Su corazón latía con una fuerza desbocada, como si quisiera escapar de su pecho. La tela del velo blanco la envolvía, actuando como una prisión translúcida que la separaba de la realidad, amplificando su soledad. Sus piernas temblaban, incapaces de sostenerla. Era como si estuviera sumergida en un océano oscuro, donde el agua helada la asfixiaba, haciéndola incapaz de gritar o moverse. Todo lo que podía hacer era permanecer de pie, congelada en ese lugar de pesadilla.
Las lágrimas, traicioneras, comenzaron a fluir sin control, deslizándose por sus mejillas y arruinando el maquillaje que había llevado con tanto cuidado. Cada lágrima era una gota de su dolor, de su humillación, de la destrucción de sus sueños. Sentía las gotas frías y húmedas acariciando su rostro mientras se deslizaban por su barbilla y caían al suelo. El murmullo de la gente era un eco lejano, distorsionado por su propio dolor y la sensación de que el tiempo se había detenido. El sabor salado de sus lágrimas llegó a sus labios, recordándole que todo aquello era real, que la pesadilla que vivía no era un mal sueño del que podía despertar.
De repente, entre la bruma de sombras y figuras monstruosas, una silueta emergió desde el fondo. Aquel hombre se movía con una seguridad y una determinación que contrastaba con la atmósfera opresiva del lugar. Ha-na no podía ver su rostro con claridad, no en ese primer momento. Era como un faro de luz que atravesaba la penumbra, desplazando a l con su presencia. Una chispa de miedo se encendió en su interior. ¿Quién era él? ¿Qué estaba haciendo? Cada paso que daba hacia ella se sentía como una onda expansiva, una vibración que recorría el aire y la hacía temblar.
Cuando él se acercó lo suficiente, Ha-na apenas pudo respirar. Sentía la mezcla de su propio miedo y el asombro que le generaba aquel extraño. Irradiaba seguridad y seriedad en su expresión. La tensión en la atmósfera era como un relámpago a punto de golpearla. No sabía qué esperar. Todo su cuerpo se tensó al máximo cuando él le alzó velo. La tela se levantó lentamente, revelando el rostro de aquel joven. Era hermoso, más de lo que ella podría haber imaginado en su estado de confusión. Su mirada era intensa, clara y profunda, como si pudiera ver a través de su dolor y su vergüenza.
Antes de que pudiera procesar lo que estaba sucediendo, él la atrajo hacia él. Sintió el calor de su mano en la espalda, firme y compacta, mientras la otra se posaba en su nuca, manteniéndola en su lugar. Su toque era ardiente, como una descarga eléctrica que la recorrió por completo. No podía apartar la mirada de él, de sus ojos azules que la observaban con una intensidad que la hizo estremecer. Era como si él quisiera absorber todo su dolor, como si se conocieran de toda la vida. Aunque no tenía la menor idea de quién era.
Y entonces, él la besó. Jadeó, en una combinación de sorpresa y algo más, algo que no podía nombrar en medio de aquel torbellino de emociones. Era como si el mundo se desintegrara a su alrededor, dejando solo ese punto de roce entre ellos.
El ósculo inesperado y de sorpresivo la consumió, la atrapó en una vorágine de sensaciones tan abrumadoras que dejó de sentir el suelo bajo sus pies. Sus labios ardían, encendiéndose bajo el contacto de los de él. Había una urgencia, una necesidad casi desesperada que la envolvía, quemándola desde adentro. Cerró los ojos, no porque quisiera, sino porque la vehemencia, la sensación agradable del beso, el peso, la sobrepasaba. Era como si aquel acto tuviera el poder de borrar todo su dolor, de transformar su humillación en algo profundo y visceral. Era que la sensación blanda, húmeda de su boca contra la suya era apacible y serena, como si alcanzara un trance confortable.
Su mente se nubló, las sombras y las voces desaparecieron. Solo estaba él, ese extraño, y el fuego que nacía de su boca. Cada fibra de su ser se tensó, despertando a una sensación nueva, desconocida. Su corazón golpeaba de forma frenético en su pecho. Sus labios temblaban bajo los de él. Su cuerpo entero se derretía ante aquella acción inesperada y confusa. Todo lo que había sentido momentos antes, la angustia, la vergüenza, la humillación, se desvanecía en el calor abrasador de aquel ósculo. Era como si él hubiera irrumpido en su pesadilla para arrebatarla de las garras de la desesperación, para envolverla en un abrazo ardiente que la hacía olvidar todo. Era agradable, afectuoso y envolvente.
Ha-na no sabía cuánto tiempo duró y poco a poco le fue correspondiendo, más como acto reflejo de tal placer que experimentaba. Podrían haber sido segundos o siglos. El tiempo se volvió un concepto irrelevante mientras se entregaba a esa sensación. Había una dulzura en él, sí, pero también una fuerza salvaje, un deseo contenido que amenazaba con desbordarse. Y ella se dejó llevar, como si él fuera la única ancla en ese mar de oscuridad. Sus brazos cayeron a sus lados sin ninguna fuerza, ni ninguna objeción. Reaccionó por instinto, respondiendo al ardor de su boca, a la presión de sus labios. Sintió un estremecimiento recorrerla de la cabeza a los pies, en una descarga eléctrica que la hizo jadear.
Entonces, el oxígeno se volvió una necesidad ineludible y se separaron. Ha-na abrió los ojos, sin aliento, acalorada y con su hermoso rostro asiático, ruborizado. Él la había sacudido hasta lo más profundo. Lo miró, llena de preguntas y desorientada. Su mente intentaba procesar lo que acababa de suceder, pero cada pensamiento era borrado por la intensidad de sus propias emociones. ¿Quién era él? ¿Por qué la había besado de esa manera, de esa forma apasionante? Y lo más perturbador de todo, ¿por qué ella había respondido? Sin mencionar que se notaba que era más joven que ella. ¿Cuántos años tendría ese muchacho?
El eco de ese beso persistía en el aire entre ellos. Las sombras en su visión se desvanecieron, y el salón volvió a hacerse visible a su alrededor. Pero ya no importaba. Nada era relevante, salvo el hombre frente a ella, el extraño que había irrumpido en su oscuridad para iluminarla con un beso abrasador.
—He venido a buscar lo que me debes… No puedes casarte con nadie más, solo conmigo, porque…—dijo él con voz ronca y con una seguridad intensa. Le acarició la mejilla y le dedicó una mirada posesiva—. Tú, me perteneces, Ha-na… Mi flor
Heinz Dietrich observaba desde la penumbra del salón, su figura alta y solemne permanecía oculta entre las sombras mientras todos esperaban ansiosos el comienzo de la ceremonia. La sala estaba llena de flores y luces, un escenario perfecto para la boda que se suponía celebraría el amor entre Ha-na y su prometido. Sin embargo, para él, todo aquello era un maldito teatro. Sus ojos, fríos y penetrantes, se clavaron en la tarima donde ella se encontraba. Vestida de blanco, tan hermosa como la recordaba, tan intocable y etérea. Su corazón latía con furia contenida, un tamborileo constante que mantenía su cuerpo en tensión.Habían pasado años desde la última vez que la había visto. En su mente, cada detalle de ella permanecía intacto. La primera vez que se cruzaron, la forma en que había sonreído, esa mirada que le había dado y que se le quedó grabada como una marca de fuego en su alma. Pero ella probablemente no lo recordaba. No como él la recordaba a ella. La vida había seguido su curso,
Era un hombre acostumbrado a tener lo que deseaba, a tomar lo que consideraba suyo. Y Hana era suya. Lo había decidido desde hacía mucho tiempo, aunque ella no lo supiera. La visión de ella sentada junto a él, aún en su vestido de novia, lo llenó de una satisfacción oscura y profunda. Nadie más la tendría. Nadie más podría reclamarla. Él se había asegurado de eso cuando subió a esa tarima y la sacó de aquel lugar. La rabia que lo había impulsado se convertía lentamente en una determinación serena, en una seguridad fría que se extendía por cada rincón de su ser.Los faros del coche iluminaban el camino que se extendía frente a ellos. A su alrededor, la ciudad comenzaba a desvanecerse, reemplazada por las sombras de los árboles y las colinas. La velocidad del Ferrari aumentaba, como si fuera un reflejo de la tormenta interna de Heinz, una tormenta que se apaciguaba solo al sentirla cerca. No se atrevió a mirarla de nuevo, no todavía. Sabía que ella tenía preguntas, que había confusión y
Ha-na apartó la vista rápidamente, sintiéndose atrapada por la intensidad de su mirada. Intentó tragar el nudo en su garganta. ¿Qué debía hacer? La tienda era un lugar público. Podía salir corriendo, pedir ayuda. Pero cuando trató de imaginarse abriendo la puerta y huyendo, sintió que sus piernas no responderían, como si el miedo las hubiera paralizado. Además, había algo en él que la hacía dudar, algo en la forma en que la había sostenido al sacarla de ese salón, en la determinación de sus palabras. Como si realmente creyera que le pertenecía.Se volvió a mirarlo, buscando algo, cualquier indicio de quién era él o de qué planeaba. Pero su rostro era inescrutable. Sus ojos, fríos y oscuros, no revelaban nada de sus pensamientos. Estaba completamente atrapada en una red de preguntas sin respuestas. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué la había llevado hasta allí? La incertidumbre la desgarraba por dentro, y en su pecho, una mezcla de miedo y una extraña y frustrante fascinación se enredaban,
Ha-na sentía el calor de sus mejillas mientras comía en silencio, consciente de la intensidad de su mirada. Había algo en él que la inquietaba, que la mantenía alerta, aunque al mismo tiempo le ofrecía una sensación de calma inexplicable. La forma en que la había tratado hasta ahora era contradictoria a la imagen del hombre autoritario que había irrumpido en su boda. ¿Quién era realmente este joven que la miraba con una mezcla de posesión y dulzura? ¿Por qué se preocupaba tanto por ella?Por más que se esforzaba en recordar, en encontrar alguna pista en sus recuerdos, no podía ubicarlo en ninguna parte de su vida. Su nombre, su rostro, todo en él era desconocido, y sin embargo, se movía a su alrededor como si tuviera un derecho natural sobre ella, como si todo esto fuera parte de un plan que ella desconocía. La extraña amabilidad con la que la trataba la desarmaba aún más. Había esperado rudeza, había esperado ser arrojada a un mundo de amenazas y demandas, pero él la trataba con una
Heinz no dejaba de admirarla. Su postura rígida, la manera en que mantenía las manos sobre sus labios, como si aún no pudiera creer lo que había sucedido. Y esa expresión en su rostro, en una mezcla de sorpresa, vergüenza y algo más, algo que él reconocía como el primer indicio de que lograba alterarla.La atmosfera estaba llena de tensión, pero Heinz tenía en control absoluto. Había esperado mucho tiempo para este momento. Aunque ella no lo recordara, se mantendría firme. Su corazón latía con fuerza, no por ansiedad, sino por la emoción de saber que estaba un paso más cerca de cumplir su objetivo. Había reclamado lo que le pertenecía, y nada ni nadie se interpondría en su camino.La muchacha coreana que había admirado desde lejos, ahora estaba en su poder. Años había esperado para poder tenerla. Sintió una oleada de satisfacción. Estaba dispuesto a esperar, a dejar que los recuerdos volvieran lentamente. Porque sabía que, una vez que eso sucediera, ella no tendría otra opción más que
Heinz no dijo nada, pero su sonrisa se mantuvo, como si supiera que, tarde o temprano, ella cedería. Contempló esas facciones asiáticas tan lindas y esos parpados un poco cerrados como caracterizaba a las coreanas. Ella tenía treinta años, pero lucía tan joven y bella como de su edad, veinticinco. Su cara era de proporciones hermosas, con esa nariz griega, boca pequeña y los labios delgados. En complemento con su piel blanca y su maquillaje era como una muñeca de porcelana.Ha-na lo miró con los ojos entrecerrados, intentando desentrañar las intenciones de ese extraño que, de alguna manera, se había metido en su vida con una autoridad que ella no había concedido. No podía evitar sentir desconfianza, y mucho menos después de todo lo que había pasado en las últimas horas. Pero sus palabras tenían una coherencia inesperada, y aunque odiaba admitirlo, algo en su tono le transmitía seguridad.—¿Qué es lo que deseas hacer? —preguntó Heinz con una calma inquietante—. ¿Manejar un auto a toda
Heinz era consciente de que no estaba actuando de manera convencional, pero algo en lo profundo de su ser le decía que esto era lo correcto. No tenía malas intenciones, pero su deseo de protegerla, de estar cerca de ella, de hacerla suya de una manera que nadie más pudiera, lo impulsaba a seguir adelante.Mientras se dirigían al club privado que Ha-na había mencionado, Heinz no pudo evitar pensar en lo surrealista de la situación. Apenas unas horas antes, ella estaba a punto de casarse con otro hombre, y ahora estaba con él, buscando refugio en el alcohol para calmar su dolor. Había una parte de él que se sentía culpable por estar feliz de que el prometido de Ha-na la hubiera dejado plantada. Pero, al mismo tiempo, no podía evitar sentir que, de alguna manera, las cosas habían salido como debían. Ahora, ella estaba allí, con él. No la había perdido.Al llegar, el sitio se manifestaba elegante, pues reservado para la élite. Las luces eran tenues, una mezcla de neones azules y púrpuras
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, Heinz se dirigió hacia su penthouse con pasos medidos, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera romper el delicado equilibrio que existía entre ellos en ese momento. El largo pasillo hacia su habitación parecía infinito, y durante todo ese tiempo, no podía apartar la vista de su rostro. Incluso en su estado de vulnerabilidad, ella era hermosa. Sus facciones suaves y delicadas, su piel impecable y esos ojos que, aunque ahora estaban cerrados, eran una puerta a un alma que él anhelaba conocer más profundamente.Al llegar a la habitación, la depositó con cuidado en la cama, como si fuera un tesoro frágil. Se arrodilló a su lado para quitarle los tenis que había comprado antes, sin dejar de observar su rostro. Era como si no pudiera apartar los ojos de ella, como si temiera que, si lo hacía, este momento perfecto pudiera desvanecerse en el aire.Cuando terminó de quitarle el calzado, quedó sentada a su lado, observándola en s