Heinz Dietrich observaba desde la penumbra del salón, su figura alta y solemne permanecía oculta entre las sombras mientras todos esperaban ansiosos el comienzo de la ceremonia. La sala estaba llena de flores y luces, un escenario perfecto para la boda que se suponía celebraría el amor entre Ha-na y su prometido. Sin embargo, para él, todo aquello era un maldito teatro. Sus ojos, fríos y penetrantes, se clavaron en la tarima donde ella se encontraba. Vestida de blanco, tan hermosa como la recordaba, tan intocable y etérea. Su corazón latía con furia contenida, un tamborileo constante que mantenía su cuerpo en tensión.
Habían pasado años desde la última vez que la había visto. En su mente, cada detalle de ella permanecía intacto. La primera vez que se cruzaron, la forma en que había sonreído, esa mirada que le había dado y que se le quedó grabada como una marca de fuego en su alma. Pero ella probablemente no lo recordaba. No como él la recordaba a ella. La vida había seguido su curso, y Hana había tomado un camino que no lo incluía. Ese pensamiento siempre le había producido un dolor sordo en el pecho, una mezcla de amargura y celos que había aprendido a enterrar muy profundamente. Hasta hoy.
Había venido al salón dispuesto a observar, a ser testigo del momento en que ella sellaría su destino con otro hombre. Se lo había repetido a sí mismo mil veces: si ella era feliz con él, lo aceptaría. La dejaría ir, aunque le arrancara el corazón. Pero cuando vio proyectarse aquel video, cuando escuchó las palabras repugnantes del hombre que pretendía ser su esposo, todo su autocontrol se hizo añicos. La furia se encendió dentro de él, una llamarada ardiente y abrasadora que recorrió cada nervio de su cuerpo. Hana había sido traicionada de la manera más vil y despreciable, y todo ante la mirada de una multitud que la juzgaba. Aquello no era algo que pudiera permitir.
Sus manos se crisparon a los costados, los nudillos blancos de la tensión mientras luchaban por no abalanzarse inmediatamente. Tenía que esperar el momento preciso, el instante en que ella más lo necesitara. Y ese momento llegó cuando la vio romperse. Hana, la mujer fuerte y digna que siempre había admirado, estaba ahora rota en medio de esa tarima, sus lágrimas fluyendo silenciosamente bajo el velo blanco. En ese momento, Heinz supo que no podía permanecer quieto un segundo más. Ella lo necesitaba. Él había venido a reclamar lo que era suyo.
Cruzó la distancia que los separaba con pasos firmes, sin vacilar. Todo su cuerpo se movía con una determinación inquebrantable. El silencio en la sala se hizo más pesado con cada uno de sus pasos. La multitud, como un océano de sombras y murmullos, se desvaneció en su mente. Solo existían ella y él. El rostro de Hana se volvió más nítido a medida que se acercaba, su expresión era una mezcla de dolor y desconcierto, atrapada en su propio sufrimiento. Heinz sintió que la furia se mezclaba con un torrente de emociones contradictorias: protección, deseo, una necesidad irrefrenable de hacerla suya de una vez por todas.
Al llegar frente a ella, alzó el velo con suavidad, sus dedos apenas rozando la tela mientras lo levantaba. Sus ojos se encontraron, y por un instante, todo el ruido a su alrededor se desvaneció. El tiempo se detuvo. Vio el miedo y la tristeza en los ojos de Hana, pero también vio algo más. Una chispa, un destello de algo que él había deseado ver durante tanto tiempo. Sin darle tiempo a procesar lo que estaba sucediendo, la atrajo hacia sí, sus manos firmes, una en la nuca y la otra en la espalda, acercándola hasta que sus cuerpos se tocaron.
Sus labios se unieron con una pasión contenida que finalmente estallaba. Fue un beso profundo, abrasador, lleno de todas las emociones que había reprimido durante años. Sentía su cuerpo temblar bajo su contacto, una mezcla de sorpresa, confusión y deseo que lo alimentaba aún más. Se entregó a ese beso, vertiendo en él todo lo que nunca le había dicho, todo lo que había sentido en secreto. Era un beso que reclamaba, que marcaba territorio, que le decía a todos los presentes que Hana le pertenecía. Porque, en su mente, ella siempre había sido suya, aunque ella no lo supiera.
Sintió sus labios suaves y cálidos bajo los suyos, la forma en que sus respiraciones se entrelazaban en ese momento tan íntimo. El sabor de sus lágrimas mezcladas con el dulce toque de su boca le provocó un escalofrío que recorrió todo su ser. Cada fibra de su cuerpo vibraba con una intensidad que lo hacía sentir vivo como nunca antes. El mundo podía arder en ese momento y no le habría importado. Solo importaba ella, solo importaba la promesa silenciosa que estaba sellando con ese beso. Había esperado mucho por ese instante y tal acto tenía un sabor especial y más dulce de lo que había imaginado.
Cuando finalmente se separaron, sus ojos se encontraron de nuevo. Ella estaba sin aliento, sus labios enrojecidos y entreabiertos por la intensidad del beso. Había confusión en su mirada, sí, pero también algo más profundo, una conexión que él había estado esperando toda su vida. Heinz la miró, su pecho subiendo y bajando mientras intentaba controlar la tormenta de emociones que rugía en su interior.
—He venido a buscar lo que me debes… —dijo, su voz ronca y cargada de una seguridad inquebrantable—. No puedes casarte con nadie más, solo conmigo, porque… Tú, me perteneces, Ha-na… Mi flor.
Sus palabras salieron como un susurro, pero en la quietud de la sala se sintieron como un trueno. Sus ojos, oscuros y llenos de determinación, no se apartaron de los de ella. Levantó una mano, sus dedos acariciando suavemente la mejilla húmeda de Hana. La sintió temblar bajo su toque, pero no se retiró. Sus propios labios se curvaron en una leve sonrisa, una que reflejaba la certeza de su victoria, de su reclamación. Había esperado mucho tiempo para este momento, para tenerla en sus brazos, para decirle las palabras que siempre habían estado en su corazón.
Acariciarla así, sostenerla contra él, era como sostener un sueño hecho realidad. La calidez de su piel bajo sus dedos, el brillo de sus ojos aún empañados por las lágrimas... Todo eso le provocaba una oleada de emociones tan intensas que amenazaban con desbordarlo. Pero se mantuvo firme, su mirada fija en ella, transmitiéndole con sus ojos lo que aún no podía expresar con palabras.
—Lo siento. Pero ahora voy a robarte, Ha-na, mi flor —dijo Heinz con tranquilidad y convicción.
Heinz encorvó su cuerpo y cargó a Ha-na en sus brazos como su princesa y como si fuera su esposa. Caminó por la gran tarima blanca ante la vista y los murmullos de la gente sin que nada le importara.
—No se preocupen señor y señora Harada, no pienso hacerle daño a su hija. Yo la cuidaré —dijo él con una frialdad y poderío absoluto, también mirando a los hermanos de ella—. Además, la boda se ha cancelado.
Heinz abandonó el edificio de eventos y ante la mirada de otros extraños en la calle la ubicó en la silla del copiloto de su Ferrari negro y le aseguró el cinturón de seguridad. Luego subió y encendió el motor el cual rugió como un trueno surcando los cielos.
Heinz mantuvo la mirada fija en el camino mientras el motor del Ferrari rugía bajo sus manos, su sonido profundo y poderoso resonaba en la silenciosa noche. La oscuridad de la carretera se extendía ante ellos como un lienzo vacío, y él lo veía como el comienzo de algo nuevo, una oportunidad para arrebatar del destino lo que siempre había sentido como suyo. Hana estaba a su lado, su presencia palpable, el calor de su cuerpo aún irradiando hacia él aunque no la mirara directamente. La había colocado en el asiento del copiloto con una mezcla de cuidado y autoridad, como si fuera la joya más preciada que había decidido proteger a cualquier costo.
Mientras aceleraba, la furia y la determinación que lo habían impulsado momentos antes se fusionaban ahora con un sentido de propiedad inquebrantable. Él había reclamado a Hana de manera definitiva. Ella le pertenecía. Había ido a ese lugar con la intención de observar, de ser testigo de su felicidad, pero no había sido capaz de contenerse cuando vio su mundo hecho pedazos ante sus propios ojos. Ahora, al sentir el volante bajo sus manos y la carretera que se extendía ante él, supo que había tomado la decisión correcta. No permitiría que nadie más la hiriera. No permitiría que alguien más se interpusiera entre ellos.
El Ferrari se desplazaba por la carretera como una bestia indomable, el sonido del motor resonando en sus oídos y vibrando en su pecho. Cada aceleración, cada cambio de marcha, era una liberación de la rabia contenida, una forma de canalizar todo lo que sentía. Hana estaba a salvo con él ahora, lejos de las miradas inquisitivas, lejos de las traiciones. Giró la cabeza por un breve instante para verla. Estaba allí, inmóvil, sus ojos oscuros y sorprendidos miraban hacia adelante, probablemente sin saber qué pensar, qué sentir. Podía ver las lágrimas aún frescas en su rostro, el rastro del dolor que acababa de vivir. Una mezcla de compasión y posesión lo atravesó.
Era un hombre acostumbrado a tener lo que deseaba, a tomar lo que consideraba suyo. Y Hana era suya. Lo había decidido desde hacía mucho tiempo, aunque ella no lo supiera. La visión de ella sentada junto a él, aún en su vestido de novia, lo llenó de una satisfacción oscura y profunda. Nadie más la tendría. Nadie más podría reclamarla. Él se había asegurado de eso cuando subió a esa tarima y la sacó de aquel lugar. La rabia que lo había impulsado se convertía lentamente en una determinación serena, en una seguridad fría que se extendía por cada rincón de su ser.Los faros del coche iluminaban el camino que se extendía frente a ellos. A su alrededor, la ciudad comenzaba a desvanecerse, reemplazada por las sombras de los árboles y las colinas. La velocidad del Ferrari aumentaba, como si fuera un reflejo de la tormenta interna de Heinz, una tormenta que se apaciguaba solo al sentirla cerca. No se atrevió a mirarla de nuevo, no todavía. Sabía que ella tenía preguntas, que había confusión y
Ha-na apartó la vista rápidamente, sintiéndose atrapada por la intensidad de su mirada. Intentó tragar el nudo en su garganta. ¿Qué debía hacer? La tienda era un lugar público. Podía salir corriendo, pedir ayuda. Pero cuando trató de imaginarse abriendo la puerta y huyendo, sintió que sus piernas no responderían, como si el miedo las hubiera paralizado. Además, había algo en él que la hacía dudar, algo en la forma en que la había sostenido al sacarla de ese salón, en la determinación de sus palabras. Como si realmente creyera que le pertenecía.Se volvió a mirarlo, buscando algo, cualquier indicio de quién era él o de qué planeaba. Pero su rostro era inescrutable. Sus ojos, fríos y oscuros, no revelaban nada de sus pensamientos. Estaba completamente atrapada en una red de preguntas sin respuestas. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué la había llevado hasta allí? La incertidumbre la desgarraba por dentro, y en su pecho, una mezcla de miedo y una extraña y frustrante fascinación se enredaban,
Ha-na sentía el calor de sus mejillas mientras comía en silencio, consciente de la intensidad de su mirada. Había algo en él que la inquietaba, que la mantenía alerta, aunque al mismo tiempo le ofrecía una sensación de calma inexplicable. La forma en que la había tratado hasta ahora era contradictoria a la imagen del hombre autoritario que había irrumpido en su boda. ¿Quién era realmente este joven que la miraba con una mezcla de posesión y dulzura? ¿Por qué se preocupaba tanto por ella?Por más que se esforzaba en recordar, en encontrar alguna pista en sus recuerdos, no podía ubicarlo en ninguna parte de su vida. Su nombre, su rostro, todo en él era desconocido, y sin embargo, se movía a su alrededor como si tuviera un derecho natural sobre ella, como si todo esto fuera parte de un plan que ella desconocía. La extraña amabilidad con la que la trataba la desarmaba aún más. Había esperado rudeza, había esperado ser arrojada a un mundo de amenazas y demandas, pero él la trataba con una
Heinz no dejaba de admirarla. Su postura rígida, la manera en que mantenía las manos sobre sus labios, como si aún no pudiera creer lo que había sucedido. Y esa expresión en su rostro, en una mezcla de sorpresa, vergüenza y algo más, algo que él reconocía como el primer indicio de que lograba alterarla.La atmosfera estaba llena de tensión, pero Heinz tenía en control absoluto. Había esperado mucho tiempo para este momento. Aunque ella no lo recordara, se mantendría firme. Su corazón latía con fuerza, no por ansiedad, sino por la emoción de saber que estaba un paso más cerca de cumplir su objetivo. Había reclamado lo que le pertenecía, y nada ni nadie se interpondría en su camino.La muchacha coreana que había admirado desde lejos, ahora estaba en su poder. Años había esperado para poder tenerla. Sintió una oleada de satisfacción. Estaba dispuesto a esperar, a dejar que los recuerdos volvieran lentamente. Porque sabía que, una vez que eso sucediera, ella no tendría otra opción más que
Heinz no dijo nada, pero su sonrisa se mantuvo, como si supiera que, tarde o temprano, ella cedería. Contempló esas facciones asiáticas tan lindas y esos parpados un poco cerrados como caracterizaba a las coreanas. Ella tenía treinta años, pero lucía tan joven y bella como de su edad, veinticinco. Su cara era de proporciones hermosas, con esa nariz griega, boca pequeña y los labios delgados. En complemento con su piel blanca y su maquillaje era como una muñeca de porcelana.Ha-na lo miró con los ojos entrecerrados, intentando desentrañar las intenciones de ese extraño que, de alguna manera, se había metido en su vida con una autoridad que ella no había concedido. No podía evitar sentir desconfianza, y mucho menos después de todo lo que había pasado en las últimas horas. Pero sus palabras tenían una coherencia inesperada, y aunque odiaba admitirlo, algo en su tono le transmitía seguridad.—¿Qué es lo que deseas hacer? —preguntó Heinz con una calma inquietante—. ¿Manejar un auto a toda
Heinz era consciente de que no estaba actuando de manera convencional, pero algo en lo profundo de su ser le decía que esto era lo correcto. No tenía malas intenciones, pero su deseo de protegerla, de estar cerca de ella, de hacerla suya de una manera que nadie más pudiera, lo impulsaba a seguir adelante.Mientras se dirigían al club privado que Ha-na había mencionado, Heinz no pudo evitar pensar en lo surrealista de la situación. Apenas unas horas antes, ella estaba a punto de casarse con otro hombre, y ahora estaba con él, buscando refugio en el alcohol para calmar su dolor. Había una parte de él que se sentía culpable por estar feliz de que el prometido de Ha-na la hubiera dejado plantada. Pero, al mismo tiempo, no podía evitar sentir que, de alguna manera, las cosas habían salido como debían. Ahora, ella estaba allí, con él. No la había perdido.Al llegar, el sitio se manifestaba elegante, pues reservado para la élite. Las luces eran tenues, una mezcla de neones azules y púrpuras
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron, Heinz se dirigió hacia su penthouse con pasos medidos, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera romper el delicado equilibrio que existía entre ellos en ese momento. El largo pasillo hacia su habitación parecía infinito, y durante todo ese tiempo, no podía apartar la vista de su rostro. Incluso en su estado de vulnerabilidad, ella era hermosa. Sus facciones suaves y delicadas, su piel impecable y esos ojos que, aunque ahora estaban cerrados, eran una puerta a un alma que él anhelaba conocer más profundamente.Al llegar a la habitación, la depositó con cuidado en la cama, como si fuera un tesoro frágil. Se arrodilló a su lado para quitarle los tenis que había comprado antes, sin dejar de observar su rostro. Era como si no pudiera apartar los ojos de ella, como si temiera que, si lo hacía, este momento perfecto pudiera desvanecerse en el aire.Cuando terminó de quitarle el calzado, quedó sentada a su lado, observándola en s
La cocina era moderna, minimalista, con superficies limpias y de acero inoxidable. Heinz se movía por ella con una calma inusual, preparando algunos platillos sencillos pero reconfortantes. Mientras cocinaba, sus pensamientos vagaban. El beso de Ha-na seguía fresco en su mente, ese breve contacto que había sacudido su mundo. Había pasado tanto tiempo soñando con ella, idealizándola, que ahora, tenerla allí, en su hogar, era casi irreal. Sabía que no debía aprovecharse de su vulnerabilidad, y aunque la tentación era fuerte, había decidido que la dejaría tomar las riendas de lo que sucediera entre ellos.Mientras cortaba algunos ingredientes, sus pensamientos volvieron al pasado, a aquellos días en los que había conocido a Ha-na por primera vez. Ella siempre había estado fuera de su alcance, una mujer que parecía inaccesible, intocable. Pero Heinz no había podido evitar enamorarse. Ahora, en circunstancias completamente distintas, ella estaba allí, en su casa, y él tenía una oportunidad