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2. Robarse a la novia

Heinz Dietrich observaba desde la penumbra del salón, su figura alta y solemne permanecía oculta entre las sombras mientras todos esperaban ansiosos el comienzo de la ceremonia. La sala estaba llena de flores y luces, un escenario perfecto para la boda que se suponía celebraría el amor entre Ha-na y su prometido. Sin embargo, para él, todo aquello era un maldito teatro. Sus ojos, fríos y penetrantes, se clavaron en la tarima donde ella se encontraba. Vestida de blanco, tan hermosa como la recordaba, tan intocable y etérea. Su corazón latía con furia contenida, un tamborileo constante que mantenía su cuerpo en tensión.

Habían pasado años desde la última vez que la había visto. En su mente, cada detalle de ella permanecía intacto. La primera vez que se cruzaron, la forma en que había sonreído, esa mirada que le había dado y que se le quedó grabada como una marca de fuego en su alma. Pero ella probablemente no lo recordaba. No como él la recordaba a ella. La vida había seguido su curso, y Hana había tomado un camino que no lo incluía. Ese pensamiento siempre le había producido un dolor sordo en el pecho, una mezcla de amargura y celos que había aprendido a enterrar muy profundamente. Hasta hoy.

Había venido al salón dispuesto a observar, a ser testigo del momento en que ella sellaría su destino con otro hombre. Se lo había repetido a sí mismo mil veces: si ella era feliz con él, lo aceptaría. La dejaría ir, aunque le arrancara el corazón. Pero cuando vio proyectarse aquel video, cuando escuchó las palabras repugnantes del hombre que pretendía ser su esposo, todo su autocontrol se hizo añicos. La furia se encendió dentro de él, una llamarada ardiente y abrasadora que recorrió cada nervio de su cuerpo. Hana había sido traicionada de la manera más vil y despreciable, y todo ante la mirada de una multitud que la juzgaba. Aquello no era algo que pudiera permitir.

Sus manos se crisparon a los costados, los nudillos blancos de la tensión mientras luchaban por no abalanzarse inmediatamente. Tenía que esperar el momento preciso, el instante en que ella más lo necesitara. Y ese momento llegó cuando la vio romperse. Hana, la mujer fuerte y digna que siempre había admirado, estaba ahora rota en medio de esa tarima, sus lágrimas fluyendo silenciosamente bajo el velo blanco. En ese momento, Heinz supo que no podía permanecer quieto un segundo más. Ella lo necesitaba. Él había venido a reclamar lo que era suyo.

Cruzó la distancia que los separaba con pasos firmes, sin vacilar. Todo su cuerpo se movía con una determinación inquebrantable. El silencio en la sala se hizo más pesado con cada uno de sus pasos. La multitud, como un océano de sombras y murmullos, se desvaneció en su mente. Solo existían ella y él. El rostro de Hana se volvió más nítido a medida que se acercaba, su expresión era una mezcla de dolor y desconcierto, atrapada en su propio sufrimiento. Heinz sintió que la furia se mezclaba con un torrente de emociones contradictorias: protección, deseo, una necesidad irrefrenable de hacerla suya de una vez por todas.

Al llegar frente a ella, alzó el velo con suavidad, sus dedos apenas rozando la tela mientras lo levantaba. Sus ojos se encontraron, y por un instante, todo el ruido a su alrededor se desvaneció. El tiempo se detuvo. Vio el miedo y la tristeza en los ojos de Hana, pero también vio algo más. Una chispa, un destello de algo que él había deseado ver durante tanto tiempo. Sin darle tiempo a procesar lo que estaba sucediendo, la atrajo hacia sí, sus manos firmes, una en la nuca y la otra en la espalda, acercándola hasta que sus cuerpos se tocaron.

Sus labios se unieron con una pasión contenida que finalmente estallaba. Fue un beso profundo, abrasador, lleno de todas las emociones que había reprimido durante años. Sentía su cuerpo temblar bajo su contacto, una mezcla de sorpresa, confusión y deseo que lo alimentaba aún más. Se entregó a ese beso, vertiendo en él todo lo que nunca le había dicho, todo lo que había sentido en secreto. Era un beso que reclamaba, que marcaba territorio, que le decía a todos los presentes que Hana le pertenecía. Porque, en su mente, ella siempre había sido suya, aunque ella no lo supiera.

Sintió sus labios suaves y cálidos bajo los suyos, la forma en que sus respiraciones se entrelazaban en ese momento tan íntimo. El sabor de sus lágrimas mezcladas con el dulce toque de su boca le provocó un escalofrío que recorrió todo su ser. Cada fibra de su cuerpo vibraba con una intensidad que lo hacía sentir vivo como nunca antes. El mundo podía arder en ese momento y no le habría importado. Solo importaba ella, solo importaba la promesa silenciosa que estaba sellando con ese beso. Había esperado mucho por ese instante y tal acto tenía un sabor especial y más dulce de lo que había imaginado.

Cuando finalmente se separaron, sus ojos se encontraron de nuevo. Ella estaba sin aliento, sus labios enrojecidos y entreabiertos por la intensidad del beso. Había confusión en su mirada, sí, pero también algo más profundo, una conexión que él había estado esperando toda su vida. Heinz la miró, su pecho subiendo y bajando mientras intentaba controlar la tormenta de emociones que rugía en su interior.

—He venido a buscar lo que me debes… —dijo, su voz ronca y cargada de una seguridad inquebrantable—. No puedes casarte con nadie más, solo conmigo, porque… Tú, me perteneces, Ha-na… Mi flor.

Sus palabras salieron como un susurro, pero en la quietud de la sala se sintieron como un trueno. Sus ojos, oscuros y llenos de determinación, no se apartaron de los de ella. Levantó una mano, sus dedos acariciando suavemente la mejilla húmeda de Hana. La sintió temblar bajo su toque, pero no se retiró. Sus propios labios se curvaron en una leve sonrisa, una que reflejaba la certeza de su victoria, de su reclamación. Había esperado mucho tiempo para este momento, para tenerla en sus brazos, para decirle las palabras que siempre habían estado en su corazón.

Acariciarla así, sostenerla contra él, era como sostener un sueño hecho realidad. La calidez de su piel bajo sus dedos, el brillo de sus ojos aún empañados por las lágrimas... Todo eso le provocaba una oleada de emociones tan intensas que amenazaban con desbordarlo. Pero se mantuvo firme, su mirada fija en ella, transmitiéndole con sus ojos lo que aún no podía expresar con palabras.

—Lo siento. Pero ahora voy a robarte, Ha-na, mi flor —dijo Heinz con tranquilidad y convicción.

Heinz encorvó su cuerpo y cargó a Ha-na en sus brazos como su princesa y como si fuera su esposa. Caminó por la gran tarima blanca ante la vista y los murmullos de la gente sin que nada le importara.

—No se preocupen señor y señora Harada, no pienso hacerle daño a su hija. Yo la cuidaré —dijo él con una frialdad y poderío absoluto, también mirando a los hermanos de ella—. Además, la boda se ha cancelado.

Heinz abandonó el edificio de eventos y ante la mirada de otros extraños en la calle la ubicó en la silla del copiloto de su Ferrari negro y le aseguró el cinturón de seguridad. Luego subió y encendió el motor el cual rugió como un trueno surcando los cielos.

Heinz mantuvo la mirada fija en el camino mientras el motor del Ferrari rugía bajo sus manos, su sonido profundo y poderoso resonaba en la silenciosa noche. La oscuridad de la carretera se extendía ante ellos como un lienzo vacío, y él lo veía como el comienzo de algo nuevo, una oportunidad para arrebatar del destino lo que siempre había sentido como suyo. Hana estaba a su lado, su presencia palpable, el calor de su cuerpo aún irradiando hacia él aunque no la mirara directamente. La había colocado en el asiento del copiloto con una mezcla de cuidado y autoridad, como si fuera la joya más preciada que había decidido proteger a cualquier costo.

Mientras aceleraba, la furia y la determinación que lo habían impulsado momentos antes se fusionaban ahora con un sentido de propiedad inquebrantable. Él había reclamado a Hana de manera definitiva. Ella le pertenecía. Había ido a ese lugar con la intención de observar, de ser testigo de su felicidad, pero no había sido capaz de contenerse cuando vio su mundo hecho pedazos ante sus propios ojos. Ahora, al sentir el volante bajo sus manos y la carretera que se extendía ante él, supo que había tomado la decisión correcta. No permitiría que nadie más la hiriera. No permitiría que alguien más se interpusiera entre ellos.

El Ferrari se desplazaba por la carretera como una bestia indomable, el sonido del motor resonando en sus oídos y vibrando en su pecho. Cada aceleración, cada cambio de marcha, era una liberación de la rabia contenida, una forma de canalizar todo lo que sentía. Hana estaba a salvo con él ahora, lejos de las miradas inquisitivas, lejos de las traiciones. Giró la cabeza por un breve instante para verla. Estaba allí, inmóvil, sus ojos oscuros y sorprendidos miraban hacia adelante, probablemente sin saber qué pensar, qué sentir. Podía ver las lágrimas aún frescas en su rostro, el rastro del dolor que acababa de vivir. Una mezcla de compasión y posesión lo atravesó.

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