82. El diálogo

Mientras trataba de arreglarse la camisa y la falda arrugada, sus pensamientos se arremolinaban, confusos y llenos de preguntas. ¿Estaba loca? Se había dicho muchas veces a sí misma que todo lo que tenían era un contrato, que solo había besos y nada más. Eran besos que, aunque intensos, no significaban una relación real, al menos eso había querido creer. Pero lo que había sucedido hace unos minutos en el baño parecía desmentir todo eso. Cada vez que él la miraba, cada vez que le lanzaba aquella mirada posesiva, algo dentro de ella se encendía. Y, en lugar de resistirse o insistir en apartarse, había dejado que él la cargara, que la sostuviera, como si su cuerpo y su voluntad ya no le pertenecieran. En verdad, estaba enferma o enloqueciendo. Debía ir al médico, al psicólogo y con un sacerdote a confesarse, porque cada parte de ella estaba quemándose en un fuego de pecado y malos pensamientos.

Apoyó ambas manos en el borde del lavabo, respirando profundo, intentando recuperar la calma.
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