2. Resurección

—Cuatro años después—

Apena da la vuelta en la esquina, juntando papeles que debió haber llevado desde el momento en que colocó un pie en el tribunal, cuando tiene la vaga oportunidad de chocar con alguien que viene en el sentido contrario.

Su cuerpo se tambalea por el choque pero sólo unos momentos dura porque se estabiliza al instante. No se enoja al momento, pero el camino que toma para lograr ver a quien enfrenta hace la vaga sensación que observaba a alguien más, pero no es así. Tan sólo es un hombre más.

—Discúlpame —oye al hombre, quien recoge sus papeles—. Esta ciudad es un caos, así que perdoname.

—Descuide —toma Clara los papeles devuelta a su vez que mira alrededor y al reloj del edificio. Abre los ojos con impresión—. ¡Descuide, en serio! Pero tengo que irme.

—Oye, pero-

Sin embargo, no lo deja continuar porque sus zapatos resuenan cuando pasa la calle atestada de la ciudad y advierte el edificio que alberga las dos cámaras del congreso frente a sus ojos.

No ha llegado tarde y es una manera de repetirse a si misma, que por fin, algo está saliendo bien y acorde a su plan. Da los pasos necesarios para entrar al lugar y nota, inmediatamente, la vida que corre como un torbellino entre las personas que trabajan aquí. Su condición: también trabajar aquí.

Una llamada la saca de sus pensamientos.

—¿Bueno?

—¿Cielo? Gracias a Dios, estaba preocupado por ti.

Es inevitable que no se detengan sus pensamientos por un intervalo pequeño de tiempo. Y más si a quien le habla no es otro que su esposo: Martin D'Alessio.

Hay tantas cosas que hasta el sol de hoy su mente se niega a resignarse, a validar en su vida como lo es, su realidad. Y en esa realidad existen ella, Ronalda, su hijo y su esposo. Nadie más.

Hace exactamente cuatro años la vida de Clara había cambiado de sobremanera. Desde que su vida dio el giro inesperado, desde el primer instante en que, bañada en sangre y con un bebé recién nacido entre sus brazos, débil y sin ganas de vivir, salió con Ronalda de ese pútrido lugar junto a los perros como compañía, su vida nunca fue la misma.

Desde ese momento, ni siquiera supo como Ronalda pudo convertirse de la noche a la mañana prácticamente en su hada madrina. La llevó a un hospital, la sanó y se convirtió en la madre que nunca tuvo pese a que sí la tenía. Su bebé fue un niño sano, dotado de luz y de esperanza a su vida, y no hubo nada en la vida que quisiera tanto como a ese niño.

Pérdida, sin saber a donde ir, en la camilla del hospital y cargando al niño, sus lágrimas cayeron.

—¿Por qué nos hicieron esto, hijo…? —le sollozó a su pequeño niño que se calmaba solamente entre sus brazos—. ¿Por qué la familia de tu padre siempre nos hizo la vida imposible…? ¿Por qué nuestra propia familia nos hizo esto? —alzó sus ojos hacia un punto fijo en el cuarto del hospital. El destello de luz con el frío de las paredes recobraron el recuerdo desde el más hondo lugar de su mente. Sus ojos volvieron a apagarse—. Y él —tragó saliva con fuerza—, y él se atrevió a negarme a mí, justo cuando nos íbamos a casar —cerró los ojos, sin querer recordar nada más—. tu hermana, mi amor —dejó saber—, tu hermana, yo la sostuve entre mis brazos y la perdí —el dolor una vez las palabras de Ronalda aparecieron en su mente fue algo que no quiso recordar, y tampoco algo que ya sabía muy bien que no pasaría: pero que era su realidad.

La pérdida de su hija. Eran mellizos, no era uno solo.

—Juro que pagarán lo que nos hicieron —miro a su hijo con pesar—, lo juro, mi amor. Destaparé los secretos de la familia McGrey y hundiré al hombre que nos hizo esto, que nos echó de su vida como si fuésemos perros, como si lo importaramos, lo juro por Dios. Lo hundiré y habrá querido no haberme conocido —besó los dedos de su hijo y descubrió un poco su rostro—, pero deberás perdonarme, porque ese hombre es tu padre.

Estuvo en esa camilla una semana, porque después de que tuvo la gracia de recuperarse por completo, Ronalda fue una pieza clave en su recuperación.

—No sabes cuánto te agradezco que estés a mi lado —no dudó en murmurar cuando entraron al bus, apenas con una muda de ropa, una maleta con la poca ropa de su hijo y su bebé entre los brazos. Ronalda le sonrió, y negó.

—No tenías a nadie, hija —le hizo saber. La nostalgia aparecía en esos ojos llenos de tristeza—. No te dejaré sola, ya lo verás.

—Ronalda —había comenzado, arrugando un poco su frente por lo que diría más adelante—. Yo recuerdo que en mi hora de parto, una amiga mía había llegado. Su nombre era Virginia —empezó, sintiendo que la esperanza renacía en sus ojos una vez la nombraba—, yo la vi ahí, con nosotras. ¿Qué pasó con ella?

El rostro de Ronalda fue tranquilo, no tuvo ningún gesto que indicara la verdadera realidad de aquel día. Sus ojos la miraron fijamente por una fracción mínima de segundos, y acarició su cabello negro.

—¿Quién es Virginia, linda?

Su mente fue propensa a crear posibilidades de que había perdido la razón, y la misma Ronalda así lo hizo. Le repitió que en ese lugar no había más nadie que ellas dos, y que dio a luz a una hija muerta, como siempre lo había repetido. Sin posibilidad de objetar, decir que no estaba loca, que había visto a Virginia ahí y a su lado, y había sentido la respiración de su hija en su pecho con esos ojos ámbar mirándola, Ronalda siempre creaba en ella la necesidad absoluta de que necesitaba superar ese fatal recuerdo.

Nunca lo haría: nunca superaría que había perdido a su hija. Una vez la tenía, y a la otra…simplemente se había esfumado para toda la vida. La dificultad para su mente de dejar todo atrás se volvía cada vez más pesada.

Y Ronalda le hizo no volver a mencionar ni el recuerdo de su hija, ni la mención de Virginia.

Al principio le importó el dinero que había sacado Ronalda para incluso conseguir una habitación en un apartamento en otra ciudad, porque de un momento a otro ya tenía la remuneración necesaria para vivir toda una vida completa sin preocupación.

—Fueron mis ahorros del edificio —fue lo único que respondió Ronalda a sus preguntas cuando ya estuvieron instaladas.

—Ronalda, y…¿Por qué me ayudaste? ¿Por qué sigues aún conmigo? —esa pregunta no la dejaba en paz, ni la dejaba dormir. Observando a su hijo, cumplió con la necesidad de mantener las ganas fijas de saber que tenía una amiga en quien confiar.

Ronalda simplemente tomaba un suspiro, como si ocultara lo que tenía dentro de ella casi sin precisión y con bastante disimulo.

—Ya te dije que no tenías a nadie —tomó sus manos con suavidad. Pudo ver la sinceridad de sus palabras en sus ojos—, y no te iba a desamparar.

Soltó a su hijo para abrazarla.

—Gracias —su voz fue un hilo que por poco se rompió cuando sintió la mano de Ronalda en su cabello.

—Estás sola en este mundo, te dejaron sola, linda. No tengo ese corazón para desampararte —Ronalda abrió sus ojos y se fijó en una esquina. Su rostro estaba endurecido, pero sus palabras las fingía suaves—, lo prometo.

Su sufrimiento no había comenzado desde que se enteró que esperaba un hijo de Ryan McGrey, hace un año atrás. Sino desde el primer momento que colocó sus ojos en él.

La familia de Ryan era numerosa, y ella, siendo una de las hijas de Frederick Salvatore, el peor enemigo de la familia McGrey, era el blanco perfecto para hacerle pagar a Frederick Salvatore todas las cosas que le habían hecho a la familia McGrey, y una de esas: haberle quitado el puesto como los principales socios de la mayor compañía de la ciudad y llevarlos a la ruina por años. Los McGrey no iban a perdonar eso.

Pero no solo tenía de enemigo a esa familia, sino a los propios Salvatore. Incluso creyeron que estaba loca, y duró en un sanatorio mental por dos meses, donde la trataron como una basura. Y en ese momento incluso ya estaba embarazada, y aún así, Ryan McGrey no volvió a preguntar por Clara.

Cuando Clara salió por la ayuda Martin D'Alessio, uno de los magnates de la ciudad y socio de su padre, porque había comenzado a preocuparse de ella cuando desapareció de la noche a la mañana y cuando había oído a su pareja, Grace, hermana de Clara, la verdad de su huida, fue tras Clara..

Recuperó la fuerza para entender que todo lo que había sufrido había sido por la venganza de esa familia. Huyó, huyó tan lejos que ya no quiso pertenecer a ninguna familia. Juró olvidarlo, juró vengarse.

No quiso saber más nada de su propia familia por haberla abandonado, sin siquiera saber si realmente estaba muerta.

Nada le hizo pasar peor sufrimiento que aquel.

Pero volvió, y cuando lo hizo, Martin D'Alessio volvió aparecer en su vida una vez llevaba a su hijo a su escuela cuando cumplió su primer año.

—¿Clara…?

Cuando lo oyó, todos los recuerdos del pasado habían llegado a ella como si quisieran arrancarle la paz que tanto había luchado por obtener. Sus brazos cayeron a los lados y tembló.

Martin dio los pasos hacia ella con rapidez.

—Clara…estás viva…

Y rompió a llorar con susto.

—No, no llores —y Martin la abrazó—, no lo hagas. Todos te creemos muerta. Todos. Esa vez que estaba contigo desapareciste y nunca más supe de ti. ¿Estás bien?

—No es momento para hablar —Clara se alejó de él, asintiendo—. Vivo una vida plena con mi hijo y no quiero que eso cambie.

—¿Tienes un hijo? —Martin vio su asentimiento—. ¿Y su padre?

—Muerto —Clara escupió con rencor. Tragó saliva—. Muerto.

Martin vio detrás de ella, buscando alguna respuesta. Se le veía preocupado, confundido.

—Si sabes la verdad —comenzó Martin, volviendo a verla—, ¿Por qué sigues aquí…?

—Porque hay algo que debo cumplir, Martin —respondió Clara con la cabeza en alto—. Voy a hacerle pagar todo lo que me hicieron. Cada sufrimiento. Los McGrey me hicieron la vida imposible para no estar con Ryan y él mismo me engañó, me utilizó.

—Es el presidente del país, no es cualquier hombre —Martin advirtió, sin poder creerle.

—Eso no me interesa —sus ojos vagaron por la grama verde del lugar—, lo haré pagar. No quería volver a verme, sabía que yo era inocente y aún así me dio la espalda al igual que todos. Me hicieron pagar una condena que no era mía y me trataron de loca, quisieron desaparecerme —se volvió hacia Martin con la mirada pérdida—, buscaré justicia. Y no moriré sin antes vengarme.

—¿Incluso de tu propia familia?

—No me interesa mi familia, me quitaron mi apellido porque fueron los primeros en darme la espalda —no había más dolor que aquel—. Los McGrey y mi familia me creen muerta, y es mejor así.

—Clara —cuando Martin pronunció su nombre se acercó a ella—, ¿Estás segura?

—No he estado más segura en toda mi vida.

Un silencio protagonizó de repente entre ambos.

—Entonces déjame ayudarte.

Clara se giró a verlo.

—¿Qué quieres a cambio, Martin?

—Sé mi esposa.

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—¿Clara?

La voz la trae devuelta a la realidad y al presente. Se arregla su falda y asiente.

—Sí, Martin, aquí estoy.

—¿En dónde estás?

—En el congreso.

—¿Qué…? ¿En qué estás pensando?

—Pertenezco al cuerpo directivo de la secretaría de defensa nacional, Martin. Y ya es hora de regresar de la muerte.

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