4. Cara a cara con el pasado

Las puntadas que recorren su brazo una vez siente el ardor, el escozor de la sangre que mancha su blusa y se desborda por su piel, comienza a pasarle factura conforme es guiada.

Las voces se aglomeran en su entendimiento, mientras los pasos se vuelven torpes y el bullicio, al igual que los disparos, se apoderan del alrededor. 

No basta simplemente con ser muy inteligente para saber que un infierno se ha desatado, y siendo el peor de los casos, recibió un disparo justo en el brazo. Sus posibilidades de sobrevivir son casi nulas si cualquiera se gira a verla, desprendiéndose el líquido rojo de su cuerpo, tratando de caminar lo más lejos posible y decirle a su propia mente que no va a estar completamente segura de morir sin antes haber cumplido su meta y de haber dado las buenas noches a su hijo que espera en casa. 

Es inevitable que no sienta como su vida sigue desvaneciéndose por la debilidad. Aprieta la herida con la mano, pero en vano, sigue perdiendo sangre. Sus ojos comienzan a sentirse pesados, y la masa de dolor que se acumula en un solo sitio da principio a esa incomodidad y ese malestar que no puede describir simplemente con palabras. Sus pies, ahora débiles, no logran dar un paso más. 

Sin embargo, los sonidos fuertes siguen apareciendo a su lado, como si le advirtieran de que todavía sigue con vida. Los hombres en traje siguen protegiéndola porque a su vez, protegen al hombre a su lado. 

Pero, pierde finalmente las fuerzas, y trastabilla conforme avanza.

Antes de darse cuenta y fingir que lo que está sintiendo es una pesadilla que vino a cobrarle todo los pensamientos de venganza, alguien la toma entre sus brazos y patalea una puerta de metal. 

—¡Protejan al presidente! —vuelven a gritar los hombres de negro, rodeando al hombre que sólo tiene los ojos en Clara—. ¡Cierren las puertas! 

—Señor presidente —llama uno de los hombres, moreno y alto, con su auricular característico de los escoltas, acercándose hacia él—. Señor presidente, debe alejarse de las ventanas. Dentro de poco tenemos que llevarlo a la casa presidencial.

De pronto Clara siente que la dejan en unas de las sillas, mientras su respiración es entrecortada, llanamente comprensible y la calma poco a poco se deshace de su vigor porque el simple dolor de mover el brazo se está convirtiendo en una tortura. El sudor en su frente baja incluso por las mejillas, y mira al techo mientras da unas bocanada fuerte por la nariz y pega la espalda hacia la silla, cayendo al borde de la ceguedad que produce un dolor de ésta magnitud.

—No saldré de esta habitación si ésta mujer no recibe la atención adecuada —la voz del hombre se apodera de sus sentidos una vez se acerca a Clara. Se oye algo similar a un rasgado y antes de darse cuenta, el hombre más importante del país coloca el blusón rasgado sobre su herida, y el simple roce hace que trague saliva y se enderece. Un gimoteo de dolor se escapa de los labios de Clara—. ¡Traigan a un doctor!

—Pero señor…

—Traigan a un doctor ahora mismo o si no cualquier hombre dentro de este cuarto será despedido antes de que yo salga por esa puerta —declama, con fuerza mientras sigue sosteniendo la herida. Al ver que nadie se mueve, se levanta—. ¡Ahora, Arthur!

—Como ordene, señor presidente. ¡Un médico! —ordena a su vez el guardaespaldas cuando se dan cuenta de la severidad en las palabras de su jefe—. ¡Ahora!

No es la primera vez que Clara se encuentra con la sangre. En todos esos cuatro años hizo varios trabajos de enfermería, atendiendo a pacientes con heridas graves e incluso ayudando a mujeres a dar a luz, y no le teme a la sangre. El único sufrimiento que consume sus sentidos y están quitándole hasta el habla es el dolor que atraviesa el brazo, que incluso siente que se lo arrancan poco a poco del cuerpo. 

Cierra los ojos.

—No —alguien le pide en su oscuridad, mientras le limpia el sudor frío sobre la frente—, abre los ojos, necesito saber que lo que estoy viendo no es un sueño.

Pasa la saliva espesa antes de hacerlo. Y siente caer hacia el vacío, perdiéndose en el camino sin ninguna fuerza que pueda ayudarla a mantener el equilibrio de la muerte y la vida, como si ya nada pudiera apiadarse de ella y le diera fuerzas. 

Su cuerpo es tomado, es agarrado entre manos que se vuelven la necesitada ayuda para mantenerla todavía con vida.

—¿Clara? 

El murmullo que logra escuchar se siente pesado, conmocionado, consternado, herido…

Su cuerpo se enfría, porque había creído y había rezado que cualquier fuerza y a Dios para que hiciera que éste hombre se olvidara por completo de su rostro, de su nombre, de su pasado y de todo lo que alguna vez, llena de ingenuidad, significaba para él. 

Tiembla cuando sientes una de sus manos en sus mejillas.

—Clara —oye su nombre sobre sus labios y todo el mundo se quiebran en dos—. ¿Cómo es posible…? —incluso se da cuenta de un balbuceo incomprendido, y las palabras que le siguen salen para desmoronar todo lo que alguna vez creíste—, estás viva...

—Presidente —dice severamente el guardaespaldas, mientras los otros hombres están reunidos alrededor de la habitación, observando las ventanas, apuntando con sus armas cualquier índice de peligro hacia el hombre que está arrodillado delante de Clara, mirándola atónito mientras descubre su cara—. Señor presidente, debemos marcharnos. Tenemos que seguir con el protocolo de sacarlo de aquí y llevarlo a un sitio seguro. Aquí no está seguro. 

Se oye la voz de una mujer, con blazer y falda de tubo gris, con un télefono en su mano, interrumpiendo al guardaespalda y acercándose hacia el presidente.

—¡Debemos irnos, señor! —exclama ésta nueva mujer—. ¡Debe venir con nosotros!

—Una médica, señor —alguien se acerca con otra mujer, y el atropello de las voces, de la docena de cuerpos caminando de un lado al otro no dejan que Clara piense con seguridad. Y el dolor que acaba con su juicio simplemente está siendo uno solo con ella—. ¡Saquen al presidente de aquí! ¡Ahora! —exclama éste nuevo guardaespalda. 

—¡Señor presidente! —el guardaespaldas, Arthur, se acerca hacia el hombre para tomar su hombro—. Debemos irnos ahora mismo, no debemos perder más tiempo. 

Clara siente las manos con guantes azules de la mujer médico sobre su herida, y ahora ya no es el dolor que la hace desvariar, sino los ojos que siguen viéndola como si hubiese visto a un muerto, a un cadáver, un fantasma. 

—Estará bien, me encargaré de ella, señor presidente —dice la médico—, pero debo estar a solas con ella, está débil y sus signos están debilitándose. 

—Señor presidente, vámonos ahora mismo. ¡Ahora! —expresa Arthur, señalando a sus otros hombres para comenzar con la ida de esa sala—. ¡No tenemos tiempo!

Y el presidente se pone de pie, sin quitar los ojos de Clara. 

Son los mismos de siempre, con ese color ámbar, casi dorados, que alguna vez adoró como una luz en su vida, y que ahora sólo son grietas del pasado que la hirieron. Sus mundos vuelven a colisionar y Clara, herida de gravedad y dispuesta a darle la bienvenida a la muerte si así es el destino, endurece la mirada y la baja hacia la mujer que ahora es la única que salvará su vida. 

Sin ninguna otra cosa qué decir, el presidente agarra su chaqueta del traje y se da la vuelta. 

Todo el tumulto de personas lo sigue como si su vida dependiera de eso, dejando apenas a dos hombres que siguen viendo la ventana y que mantienen la vista fija en el caos que permanece afuera. 

—Señorita, le pondré anestesia y así sacaremos la bala. Tendremos que llevarla al hospital para que…

—No se preocupe, estoy bien —responde Clara, acomodándose en la silla y tragando saliva. Sus propias emociones son un propio caos—. Haga lo que tenga que hacer aquí, soportaré.

La mujer abre sus ojos con su respuesta, sin creer que ha pedido algo como eso. Pero tiene tiempo para preguntar algo más porque se juega la vida de Clara en sus manos, y lo único que le indica entonces es mantenerse calmada. 

Es peor de lo que imagina, no hay descripción en el mundo que se asemeje a lo que siente una vez recibe el primer descargue de sufrimiento que la azota de pies a cabeza. Clara clava las uñas en la silla, y ahoga el grito en la garganta.

—Señorita, déjeme ponerle la anestesia.

—¡No, siga! —exclama, sin poder contener el grito. Su único pensamiento es su niño, su pequeño hijo y la luz de tus ojos esperando por ella como todas las noches—. Siga, por favor. No pare. No hay tiempo y ambas sabemos que si salgo de aquí sin que usted me cure no sobreviviré al viaje.

Es lo que necesita la mujer para mantener la cabeza fría y continuar, haciendo omisos a su respiración furibunda, entumecida y extasiada. 

No sabe cuánto tiempo pasa para que la médica, de nombre Julieta, le salve la vida. No presta atención a la bala que recibió echada en un frasco de plástico, ni a las gasas llenas de sangre en el suelo y tampoco a la venda nueva que tiene su brazo. Simplemente Clara deja caer la cabeza hacia atrás, sin aliento, con la garganta seca y sin permitirse decir otra cosa porque su debilidad está consumiendo su ser.

—¿Cómo se siente? ¿Está bien…? —pregunta Julieta cuando le limpia el sudor—. Por Dios, ahora debemos irnos. ¡Guardia! Ayúdeme a llevar a esta mujer al hospital más cercano. 

La detiene, tomándola del brazo.

—Te agradezco…—susurra, pero luego niega—, pero no hace falta. Simplemente necesito irme a mi casa.

—¿Ha perdido la razón? Eso no puede ser posible —Julieta indica una vez por todas cuando el guardia la ayuda a levantarse—, nos iremos ahora mismo al hospital. 

Antes de responder, ya vuelve a observar el pasillo. Es capaz de dar pasos con la ayuda del guardia y de la propia Julieta que dispersa a todo aquel que se interponga en el camino.

El bullicio la sorprende entre su ida de debilidad porque oye los flashes de las cámaras, los alaridos que deben ser las preguntas de la prensa y los pasos que se acerca y se marchan, pero Julieta decide que saldrán por la puerta de atrás. 

El guardia deja a Clara en el carro negro blindado, pero está bastante dopada como para preguntarse por qué no es una ambulancia, y se sienta mientras Julieta observa su herida y le da de beber.

—Por Dios, es una mujer fuerte —expresa Julieta, sintiendo como Clara tiembla por la temperatura normal y seca su sudor—, no se preocupe, estará mejor ahora. ¡Adelantate, Fabio! Debemos llegar cuánto antes. 

El carro acelera cuando el guardia oye a Julieta. 

Su mente sigue colapsando pero en sus ojos cerrados sólo ve a su hijo, esperando por ella. ¿No podrá llegar a casa esa noche? Se preocupará, su pequeño hijo se preocupará y puede imaginar sus ojos ámbar claros como la luz del sol tristes. “¿Dónde está mi mami?” Se sienta mientras Julieta exclama con fuerza.

—¿¡Qué hace?! 

—Tengo que regresar a mi casa —dice, moribunda—. Por favor.

—Regresará —le dice Julieta—, pero antes, debemos cumplir.

—¿Cumplir? —pregunta Clara, confundida.

La camioneta se detiene y Julieta la ayuda a bajar. Sus ojos, entrecerrados, observan el lugar y tiene que retroceder.

—¿Qué hacemos aquí…?

—No se preocupe, aquí la atenderán los mejores médicos —Julieta la jalonea, despacio—. Vamos, sígame. 

Antes de que pueda mencionar algo más, o quejarse, sus pasos se dirigen hacia la casa presidencial. Sus pulmones ni siquiera pueden respirar con certeza. 

Queda sentada una vez más en uno de los cuartos y Julieta la acompaña hasta que ambas oyen una voz que la hacen temblar otra vez.

—Déjame a solas con ella. 

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo