Al día siguiente Santino se despertó por el sonido de la alarma. Sus ojos estaban rojos, no había podido conciliar el sueño hasta entrada horas de la madrugada. Y cuando lo hizo, un ciclo de pesadillas revivían pequeñas imágenes de su pasado. Estuvo sentado a la orilla de la cama por varios minutos. No sabía cuánto. Sentía una pequeña punzada en su frente. Su rostro se paseaba alrededor de la habitación que apestaba a tabaco y sudor. Se desplazó hasta el lavamanos y allí miró su rostro. Apenas si tenía veintinueve años, pero parecía de más. La preocupación estaba acabando con su juventud, o tal vez era su sed por hacer pagar a los culpables. En su cabeza no había más que malestar, humedeció su rostro hinchando y lo secó. Una barba bastante tupida y desaliñada cubría la mitad de él. La podó con criterio hasta quedar sólo un poco. Como una barba de varios días. Luego de ducharse, se preparó para enfrentar su día. No sabía lo que le esperaría. De camino, ol
A toda velocidad se marcaban las luces de la noche reflejada en lo negro de su traje y su motocicleta. Le gustaba sentir la adrenalina recorriendo por sus venas como droga que lo potenciaba y lo volvía adicto cada vez que la obtenía; La violencia del aire golpeando su cuerpo mientras, como ave, se hacía con él y lo metafísico se volvía real. El velocímetro decía 150 km/h cuando, a la distancia, se percató de un auto obstruyendo el paso. Con reflejos felinos, frenó con dureza lo suficiente para lograr llegar a sólo un par de metros de él. Su mirada se postró en el asiento del conductor cuando notó que no había nada más que la ausencia de uno. El auto permanecía encendido y la puerta del conductor estaba abierta. Observó con perspicacia alrededor del lugar, pero todo estaba oscuro. Sin acicalarse, con ayuda de sus pies, movió su motocicleta hacia un lado. La apagó y se bajó de ella. El camino de asfalto era de una sola vía, pertenecía a un circuito donde se encontraba una esp
Cuatro años después En la comodidad de una cama, dos cuerpos descansaban desnudos en el alba de una noche sin precedentes, el cuarto estaba completamente hecho un desastre, restos de ropas, que quizá fueran de aquellos cuerpos, esparcidos como estrellas en el universo. En la ventana se podía ver el cielo pintado de un naranja potente que daba lugar al día luego de que la noche cediera su puesto. Los rayos del sol empezaban a iluminar la habitación, y con ella, se apreciaba el blanco de las cuatro paredes que apreciaban historia. Fue en ese lugar donde Marco abrió sus ojos con suavidad. Procedió a sentarse a un lado de la cama cuando una fuerte migraña amenazó con fulminar su cráneo desde la sien. Colocó su mano derecha en su cabeza mientras sus ojos se rendían al malestar. —Maldita migraña— dijo entre un susurro casi entre dientes. Alargó su brazo hacia la mesita de noche color caoba. Buscó en una de las dos gavetas hasta conseguir un analgésico. Con la gargant
Cubierta con el neón rojo, Ophelia miraba el reflejo de su rostro. El contorno de luz con el color de su cuerpo convertía su cuerpo en el vinotinto que tanto le gustaba. Con sus manos, peinó su larga cabellera castaña y ondulada que hacía contraste con el blanco de su rostro. Sus ojos delineados de negro que resaltaba lo verde de ellos con pequeñas pinceladas de una marrón miel que brillaba con el reflejo del sol. —Tú eres la maldita jefa— le susurraba con fuerza y determinación a su reflejo — Ahora sal, y cierra la maldita venta. Con sus dedos le dió los últimos retoques al carmesí en sus labios y salió del baño con una seguridad envidiable. El sonido de sus tacones resonaba como ecos en la inmensidad de los largos pasillos hasta llegar a una puerta negra con una manija horizontal colocada en el medio. De pronto, el eco desapareció para sólo escucharse la suavidad de Bach en el fondo de la galería. La luz se hizo de nuevo ante ella, y caminó hasta el lugar do
El destino del vuelo era la ciudad de Caracas. Al llegar, tomó un taxi hasta la terminal de autobuses y compró un boleto a Mérida. Luego de muchas horas de camino, llegó al amanecer a su destino. Se alojó en un hotel de muy bajo perfil llamado el reposo muy cerca de la región llana de la ciudad. Tomó un autobús y se bajó en la última parada, caminó unos diez kilómetros por las montañas hasta llegar a un pequeño rancho ubicado en el medio de las montañas. Iba a ser su hogar los siguientes cuatro meses. Necesitaba desaparecer. Perder totalmente la comunicación de toda la gente que había conocido. Necesitaba dejar de existir por un tiempo en busca de esa epifanía. El rancho le pertenecía a un tío paterno que ganó en una apuesta haces años. Él lugar era completamente desolado. Las únicas personas que conocían de aquel sitio era su tío, que había fallecido hace años, y Andrés, un ex guerrillero colombiano amigo de su tío que desertó cuando su hermano fue fusilado por ayudar a
Marco, o mejor dicho, Santino, extendió, su pasaporte hacia el personal de emigración del aeropuerto. La mujer recibió el documento y lo inspeccionó. Lo detalló con curiosidad mientras volvía al pasaporte. Al percatarse de la escena, Santino se quitó sus anteojos de sol y sonrió. —¿Motivo por el que estuvo tanto tiempo fuera?—pregunta en un italiano muy cuidado. —Asuntos personales —respondió—. Se podría decir que negocios. —¿Se quedará? —Un par de meses a lo mucho. La mujer lo vuelve a mirar, se percata de aquel hombre por encima del metro ochenta, una curiosa barba castaña tupida, sin embargo muy cuidada. Brazos largos, el torso cubierto por una chemise blanca, un pantalón de lino marrón muy cuidado, y unos tenis blancos que le daban un fresco al estilo muy formal. Tanteó una de las hojas del pasaporte y le puso un sello —.Bienvenido a Roma señor, Santino.—le devolvió el documento sin emascularse —. ¡Siguiente! Cruzó la puerta de inmigración y
Impulsado por la nostalgia, Santino dió un paseo largo por el barrio donde creció, los ruidos de scooter abrazaban los ecos en cada vereda, sus dedos rozaban las paredes de las calles y con cada roce, nuevos recuerdos entraban a él. Las calles eran de piedras y angostas, pincelados con un tono marrón claro que le daba aspecto de antiguo. Niños corrían y él se percataba que no le robaran nada. Creció en unos de los barrios más pobre de Roma, donde el agua no llegaba a las tuberías y los huérfanos tenían que jugarse la vida para robarle a los mercantes. —¿Crees que saldremos de aquí alguna vez?— escuchó una conversación de dos niños, delgados y con mucha hambre.—te prometo que algún día saldremos de aquí. —No hagas promesas que no puedes cumplir.—le respondió al niño en su mente. Cruzó hacia la derecha y pudo ver una ventana bastante pequeña entre abierta. Apenas si cabía su cabeza, miró adentró y estaban esos niños conversando. Sus lágrimas recorrieron las mejillas d
Después de un día de mierda y algunas pastillas para dormir combinadas de un tequila barato que había comprado Javi la noche anterior, Ophelia sentía que el mundo iba a estallar, aún permanecía un poco ebria y su aliento apestaba a alcohol. Se había quedado en el apartamento de Javi, la visita del día anterior la hizo imaginar que ya no se sentía protegida en su propio hogar, y tal vez tenía razón. Su paranoia la llevaba a pensar que la observada, que la seguían, que en cada esquina un hombre vestido de negro la iba saludar con una sonrisa hipócrita. —Buenos días— dijo Javi mientras caminó hasta la cocina con un ánimo insuperable. —Iug— sólo logró decir. Se incorporó en el sofa donde pasó la noche anterior —. ¿Cómo es que te ves tan bien y yo tan..?—movió sus manos señalando la desaliñes de su aspecto. —Se llama masturbación querida — abrió la nevera y sacó un envase lleno de juego de naranja —. Deberías probarlo. Ophelia giró sus ojos y miró el hermoso d