Cuatro años después
En la comodidad de una cama, dos cuerpos descansaban desnudos en el alba de una noche sin precedentes, el cuarto estaba completamente hecho un desastre, restos de ropas, que quizá fueran de aquellos cuerpos, esparcidos como estrellas en el universo.
En la ventana se podía ver el cielo pintado de un naranja potente que daba lugar al día luego de que la noche cediera su puesto. Los rayos del sol empezaban a iluminar la habitación, y con ella, se apreciaba el blanco de las cuatro paredes que apreciaban historia.
Fue en ese lugar donde Marco abrió sus ojos con suavidad. Procedió a sentarse a un lado de la cama cuando una fuerte migraña amenazó con fulminar su cráneo desde la sien. Colocó su mano derecha en su cabeza mientras sus ojos se rendían al malestar. —Maldita migraña— dijo entre un susurro casi entre dientes.
Alargó su brazo hacia la mesita de noche color caoba. Buscó en una de las dos gavetas hasta conseguir un analgésico. Con la garganta reseca, tanteó algunos vasos que estaban por encima y tomó el contenido de uno en conjunto con tres analgésicos.
—Vodka— resopló amargamente. Era lo que tenía el vaso.
Volvió a poner su mano en su cabeza, pero esta vez masajeo su rostro, sus pómulos y su nariz. Miró a su lado aquella mujer que seguía dormida ajena a su migraña preguntándose si alguna vez habría dormido tan jovialmente como lo hacía ella.
Caminó hacia el baño, se miró al espejo; su cara estaba hinchada y roja. Su cuello y pecho lleno de chupones y moretones. Inspeccionó por instante la cantidad de rastros que aquella mujer había dejado en su cuerpo para luego mirarse a los ojos. Era fría y penetrante, sus ojos negros le abrían una ventana a la paradójica capacidad de ver más allá de la mirada de otros, pero nunca de la suya.
El agua cayó mientras sus dos manos se apoyaban de la pared y, con su cabeza hacia abajo, luchaba entre pensamientos inconclusos que se diluían por el agua que caía. La frescura de ella lo golpeaba; recorría todo su cuerpo, como inspeccionando cada parte de su ser reseco en busca de alguna debilidad.
El agua era un efecto placebo en aquel cuerpo bronceado.
De pronto, sintió que dos manos que rodeaban su cintura desde su espalda. La suavidad y delicadeza de ellas se unían con la humedad haciendo fricción en él. Siguieron su camino hasta sus muslos duros y tonificados, dejando marcas de placer en forma de aruños. Un suspiro hizo que descarrilara el curso del agua que caía. Apenas si rodeaban su miembro duro y caliente. La temperatura de él hacía contraste con lo frio de la mujer. Sin embargo, poco duró esa frialdad.
Llegó al cuello de Marco y apretó con fuerza su mandíbula mientras su otra mano sentía la textura de su miembro. El aire se volvió denso, el vapor del agua empañó el espejo del baño, y con ello también la vista de ambos.
Ella sabía cómo tocarlo, entendía su placer y su unía a él. Pero para Marco no era suficiente. Se dio la vuelta con determinación y rapidez. Clavó en ella una mirada de firmeza que impactaba la cordura. Ella lo había entendido, no necesitaba palabras demás.
Marco veía como el rostro de la mujer describía inocencia mezclada con un toque de lujuria y miedo. Ella se arrodilló a su merced eres una buena chica pensó mientras sus labios se abrieron describiendo una sonrisa pícara y de satisfacción. Eso le gustó a ella, sabía cómo complacerlo.
Recogió el cabello de la mujer en forma de cola, sus dedos se hundieron hasta formar un puño con él. Giró un poco la muñeca y notó cómo el rostro de ella también lo hacía. Mirándolo fijamente a sus ojos, cubrió con su boca el miembro muy lentamente hasta tocar su garganta.
Con furia, Marco movió su cadera rítmicamente mientras sus ojos se perdían en la dulzura del rostro de la chica; inocencia, placer y sumisión describían la cara.
—Eres mía— dijo fuertemente. La chica lo correspondió asintiendo la cabeza.
Segundos duraron hasta que su cuerpo se tensó y, con una rabia y violencia, empujó una última vez hasta que no quedó nada más en él que tranquilidad.
Quedó mirando por unos segundos los labios de la chica donde quedaron restos de él –trágalo todo— ordenó con firmeza. La chica llevó sus dedos a sus labios para luego limpiarlos con una sonrisa.
Luego de ello, Marco salió del baño dejando a la chica arrodillada que lo observaba irse.
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Percibiendo la ciudad que yacía debajo de sus pies, desde el balcón, Marco disfrutó de un café como le gustaba; negro y sin azúcar. Encontraba el placer de lo amargo en situaciones adversas al disfrute de una taza. Era algo que había heredado de su abuela —siempre es buen momento para una taza de café amargo— decía ella, y desde pequeño aprendió de ello.
—¿Te iras hoy? — preguntó Nicole—.Tal vez no deberías…
Tal vez esperaba que la interrumpiera, pero él no dijo nada. Divagaba con el impulso de pensamientos rotos tratando de adherirse a algo real. Sus manos estaban tensas al igual que sus sienes. No dejaba de mirar la ciudad. Cada sorbo de aquel elixir negro no hacía más que combatir con las ganas de saber si era algo correcto. Estaba lleno de dudas. En el momento que empiezas a dudar, es cuando pierdes la determinación — pensó.
—El vuelo sale a las dos de la tarde — dijo al fin mientras daba otro sorbo—. Necesito empacar.
Nicole lo miraba desde el otro lado de la habitación con los brazos cruzados y la espalda apoyada en la pared. Su cara no era más que angustia y miedo. —Déjame acompañarte — pidió.
—Deberías irte — caminó hacia la mesa de noche, colocó la tasa vacía con rastros de café en él y caminó hacía el closet—. Te deben estar esperando en casa.
La cara de Nicole describía tristeza, se quitó el quimono de seda negro que tenía puesto dejando su desnudez expuesta a los confines de la habitación, buscó en el suelo su short de lino, sus botines negros y una franela blanca bastante holgada que le gustaba mucho usar.
—Me escribes cuando llegues — comentó antes de salir de la habitación sabiendo que no lo haría, pero teniendo una pequeña esperanza en aquellas palabras. — ¿Lo prometes?
—Lo prometo — mintió.
Cubierta con el neón rojo, Ophelia miraba el reflejo de su rostro. El contorno de luz con el color de su cuerpo convertía su cuerpo en el vinotinto que tanto le gustaba. Con sus manos, peinó su larga cabellera castaña y ondulada que hacía contraste con el blanco de su rostro. Sus ojos delineados de negro que resaltaba lo verde de ellos con pequeñas pinceladas de una marrón miel que brillaba con el reflejo del sol. —Tú eres la maldita jefa— le susurraba con fuerza y determinación a su reflejo — Ahora sal, y cierra la maldita venta. Con sus dedos le dió los últimos retoques al carmesí en sus labios y salió del baño con una seguridad envidiable. El sonido de sus tacones resonaba como ecos en la inmensidad de los largos pasillos hasta llegar a una puerta negra con una manija horizontal colocada en el medio. De pronto, el eco desapareció para sólo escucharse la suavidad de Bach en el fondo de la galería. La luz se hizo de nuevo ante ella, y caminó hasta el lugar do
El destino del vuelo era la ciudad de Caracas. Al llegar, tomó un taxi hasta la terminal de autobuses y compró un boleto a Mérida. Luego de muchas horas de camino, llegó al amanecer a su destino. Se alojó en un hotel de muy bajo perfil llamado el reposo muy cerca de la región llana de la ciudad. Tomó un autobús y se bajó en la última parada, caminó unos diez kilómetros por las montañas hasta llegar a un pequeño rancho ubicado en el medio de las montañas. Iba a ser su hogar los siguientes cuatro meses. Necesitaba desaparecer. Perder totalmente la comunicación de toda la gente que había conocido. Necesitaba dejar de existir por un tiempo en busca de esa epifanía. El rancho le pertenecía a un tío paterno que ganó en una apuesta haces años. Él lugar era completamente desolado. Las únicas personas que conocían de aquel sitio era su tío, que había fallecido hace años, y Andrés, un ex guerrillero colombiano amigo de su tío que desertó cuando su hermano fue fusilado por ayudar a
Marco, o mejor dicho, Santino, extendió, su pasaporte hacia el personal de emigración del aeropuerto. La mujer recibió el documento y lo inspeccionó. Lo detalló con curiosidad mientras volvía al pasaporte. Al percatarse de la escena, Santino se quitó sus anteojos de sol y sonrió. —¿Motivo por el que estuvo tanto tiempo fuera?—pregunta en un italiano muy cuidado. —Asuntos personales —respondió—. Se podría decir que negocios. —¿Se quedará? —Un par de meses a lo mucho. La mujer lo vuelve a mirar, se percata de aquel hombre por encima del metro ochenta, una curiosa barba castaña tupida, sin embargo muy cuidada. Brazos largos, el torso cubierto por una chemise blanca, un pantalón de lino marrón muy cuidado, y unos tenis blancos que le daban un fresco al estilo muy formal. Tanteó una de las hojas del pasaporte y le puso un sello —.Bienvenido a Roma señor, Santino.—le devolvió el documento sin emascularse —. ¡Siguiente! Cruzó la puerta de inmigración y
Impulsado por la nostalgia, Santino dió un paseo largo por el barrio donde creció, los ruidos de scooter abrazaban los ecos en cada vereda, sus dedos rozaban las paredes de las calles y con cada roce, nuevos recuerdos entraban a él. Las calles eran de piedras y angostas, pincelados con un tono marrón claro que le daba aspecto de antiguo. Niños corrían y él se percataba que no le robaran nada. Creció en unos de los barrios más pobre de Roma, donde el agua no llegaba a las tuberías y los huérfanos tenían que jugarse la vida para robarle a los mercantes. —¿Crees que saldremos de aquí alguna vez?— escuchó una conversación de dos niños, delgados y con mucha hambre.—te prometo que algún día saldremos de aquí. —No hagas promesas que no puedes cumplir.—le respondió al niño en su mente. Cruzó hacia la derecha y pudo ver una ventana bastante pequeña entre abierta. Apenas si cabía su cabeza, miró adentró y estaban esos niños conversando. Sus lágrimas recorrieron las mejillas d
Después de un día de mierda y algunas pastillas para dormir combinadas de un tequila barato que había comprado Javi la noche anterior, Ophelia sentía que el mundo iba a estallar, aún permanecía un poco ebria y su aliento apestaba a alcohol. Se había quedado en el apartamento de Javi, la visita del día anterior la hizo imaginar que ya no se sentía protegida en su propio hogar, y tal vez tenía razón. Su paranoia la llevaba a pensar que la observada, que la seguían, que en cada esquina un hombre vestido de negro la iba saludar con una sonrisa hipócrita. —Buenos días— dijo Javi mientras caminó hasta la cocina con un ánimo insuperable. —Iug— sólo logró decir. Se incorporó en el sofa donde pasó la noche anterior —. ¿Cómo es que te ves tan bien y yo tan..?—movió sus manos señalando la desaliñes de su aspecto. —Se llama masturbación querida — abrió la nevera y sacó un envase lleno de juego de naranja —. Deberías probarlo. Ophelia giró sus ojos y miró el hermoso d
“Hola, Conejita, porque todavía era mi conejita, ¿verdad?, yo sé que sí. Lo sé por la forma como reaccionaras cuando veas esa palabra. Sí, así es. Te conozco muy bien. Como sabrás, pronto será el día de la luna roja. Y quiero que tú seas la anfitriona esta vez. La organización estuvo encantado contigo por tu desempeño. Evidentemente le dije que tú estabas apta para desempeñar un papel tan importante de ser la reina roja. Como lo tendrás en cuenta, no es algo que puedas rechazar. Sé que serás una buena chica y no me fallaras.” Ophelia estaba abrumada y confundida por lo que acababa de leer, sabía que había algo más allá que una simple petición; era un orden. Permanecía por mucho tiempo más viendo las palabras que significaban una odisea de sensaciones de las cuales pensaba que ya no permanecían en su interior. Tomó otro cerillo y con determinación, lo llevó a la carta, pero esta vez para verla arder. Restos de papel hecho cenizas caían al suelo del baño para r
Javi cortaba en juliana unas zanahorias, su técnica con el cuchillo era implacable y delicada. El sonido producido del metal que chocaba contra el plástico de la tabla le daba un corte dramático y profesional cada vez que cocinaba. Su concentración y delicadeza por los vegetales sólo eran superadas por la manera quirúrgica como cortaba la res. —¿Entonces?.— escuchó a Ophelia.—¿Qué opinas?.— preguntó. Javi seguía concentrado en sus cortes. La tabla debía ser de plástico siempre, él pensaba que la madera dejaba trozos en la comida que influían con su sabor. O al menos desde un punto de vista de la alta cocina. Si había algo que le gustaba más que Sex and the city era la cocina. —¿Qué opino?.—Tomó los vegetales y los echó en la salten caliente.—Ahora entiendo por qué dejaste de pintar por casi un año. Tomó el mango y con una entrenada muñeca, los movía para saltearlos. —Me comprometí.—Prosiguió ella mientras comía otro helado, pero este era de frambuesa.—Di cad
Ophelia miró su reflejo en el espejo de su baño. Su piel blanca como la luna estaba cortorneado con un sin fín de pecas dibujaban un cortorno marrón claro en sus parpados y mejillas. Un tono rojiso figuraba en su nariz mientras que sus ojos se veían más miel de lo normal. Miró su mandibula, era la misma de su madre. A veces se preguntaba si su actitud también era la misma cuando tenía su edad. Veintiocho años es un mundo, pero a la vez no es nada. Mientras que para muchos ya estás mas que preparada para tener responsablidades, igual no te toman en cuenta como alguien maduro capaz de tomar sus propias decisiones. Quizás de eso se trata la famosa crisis de los treintas, el saber que tienes tanto para dar, y sin embargo, nadie te va a prestar atención. Eres un fantasma a los ojos de los hombres y mujeres que manejan el mundo. —El detalle está en no dejar que nadie maneje tu mundo. —decía siempre su madre. —Como si eso fuera tan fácil. —se respondió a sí misma. Dejó cae