A toda velocidad se marcaban las luces de la noche reflejada en lo negro de su traje y su motocicleta. Le gustaba sentir la adrenalina recorriendo por sus venas como droga que lo potenciaba y lo volvía adicto cada vez que la obtenía; La violencia del aire golpeando su cuerpo mientras, como ave, se hacía con él y lo metafísico se volvía real. El velocímetro decía 150 km/h cuando, a la distancia, se percató de un auto obstruyendo el paso. Con reflejos felinos, frenó con dureza lo suficiente para lograr llegar a sólo un par de metros de él. Su mirada se postró en el asiento del conductor cuando notó que no había nada más que la ausencia de uno. El auto permanecía encendido y la puerta del conductor estaba abierta. Observó con perspicacia alrededor del lugar, pero todo estaba oscuro. Sin acicalarse, con ayuda de sus pies, movió su motocicleta hacia un lado. La apagó y se bajó de ella.
El camino de asfalto era de una sola vía, pertenecía a un circuito donde se encontraba una especie de mirador que le daba vista al océano. Era uno de sus lugares favorito, a veces se sentaba a deslumbrase por el océano y sumergirse en sus pensamientos. El auto estaba a unos cuantos metros de ese lugar, ―tal vez esa persona estaría en él—. Es lo que pensó. Decidió caminar esos metros a la par de lamentarse por estar viviendo aquella situación. Adoptando una actitud defensiva alimentada por su rabia y molestia, galopaba con tal rapidez que sus zapatos sonaban con la dureza del asfalto.
A la distancia, notó la figura de una persona muy cerca de la baranda de aquel mirador. Se felicitaba por una parte al saber que había tenido la razón, por otra, su molestia aumentaba al saber lo poco responsable que había sido ese individuo. Pudo haber muerto de no haberse dado cuenta antes. Tal vez si sus frenos hubiesen fallado, entonces su historia sería la de convertirse en comida para los peces.
— ¡Hey! — Empieza a gritar mientras se acerca —. ¡¿Puedes mover el maldito auto del camino?!
Pero la figura no reaccionaba, seguía mirando al mar mientras sus manos se postraban en la baranda de concreto. Estaba absorta de él, formando parte de los cientos, o puede que miles, navegantes enamorados de su belleza.
— ¡Casi me mato gracias a ti! — Prosigue gritando —. ¡Hey!, yo sé que me escuchas. No hay nadie más aquí.
Tras emitir esas últimas palabras, de pronto la figura se sube a la baranda de concreto tratando de hacer equilibrio con sus brazos sin quitarle la vista al mar, hipnotizada por el sonido de las olas que chocaban con las rocas apreciando la fuerza con la que el agua se volvía burbuja.
Marco al ver aquella escena imprevista, empieza a correr alimentado con la misma adrenalina que sentía cuando montaba su motocicleta.
— ¡Espera! — gritó ahogado por el ajetreo de su esfuerzo por llegar lo antes posible.
Invadido ahora también por el miedo, Marco se apresuró hasta llegar al lugar.
— ¡Espera! — Dijo nuevamente. Sus manos se postraron en sus muslos para recuperar el aliento.
La presión en el pecho con la falta de aire no lo dejaba respirar con normalidad. A través de la poca luz alimentada por una pequeña lámpara a tan sólo un par de metros de la figura, pudo notar que era una mujer.
— ¿Qué estás haciendo? — preguntó ahora más calmado.
La mujer permanecía de pies manteniendo un equilibrio envidiable. Estaba de espaldas a él. Su respiración era muy tranquila y pausada, como la de alguien que acepta su destino. Como que entiende la realidad de su vida cuando un huracán actúa con criterio sin mediar las consecuencias de sus actos.
Marco, que aún permanecía en el asfalto, intentó caminar muy despacio escuchándose la tierra expandirse por sus pasos al salir del camino.
—No te acerques — Sentenció una voz bastante suave llena de firmeza.
Sorprendido al escucharla, Marco da un paso hacia atrás sin dejar ni un segundo de mirarla. Su cuerpo seguía tenso, pero aun así permanecía alimentado por el chorro de adrenalina. Luego de un par de segundos, empezó a dar otro paso al frente evitando que se escuchase. No tuvo éxito alguno.
— ¡Dije que no te acercaras! — gritó la voz que, si bien se tornó un poco más impactante, todavía resguardaba esa aura de suavidad y ternura.
— ¿Qué se supone que estás haciendo? — Preguntó Marcos creyendo que esta vez iba a recibir una respuesta —. Debes tener cuidado. Esas barandas son muy resbaladizas.
—Digamos que no es tu maldito problema — refutó ella.
Recobrando la rabia de segundos atrás, Marco entendió que la mejor manera sería hablar como si no hubiera tal situación. Como si esa figura en vez de estar parada en aquella baranda resbaladiza, estuviera más bien en el banco de madera a unos metros de ella.
—Lo es si no estacionas bien tu automóvil — responde él —. Venía a 150 km/h. De darme cuenta segundos después, ya no existiría.
—Bueno — respondió la voz de forma sarcástica —. ¿Por qué ibas a 150 en una carretera donde el máximo son 80 km/h?
Marco dibujó una sonrisa pícara al darse cuenta de la irónica situación de ambos.
—Pues… — respondió luego de una pequeña pausa —. Digamos que no es tu maldito problema.
Una sonrisa brilló en la oscuridad de aquel rostro que sólo duró segundos nada más. Lo frio de la noche daba lugar a una escena bastante frívola y cruda. La violencia es el fruto de una civilización sumergida en el entretenimiento. Y eso eran ellos, simples peones de algo más allá de todo.
El aire frívolo del mar los abrazaba, y el sonido de la briza se combinaba con el mismo silencio que no era más que violencia. Ella seguía con los brazos abiertos mirando el horizonte oscuro, creyendo que mientras más lo hiciera, encontraría el momento exacto cuando el cielo se volvía agua.
—Oye… — dijo finalmente Marco rompiendo el silencio —. No sé realmente lo que pasó, pero pienso que, quizás, no es la forma de lidiar con eso.
—De eso estás seguro — responde la voz luego de meditar por segundos la respuesta —. No sabes lo que sucedió. Sólo te preocupa una cosa.
— ¿Y qué es esa cosa?
— La razón por la que viniste a este lugar.
Él llevó su mano derecha hasta su nuca y empezó a acariciarse en círculos sintiendo un poco de placer. Da otros pasos más, pero esta vez sin cuidado, sin desmesurarse.
— ¡Te dije que no te movieras!
Se sentó en el banco de madera y metal que estaba junto ella. Suspiró como si la vida se fuera con él, pasó sus manos por su rostro en señal de cansancio y luego miró de nuevo aquella figura tratando de detallarla con la poca iluminación. La mujer tenía unas zapatillas blancas de esas que no usan trenzas o agujetas para atarlos, muy parecidos a los de ballet. Su pantalón también del mismo color, holgado y seguramente de una marca muy costosa. En la parte superior de su cuerpo, una pequeña blusa negra que dejaba ver sus clavículas pronunciadas con tiras delgadas apenas cubría su torso y su cabello ondulado castaño hasta sus hombros.
Marco observó sus botas negras que se habían ensuciado por la tierra y luego volvió a mirar a la mujer.
—Sólo quería sentarme — no le quitaba los ojos de encima —. Tuve que correr pensando que ibas a saltar.
—¡Lo voy hacer! — refutó la mujer con agresividad.
Él se inclinó hacia atrás postrando su espalda en el banquillo. Abrió sus brazos de par en par y los colocó también en el banco. Sus piernas en forma de v terminan de dar el resultado final a su postura despreocupada y habida de tranquilidad.
—Ya hubieses saltado — respondió mirando esta vez el océano.
Estuvo unos segundos admirando la oscuridad del mar. Sorprendentemente se veía algo, pero no lo literal ni lo obvio, él veía una historia que transcendía épocas antiguas donde ellos no existían. — El océano tiene vida — pensaba siempre —. Y lo curioso es que a través del tiempo te muestra la realidad de la vida; lo vacía que puede llegar a ser.
Algunas veces lo estas mirando queriendo tener un propósito de vida, otras veces buscas un propósito para quitártela. Él siempre estará ahí, no tiene las mentes frágiles como los humanos, ha visto gente morir y aún sigue siendo él.
Envidiaba al mar, porque al final el mar siempre quiere que lo envidiemos.
—Ha sido una noche larga — cierra sus ojos —. Esperaré aquí hasta que decidas bajar. Luego caminaremos a tu automóvil, ambos iremos en caminos separados para nunca más hablar de esto.
A veces el silencio es la mayor violencia que puede existir en un momento. Esa noche no hacía más que abrazarlo y crear una crudeza muy latente.
Lagrimas bajaban por el rostro de la mujer, que se notaba joven, y morían en sus hombros dejado epitafios invisibles en su piel. Sus labios se secaron y golpearon su garganta de tal forma que sintió como si tragara algo tan pesado como el mismo cemento solidificado. Pequeños sollozos abrieron los ojos de Marco, entonces su mirada se clavó en la espalda de ella.
—Mi madre murió — ya no había firmeza en ella.
Él apartó su vista, se concentró en lo lejos que pudiese estar de aquél lugar en ese momento. No supo cómo sentirse. Frunció sus labios haciendo una mueca de resignación y pena. Llevó su pulgar derecho a ellos, con sus dientes afilados, mordió el nudillo sintiendo la agudeza en su piel. El silencio seguía haciendo de las suyas, la noche seguía siendo más oscura y los cuerpos ya no combatían con el frio habían sucumbido a él.
—La vida es una m****a —comentó Marco afligido —. A veces lo es más de lo normal, otras menos. Otras sólo intentas encontrar el equilibrio.
Se levantó del banco impulsado por sus palabras, caminó hacia la baranda, se inclinó en ella dejando sus brazos cruzados. La chica permaneció a su lado.
—Ya entiendo — Dice él luego de estar unos segundos en silencio.
La chica no respondió, permaneció callada a la espera de algo. Su piel hacía contraste con la oscuridad de la noche y se unía a ella para formar algo más que simple arte. Si el mayor símbolo de belleza era una mujer, entonces le hacía más que honor al título tan extravagante, pero muy merecido.
—Es una hermosa vista. Tampoco me bajaría de ser tú —sus ojos permanecieron admirando el horizonte oscurecido —. Sí, una hermosa vista.
Sacó una caja de cigarrillos de su chaqueta, abrió su zippo plateado y el humo se hizo presente.
— ¿Fumas? — preguntó Marco. Le mostró la caja sin verla al rostro.
— ¿No te dijeron que cada cigarro es una bala en la recamara? — contesta la mujer en tono sarcástico.
Sumergido por sus pensamientos, Marco mira hacia el acantilado, y deja caer su cigarro aun encendido con restos de tabaco contando en su mente los segundos que tarda en caer.
—Quizá ya la recamara está llena y sólo espero el disparo —responde cuando el cigarrillo se pierde en la oscuridad de la noche.
La chica sin previo aviso, se sienta en la baranda de concreto dejando sus pies expuestos a la inmensidad de la caída. Su piel realmente era blanca como la nieva, y sus manos muy pequeñas y delicadas.
—Nunca es tarde para empezar a fumar —comenta la chica.
—O para dejarlo.
Para ambos, sus rostros eran ajenos, no importaba nada más que el simple hecho estar en ese lugar. Ella pensaba en las oportunidades que se podían presentar cuando algo va a pasar. —Todos tenemos un emisario de muerte, y a cada persona se le presenta de distintas maneras— pensaba ella. Puede que precisamente sea ese hombre el suyo y por ello que le ofrece un cigarrillo. No hay mejor oportunidad para fumar cuando sabes que ya no te queda más nada que el vacío, y es precisamente el humo que te llena de algo toxico, porque al final, todos necesitamos un porcentaje de toxicidad en nuestro organismo antes de sucumbir.
—Voy a considerar tu oferta —ella rompe el silencio.
—Me temo que ya no está disponible esa oferta —dijo él luego de un suspiro profundo —. Tu primer y último cigarrillo será cuando sea tiempo de partir. Y no creo que sea tuyo.
La mujer miró por primera vez el perfil del rostro de su emisario de vida. Giró dándole la espalda a la oscuridad del mar y bajó la baranda de concreto. Caminó hacia el asfalto, miró por última vez el cuerpo del hombre preguntándose qué demonios había pasado.
—Por cierto —comenta él sin dejar de quitarle la vista al horizonte —. No eres la única que perdió algo importante hoy.
Marco sacó otro cigarrillo de su caja, lo colocó en su boca y lo encendió dejando que el humo se uniera con la brisa fría de la madrugada. La nicotina en su lengua le dejaba un sabor amargo. Sin embargo, era el sabor que creía merecer. Un par de minutos después escuchó un auto pasar a la espalda de él para luego alejarse en la oscuridad hasta que las luces se perdieron en una curva.
—Sí, sólo espero que esa arma se dispare en algún momento —dijo en voz baja para sí mismo.
Cuatro años después En la comodidad de una cama, dos cuerpos descansaban desnudos en el alba de una noche sin precedentes, el cuarto estaba completamente hecho un desastre, restos de ropas, que quizá fueran de aquellos cuerpos, esparcidos como estrellas en el universo. En la ventana se podía ver el cielo pintado de un naranja potente que daba lugar al día luego de que la noche cediera su puesto. Los rayos del sol empezaban a iluminar la habitación, y con ella, se apreciaba el blanco de las cuatro paredes que apreciaban historia. Fue en ese lugar donde Marco abrió sus ojos con suavidad. Procedió a sentarse a un lado de la cama cuando una fuerte migraña amenazó con fulminar su cráneo desde la sien. Colocó su mano derecha en su cabeza mientras sus ojos se rendían al malestar. —Maldita migraña— dijo entre un susurro casi entre dientes. Alargó su brazo hacia la mesita de noche color caoba. Buscó en una de las dos gavetas hasta conseguir un analgésico. Con la gargant
Cubierta con el neón rojo, Ophelia miraba el reflejo de su rostro. El contorno de luz con el color de su cuerpo convertía su cuerpo en el vinotinto que tanto le gustaba. Con sus manos, peinó su larga cabellera castaña y ondulada que hacía contraste con el blanco de su rostro. Sus ojos delineados de negro que resaltaba lo verde de ellos con pequeñas pinceladas de una marrón miel que brillaba con el reflejo del sol. —Tú eres la maldita jefa— le susurraba con fuerza y determinación a su reflejo — Ahora sal, y cierra la maldita venta. Con sus dedos le dió los últimos retoques al carmesí en sus labios y salió del baño con una seguridad envidiable. El sonido de sus tacones resonaba como ecos en la inmensidad de los largos pasillos hasta llegar a una puerta negra con una manija horizontal colocada en el medio. De pronto, el eco desapareció para sólo escucharse la suavidad de Bach en el fondo de la galería. La luz se hizo de nuevo ante ella, y caminó hasta el lugar do
El destino del vuelo era la ciudad de Caracas. Al llegar, tomó un taxi hasta la terminal de autobuses y compró un boleto a Mérida. Luego de muchas horas de camino, llegó al amanecer a su destino. Se alojó en un hotel de muy bajo perfil llamado el reposo muy cerca de la región llana de la ciudad. Tomó un autobús y se bajó en la última parada, caminó unos diez kilómetros por las montañas hasta llegar a un pequeño rancho ubicado en el medio de las montañas. Iba a ser su hogar los siguientes cuatro meses. Necesitaba desaparecer. Perder totalmente la comunicación de toda la gente que había conocido. Necesitaba dejar de existir por un tiempo en busca de esa epifanía. El rancho le pertenecía a un tío paterno que ganó en una apuesta haces años. Él lugar era completamente desolado. Las únicas personas que conocían de aquel sitio era su tío, que había fallecido hace años, y Andrés, un ex guerrillero colombiano amigo de su tío que desertó cuando su hermano fue fusilado por ayudar a
Marco, o mejor dicho, Santino, extendió, su pasaporte hacia el personal de emigración del aeropuerto. La mujer recibió el documento y lo inspeccionó. Lo detalló con curiosidad mientras volvía al pasaporte. Al percatarse de la escena, Santino se quitó sus anteojos de sol y sonrió. —¿Motivo por el que estuvo tanto tiempo fuera?—pregunta en un italiano muy cuidado. —Asuntos personales —respondió—. Se podría decir que negocios. —¿Se quedará? —Un par de meses a lo mucho. La mujer lo vuelve a mirar, se percata de aquel hombre por encima del metro ochenta, una curiosa barba castaña tupida, sin embargo muy cuidada. Brazos largos, el torso cubierto por una chemise blanca, un pantalón de lino marrón muy cuidado, y unos tenis blancos que le daban un fresco al estilo muy formal. Tanteó una de las hojas del pasaporte y le puso un sello —.Bienvenido a Roma señor, Santino.—le devolvió el documento sin emascularse —. ¡Siguiente! Cruzó la puerta de inmigración y
Impulsado por la nostalgia, Santino dió un paseo largo por el barrio donde creció, los ruidos de scooter abrazaban los ecos en cada vereda, sus dedos rozaban las paredes de las calles y con cada roce, nuevos recuerdos entraban a él. Las calles eran de piedras y angostas, pincelados con un tono marrón claro que le daba aspecto de antiguo. Niños corrían y él se percataba que no le robaran nada. Creció en unos de los barrios más pobre de Roma, donde el agua no llegaba a las tuberías y los huérfanos tenían que jugarse la vida para robarle a los mercantes. —¿Crees que saldremos de aquí alguna vez?— escuchó una conversación de dos niños, delgados y con mucha hambre.—te prometo que algún día saldremos de aquí. —No hagas promesas que no puedes cumplir.—le respondió al niño en su mente. Cruzó hacia la derecha y pudo ver una ventana bastante pequeña entre abierta. Apenas si cabía su cabeza, miró adentró y estaban esos niños conversando. Sus lágrimas recorrieron las mejillas d
Después de un día de mierda y algunas pastillas para dormir combinadas de un tequila barato que había comprado Javi la noche anterior, Ophelia sentía que el mundo iba a estallar, aún permanecía un poco ebria y su aliento apestaba a alcohol. Se había quedado en el apartamento de Javi, la visita del día anterior la hizo imaginar que ya no se sentía protegida en su propio hogar, y tal vez tenía razón. Su paranoia la llevaba a pensar que la observada, que la seguían, que en cada esquina un hombre vestido de negro la iba saludar con una sonrisa hipócrita. —Buenos días— dijo Javi mientras caminó hasta la cocina con un ánimo insuperable. —Iug— sólo logró decir. Se incorporó en el sofa donde pasó la noche anterior —. ¿Cómo es que te ves tan bien y yo tan..?—movió sus manos señalando la desaliñes de su aspecto. —Se llama masturbación querida — abrió la nevera y sacó un envase lleno de juego de naranja —. Deberías probarlo. Ophelia giró sus ojos y miró el hermoso d
“Hola, Conejita, porque todavía era mi conejita, ¿verdad?, yo sé que sí. Lo sé por la forma como reaccionaras cuando veas esa palabra. Sí, así es. Te conozco muy bien. Como sabrás, pronto será el día de la luna roja. Y quiero que tú seas la anfitriona esta vez. La organización estuvo encantado contigo por tu desempeño. Evidentemente le dije que tú estabas apta para desempeñar un papel tan importante de ser la reina roja. Como lo tendrás en cuenta, no es algo que puedas rechazar. Sé que serás una buena chica y no me fallaras.” Ophelia estaba abrumada y confundida por lo que acababa de leer, sabía que había algo más allá que una simple petición; era un orden. Permanecía por mucho tiempo más viendo las palabras que significaban una odisea de sensaciones de las cuales pensaba que ya no permanecían en su interior. Tomó otro cerillo y con determinación, lo llevó a la carta, pero esta vez para verla arder. Restos de papel hecho cenizas caían al suelo del baño para r
Javi cortaba en juliana unas zanahorias, su técnica con el cuchillo era implacable y delicada. El sonido producido del metal que chocaba contra el plástico de la tabla le daba un corte dramático y profesional cada vez que cocinaba. Su concentración y delicadeza por los vegetales sólo eran superadas por la manera quirúrgica como cortaba la res. —¿Entonces?.— escuchó a Ophelia.—¿Qué opinas?.— preguntó. Javi seguía concentrado en sus cortes. La tabla debía ser de plástico siempre, él pensaba que la madera dejaba trozos en la comida que influían con su sabor. O al menos desde un punto de vista de la alta cocina. Si había algo que le gustaba más que Sex and the city era la cocina. —¿Qué opino?.—Tomó los vegetales y los echó en la salten caliente.—Ahora entiendo por qué dejaste de pintar por casi un año. Tomó el mango y con una entrenada muñeca, los movía para saltearlos. —Me comprometí.—Prosiguió ella mientras comía otro helado, pero este era de frambuesa.—Di cad