Gusto en Verte

   Marco, o mejor dicho, Santino, extendió, su pasaporte hacia el personal de emigración del aeropuerto. La mujer recibió el documento y lo inspeccionó. Lo detalló con curiosidad mientras volvía al pasaporte. Al percatarse de la escena, Santino se quitó sus anteojos de sol y sonrió.

     —¿Motivo por el que estuvo tanto tiempo fuera?—pregunta en un italiano muy cuidado.

     —Asuntos personales —respondió—. Se podría decir que negocios.

     —¿Se quedará?

     —Un par de meses a lo mucho.

     La mujer lo vuelve a mirar, se percata de aquel hombre por encima del metro ochenta, una curiosa barba castaña tupida, sin embargo muy cuidada. Brazos largos, el torso cubierto por una chemise blanca, un pantalón de lino marrón muy cuidado, y unos tenis blancos que le daban un fresco al estilo muy formal. 

     Tanteó una de las hojas del pasaporte y le puso un sello —.Bienvenido a Roma señor, Santino.—le devolvió el documento sin emascularse —. ¡Siguiente!

     Cruzó la puerta de inmigración y se dirigió a la salida de la terminal —De vuelta al infierno — se dijo a sí mismo.

     Caminando por la cornisa se sentía Santino cuando había llegado a su primer destino. Sus manos sudaron un poco mientras sus puños se hacían añicos. Hacía años que no lo visitaba, nunca pensó después de tanto que lo volvería hacer. Manejar los tiempos de cualquier situación te hace meditar en los pequeños detalles que logran un éxito rotundo, pero en este caso, se sentía impaciente y nervioso por cada paso que daba. Era como si la seguridad no tuviera sentido en él. 

     Entró a un bar bajando las escaleras de zigzag con sólo un morral marrón de tono verde opaco. Se percató que aquel sitio no había cambiado en lo absoluto. Se sentía un invasor, pero a veces no hay que invadir para encontrar un hogar.

     El lugar era bastante tosco y rustico. Las paredes estaban adornadas por ladrillos y la barra no era más que de mármol con el centro de vidrio. Se encontraba por debajo del suelo, no había ventanas y las mesas apenas si eran de madera junto a sillas del mismo material.  Un olor a licor y recuerdos nutrieron los más recónditos pensamientos de Santino, por un momento cerró sus ojos e inhaló con profundidad para embriagase con la nostalgia que le hacía sentir ese lugar. 

     —¿Puedo ayudarlo, señor? —preguntó una voz que apenas cruzaban las fronteras de la pubertad —. No hemos abierto aún.

     Santino miro a un joven de no más de 17 años al otro lado de la barra mientras limpiaba un vaso. Era una criatura con piel bronceada, delgada y no tan alta, al menos no tanto como él. 

     —¿Sigue siendo Helena la dueña de este lugar? — preguntó con curiosidad y duda.

     La postura servicial del joven cambió a una cauta, sus sienes se tensaron y su mirada se llenó de fuego — ¿Quién lo desea saber?

     Él percibió el salvajismo en cada palabra emitida por el joven. Tomó el morral de su hombro, lo llevó a la barra y se sentó. Sacó unos cigarrillos del bolsillo y le ofreció uno al muchacho. Este declinó con su cabeza — que si tienes fuego —Lo inspeccionó de pies a cabeza —. No tienes edad para estar en un lugar como este. 

     Una silueta femenina emergió de un costado del lugar, el joven la ve y baja la mirada. Sumiso por aquella figura colocó el vaso limpio en el estante y tomó el próximo. 

     —Le dije que estamos cerrados — insistió el chico. 

     Santino tomó un vaso de la barra y lo colocó en frente — en las rocas — se dio la vuelta — ¿Sabes qué, chico? Mejor seco. 

     Sin previo aviso, su cara es azotada por una bofetada. Ni corto ni perezoso, permaneció sentado en el banco mientras inhalaba otro cigarrillo. Sus ojos se encontraron con aquellas perlas de miel bañadas con una picante rabia. Sus labios fruncieron de la intensidad con que gritaba su cuerpo. 

     —Gusto en verte…. —pero fue interrumpido.

     —¿Qué haces aquí?— y como un huracán intentó abofetear  de nuevo a Santino, pero este la detuvo. La presión en sus muñecas le hizo sentir terror y tristeza. Pero aun así, la angustia y desesperación fueron las protagonistas.

     —¿Terminaste? —preguntó él, soltó su muñeca dejando la marca de su mano. 

     La mujer se dio la espalda y se dirigió a una de las mesas. Santino la siguió luego de hacer una mueca de dolor en su rostro. 

     —No te olvides del trago, chico. 

     Se sentó al frente. Veía en ella rasgos cansados y disturbios. Sus ojos profundos estaban resguardados por parpados rojizos. En sus mejillas había pinceladas de pecas que le daban un aspecto delicado e infantil. Sus labios eran finos y su mentó circular. 

     Helena le devolvió la mirada con decepción. Inhaló profundo, tanto que fue absurdo para exhalar como si la vida se fuera en ella. Su aliento de jazmín llegó al rostro de Santino. 

     —Vine de visita —comentó él mientras buscaba el cenicero. Los restos del tabaco cayeron en él así como las esperanzas que alguna vez sintió.

     Eran almas quebrantadas apunto de dialogar. Como una lucha para ver cuál lo estaba más. Pero con el objetivo de tildarse de egoístas. — No estuviste ese día y ahora vienes aquí con tu estúpida cara como si nada —Helena juntó sus manos y las colocó en la mesa —. ¿Qué haces aquí? —preguntó nuevamente inclinándose para que nadie más los escuchara.

     —Extrañaba la comida de aquí.

     —Sabes que no puedes estar aquí —susurró Helena con intensidad —. Tengo una vida aquí, no puedes venir y destruirla como lo hizo…—siendo descubierta al decir un pensamiento oscuro que guardaba muy en el fondo, dejó de hablar antes de completar la frase. 

     Un sentimiento de culpa se apoderó de ella por segundos. Miró a Santino, pero sólo veía el reflejo de un fantasma, como si el resto se tornara borroso y sólo existiera él. Sus ojos enfocaron la silueta y su garganta se hizo nudo. 

     Un trago de tequila para aclarar su garganta, pero no fue suficiente, otro trago más y obtuvo el mismo resultado. Cuando estaba a punto de llenar el tercero, Santino se interpuso entre ella y la botella. 

     Con suavidad, Helena le dio la botella a su acompañante y llevó el brazo a su cara para ahogar sus lágrimas. Sensaciones incontrolables invadieron su cuerpo delgado. Sus manos, que eran pequeñas y delicadas, se humedecieron por las lágrimas que brotaban de sus ojos. Mordió su labio inferior y trató de buscar la botella de tequila, pero ya Santino la había tomado. 

—Mierda —se dijo así misma —. Mil veces m****a — volvió a corar su mente.

     Al frente de ella, Santiago encendió su segundo cigarrillo mientras veía con regocijo y culpa el estado de su amiga. Se sentía responsable, o tal vez lo era. Sinceramente no necesitaba indagar en ese pensamiento cuando en el fondo la conclusión no le iba agradar. 

     —Sólo será poco tiempo —comentó tratando de buscar el camino al pensamiento que la convenza —. Lo prometo —otra vez mintió.

     —Tus promesas no son más que carne a los ojos de un recién nacido —respondió —. Tus palabras siempre fueron cerillos en un cuerpo hecho de gasolinas. Sólo causan caos y destrucción.

     Las palabras de Helena arremetían contra Santino de forma arrolladora. Sabía que no iba lograr nada, pero aun así permanecía allí. Ella sabía que le mentiría, pero aun así permanecía allí. 

     Santino se levantó y caminó hasta la salida —. Puedes quedarte en la habitación — dijo Helena cuando vio a su cuñado marcharse. 

     Colocó la botella en la barra —Iré a dar un paseo — subió las escaleras hasta que sus pies ya no se notaron y sus pasos ya no se oían.

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