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Cuando desperté, lo primero que vi fue la imponente lámpara colgando del techo de la habitación. Tomé aire profundamente, tratando de ordenar mis pensamientos, y me senté en la camilla. Al girar la cabeza, vi a mi madrastra, Ana, descansando en un sofá cercano. Su postura era tensa, como si no hubiera dormido bien. Pobre, ella que siempre ha sido muy buena conmigo, ahora que todo esto me ha pasado es cuando aprecio lo que ella siempre ha hecho por mí.

—Ana —la llamé con la voz aún ronca; sentía mi garganta reseca.

Ella abrió los ojos lentamente, y en cuanto me vio despierta, se levantó de un salto, acercándose a mí con rapidez y preocupación en la mirada.

—¿Estás bien? —me preguntó, su voz temblando ligeramente, como si temiera la respuesta.

Asentí. Ella merecía algo mejor, y sé que, gracias a mí, no había vuelto a mirar a otros hombres. Después de lo que pasó con mi padre, ella se centró en cumplir con lo que le prometió: cuidarme siempre.

—Perdón por todo lo malo que te he hecho pas
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