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Mi respiración era un caos, descontrolada y errática, mientras mis ojos recorrían el lugar frenéticamente en busca de Tiana. La angustia se apoderaba de mí con cada segundo que pasaba sin encontrarla. Uno de mis hombres se acercó, arrastrando a uno de los ingleses por el cuello, sujetándolo con fuerza. Lo lanzó a mis pies sin piedad, y el inglés alzó la vista hacia mí.

En sus ojos vi reflejado el terror, ese tipo de miedo que tienes cuando sabes que tu vida está en manos de alguien que no dudará ni un segundo en partirte el cuello. Y en este caso, ese alguien era yo.

—Habla, o te juro que me vestiré con tu piel y usaré tus vísceras como adornos —lo amenacé. Mi voz sonaba fría y llena de odio.

El tipo asintió frenéticamente, sus ojos llenos de pánico.

—¡Ella nos prometió dejar Inglaterra si los traíamos aquí! —balbuceó, mientras temblaba como un puto cobarde.

La ira me cegó; el odio y rencor que estaban dormidos emergieron. Iba a aplastarlo de la misma manera en que aplastaría a Ivar y
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