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El sonido de objetos arrastrados y voces murmurando me arrancó del sueño. Intenté moverme, pero un par de cadenas pesadas en mis muñecas me lo impidieron. Parpadeé varias veces, intentando aclarar mi visión, y entonces lo vi. Al fondo de la habitación, de pie como una sombra imponente, estaba mi padre mirándome fijamente.

—¿Estás bien? —preguntó con voz seca, casi distante.

Tragué el nudo en mi garganta, calmándome apenas lo suficiente para asentir.

—No soy un traidor —escupí las palabras de inmediato, quería dejar en claro todo desde un principio.

Él se acercó, su andar lento como si cargara un peso invisible, y se sentó junto a la cama. Su rostro era una máscara impenetrable, tan vacío que dolía mirarlo.

—Lo sé. Ahora descansa —dijo, pero su tono no tenía consuelo, solo un vacío helado que me enfureció más.

Levanté las manos encadenadas tanto como pude, mostrándole los grilletes.

—Hice lo que me pediste —gruñí, la rabia espesando cada palabra.

Mi padre miró las cadenas un instante a
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