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Mi padre y el resto de los hombres ya estaban preparados para bajar de los barcos. Los nervios ardían en mi pecho, un cóctel de rabia y ansiedad, pero sabía lo que debía hacer: acabar con ella y recuperar a mi madre y hermana. Mi mente retumbaba con la única verdad que me quedaba: no importaba el costo, ellas no serían parte de este caos.

Sabía, o al menos lo intuía, que ambas estaban bien. No permitiría que nadie les hiciera daño, no mientras respirara. Esta guerra no las involucraba, pero yo sí, y no sería tan desalmado como para dejarlas en manos de esos monstruos.

—¿Estás listo? —me preguntó mi padre, con la voz grave y un brillo de acero en la mirada.

Asentí sin pronunciar palabra. Apenas los barcos tocaban la orilla, muchos de los hombres saltaron al agua con ferocidad. Yo apreté con fuerza mi espada, el hierro pareciendo fundirse con mi propia voluntad, y me lancé tras ellos. Hoy comenzaba el fin de todo, y ella, por fin, conocería el verdadero significado de mi poder.

El agua
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