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Los días pasaron, y los soldados enemigos seguían sin acercarse. Algo no cuadraba; era como si se hubieran desvanecido, y aunque intentábamos no movernos del campamento, un mensaje inesperado lo cambió todo: estaban saqueando los puertos, dejando a su paso ríos de sangre y cadáveres inocentes. La llegada de esas criaturas les había dado una ventaja abrumadora. Pero algo en mí sabía que no era solo estrategia militar; querían que viéramos el caos, que nos hundiéramos en la desesperación. Era un juego psicológico, y nosotros éramos las piezas.

—¡Viggo! Ven rápido —me llamaron.

Al voltear, seguí a uno de los soldados que me llevó hasta la sala del consejo. El aire allí era pesado, lleno de susurros y miradas nerviosas. Pero lo que más me inquietó fue la ausencia de mi padre.

—Tu padre está perdiendo la cabeza —dijo uno de los consejeros con frialdad.

—Lo vimos hablando solo ayer... No podemos seguir confiando en él.

La rabia y la preocupación se mezclaron en mi pecho. Salí de inmediato
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