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Me amarraron a un árbol, las cuerdas apretaban tanto que apenas podía moverme. Dos soldados me vigilaban, con sus espadas listas, como si esperaran que intentara algo. Sus miradas eran tan frías como el acero que empuñaban.

—Tengo hambre —les dije, mi voz cargada de una falsa vulnerabilidad.

Ellos me ignoraron, manteniéndose firmes.

A lo lejos vi a Viggo acercándose con paso firme. Sus ojos estaban clavados en mí, pero el peso de su mirada era difícil de interpretar. Ambos soldados se pusieron en guardia en cuanto lo vieron aproximarse.

—Yo la vigilaré —dijo Viggo, su tono autoritario.

—Tenemos órdenes. No nos alejaremos de ella —respondió uno de los soldados, aferrando su espada con más fuerza.

Viggo no les prestó atención. Se agachó frente a mí, sus ojos escaneándome como si intentara descifrar un enigma.

—¿Es verdad todo lo que dijiste? El consejo planea darle caza a mi madre. Te los suplico, si es mentira, solo dilo—preguntó, ignorando cualquier otra cosa, incluso el hecho de que
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