Capítulo 2

Al adentrarse en el bosque de Corinto, Aradne notó que el clima se volvía sombrío y espeso. Los árboles a su alrededor crujían con cada paso que daban. Una pesadez inexplicable se apoderó de su cuerpo, y al observar el lugar se asustó al percibir la desesperación de la naturaleza. De repente, el relincho de los caballos hizo que su corazón se agitada rápidamente.

—¡No se detengan, avancen con rapidez! —gritó Gedeón. Al tirar de la cuerda para que el caballo corriera, abrió los ojos con furia para ver cómo descendían de los árboles criaturas con apariencia de aves deformes: ojos brillantes, plumas como espinas y garras afiladas.  Él se aferraba a la cuerda de su caballo mientras observaba a los Skotos cortarles el paso y se acercaban rápidamente hacia ellos, sin posibilidad de huir, Gedeón sintió cómo su caballo trataba de derribarlo. Gritó desesperadamente mientras descendía del caballo con la espada en la mano.

—¡Nos están a atacando los Skotos! Defiéndanse y huyan si logran escapar de ellos.

Sus hombres bajaron de los caballos empuñando sus espadas y comenzaron a esquivar a los Skotos. El comportamiento de estas criaturas no eran para nada pacíficos; empezaron a atacar en la densa niebla, y se abalanzaron sobre los guerreros, picoteándolos y moviendo sus alas para clavarles sus gruesas plumas.

Gedeón, al ver cómo sus hombres eran heridos, arremetía con furia contra los Skotos, tratando de esquivar sus plumas afiladas que rozaban su piel.

Aradne se encontraba rodeada por los caballos, que formaban un círculo a su alrededor. En la oscuridad, apenas podía ver, solo escuchaba los estruendos de espadas, gritos y el sonido de aleteos. Estaba inquieta por que no podía distinguir quiénes los atacaban. Se sobresaltó al ver a un guerrero caer herido cerca de los caballos. El vital líquido se esparcía por su ropa arañada. Soltó un suspiro ahogado, debatiéndose entre ayudarlo o aprovechar la oportunidad para escapar. Finalmente, se compadeció y bajó del caballo, camino rápidamente hacia el herido, se agachó como pudo y le preguntó.

—¿Cómo te llamas?

—Horus —contestó el guerrero en apenas un susurro.

— Horus, me llamo Aradne y puedo ayudar a curar tu herida —expresó mientras giraba brevemente la cabeza hacia la batalla, prestó atención a los guerreros que yacían adoloridos en el suelo. Volviendo la mirada al frente y continuó con la voz afligida—. Desátame, o agarra firmemente la espada para que pueda cortar la cuerda y ayudarte  a ti y a tus compañeros.

Horus con la vista borrosa, pensaba que ella solo buscaba escapar y  simplemente cerró los ojos.

Aradne viendo que él no respondía ni mostraba gesto de ayuda, volvió hablar.

—Horus, confía en mí. Si no me desatas, no podré curarte. Si quisiera huir, habría aprovechado el alboroto.

El guerrero abrió los ojos y, con el poco aliento que le quedaba, levantó la espada para apoyarla en el suelo. Aradne, se giró dándole la espalda a Horus y con las manos atadas, rodeó la empuñadura y comenzó a moverlas rápidamente. Una vez liberada, se puso de pie y corrió hacia un caballo. Buscó en una bolsa que colgaba de él y encontró una botella. Regresó junto a Horus, vertió agua en sus manos y la aplicó en la herida. Con la misma mano le ofreció agua para beber. Observó cómo la herida comenzaba a cerrarse y, al ver que el guerrero recuperaba su color y mostraba vitalidad, se levantó y echo un vistazo hacia la pelea.

Desde lejos, observó al hombre fuerte caer de rodillas, acorralado por unas aves grandes y amenazadoras. Impulsada por el miedo, corrió hacia Gedeón. Al acercarse, las criaturas la rodearon. Asustada, extendió sus manos, y una luz blanca con destellos violetas comenzó a emanar de su cuerpo, haciendo que los Skotos retrocedieran y, extendiendo sus alas, volaran y se perdieran entre las copas de los árboles.

Con la respiración débil, Gedeón observó la escena, sus ojos se iban cerrando mientras su mano derecha presionaba su herido. El dolor era agudo y una punzada constante en le pecho lo hacía respirar con dificultad.

Gedeón sintió una mano suave como terciopelo moviéndose por su pecho, lo que le provocó una sensación reconfortante que le recorrió el cuerpo. Apreció cómo un líquido fresco descendía por su garganta, normalizando su respiración. Abrió bruscamente los ojos y agarró la mano de Aradne con fuerza.

— ¿Qué estás haciendo?

—¡Suéltame! Me estás lastimando —pronunció ella con dolor—. Solo intentaba ayudarte.

Él la soltó bruscamente, lo que la hizo retroceder y caer de trasero al suelo. Sintiendo un leve malestar, Aradne lo miró con resentimiento, se puso de pie y luego dirigió la mirada hacia Horus, quien se acercaba hacia ellos.

— Horus, necesito tu ayuda para atender a los guerreros heridos y curarlos.

El guerrero miró a su alfa y, al ver que Gedeón asistía con la cabeza, comenzó a ayudarla.

Los guerreros ya curados, empezaron a agradecerle. Gedeón, recostado contra un árbol, observaba la escena. Al ver a sus hombres entusiasmados con Aradne, aclaró su garganta y, con una voz gélida, vociferó.

—Ya están sanos, Móntense en los caballos que tenemos que llegar a la manada.

—¿Qué hacemos con ella? Aradne nos salvó la vida, permítele ir a caballo sin atadura —inquirió Jonás.

—Es lo menos que podemos hacer por ella. ¡Gedeón! Ambos sabemos el destino que le espera al pisar la mansión y no es nada agradable —intervino Horus, aturdido por la joven que estaba frente a él.

—Como quieran —respondió Gedeón, lanzando una mirada fría a Aradne. Luego caminó con zancadas largas hacia su caballo, lo montó y esperó a que sus guerreros hicieran lo mismo.

Esta vez, Jonás ayudó a Aradne a subir al caballo. Su actitud hacia ella había cambiado. Con voz apacible, susurró.

—Señorita Aradne gracias por salvarnos —soltando un gran suspiro y bajando la cabeza continuó—. Al llegar a la mansión pueda que se arrepienta de habernos salvado, pero le aconsejo que cuando lleguemos, no confíe en nadie y tenga cuidado. Cada lobo en esa mansión estará detrás de usted.

—No me arrepiento de haberlos salvado —confesó Aradne con tristeza en la voz—. Y gracias por tu consejo —La incertidumbre la abrumaba; tragó saliva al sentir el aura fría y severa de Gedeón. No entendía por qué él la odiaba, y esa frialdad le pesaba en el alma. Se preguntó en silencio. "¿Qué hizo mi madre para merecer el desprecio de estos lobos?"

—Jonás, deja de hablar con la prisionera — ordenó Gedeón, sin apartar la mirada del camino. Sus ojos reflejaban misterio y disgusto. Estaba frustrado por haber sido salvado por ella; aún sentía su energía cálida y refrescante recorrer su cuerpo. Se repetía en su mente. "Ese poder que ella posee nos llevó a vivir en la miseria y con miedo a los Skotos, la muerte de esa bruja nos salvará"

—Es tan hermosa nuestra mate —expresó Aitor, con la cabeza apoyada en sus patas delanteras—. No tienes idea de cómo me siento. ¿Por qué quieres alejarme de ella?

—Es por nuestra raza que debe morir. Nuestro destino es solitario. Ella nos liberará de estas criaturas que castigan nuestro pueblo —respondió Gedeón, aferrándose a la cuerda del caballo mientras mantenía la conexión con su lobo.

Aitor aullaba de tristeza, renuente a aceptar su destino sin su mate. Había intentado estar con otras lobas, pero sus compatibilidad había sido pésima; las feromonas de esas omegas lo hacían sentir mal.

Gedeón podía sentir la presión de su lobo. Maldijo en silencio, porque su instinto animal deseaba protegerla.

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