Capítulo 4

Una tormenta de emociones embargó a Aradne, y las lágrimas inundaron sus ojos mientras contemplaba el tétrico lugar. Las paredes húmedas y cubiertas de moho, y un olor rancio se colaba por sus fosas nasales, revolviéndole el estómago. Se llevó una mano a la boca, tratando de contener la náusea que subía por su garganta. Sus ojos se posaron en lo único que había allí: una cama de piedras toscamente apiladas.

De repente, un ruido seco resonó en la penumbra, haciéndola saltar. Giró la mirada hacia la esquina cerca de las rejas, y su corazón se aceleró al ver que eran ratas corriendo por el suelo húmedo. Un grito agudo escapó de sus labios antes de que pudiera contenerlo.

De un salto, se subió a la cama y se acurrucó abrazando sus piernas, estaba temblando de miedo. La confusión se apoderó de su mente. No entendía por qué su madre y su existencia eran la culpable de la desgracia de esa manada. Un pensamiento repentino apareció en su cabeza  “¿Cómo podía yo, una simple mortal, ser la causa del sufrimiento de esta gente? Y aún más, ¿cómo pueden ser tan malvados estos lobos?”

Aradne no sabía cuánto tiempo había pasado. Escuchó el tintineo de unas llaves y el crujido de la puerta, levanto la cabeza al oír una voz áspera, era el guardia que entraba con una bandeja en la mano.

—Traje la comida del día. —Colocó la bandeja a un lado de la cama. Luego le dio la espalda, cerró la reja y salió rápidamente.

Aradne giró la cabeza hacia la bandeja sobre la cama, ojeo que contenía un pedazo de pan y un vaso desechable con agua.

—Joven, será mejor que comas. Esa es lo único que veras por hoy. Si no comes, no tendrás fuerzas para llevar la carga de tus pecados.

Aradne se sobresaltó y buscó con la mirada la procedencia de esa voz apagada. Contemplo que no estaba sola, en la celda del frente distinguió una figura femenina. Se levantó de la cama y caminó hacia adelante, aferrándose a los barrotes preguntó.

—¿Quién es usted? ¿También la tienen prisionera injustamente?

—Me llamo Sara. Solía trabajar en esta mansión y llevo purgando mis pecados en este calabozo desde hace 20 años, solo por ayudar a escapar a una moribunda mujer.

Aradne vio a una mujer de mediana edad, canosa y en un estado deprimente. Tragó saliva al ver lo delgada y frágil que se veía.

—¡Por la diosa Selene! —grito sorprendida—. ¡Tanto tiempo en este lugar! Yo no podría soportar vivir tanto tiempo encerrada.

—Al principio lloras, gritas, crees volverte loca, pero con el tiempo te acostumbras. Cuéntame, ¿por qué te encerraron?

—Yooo... no sé bien qué he hecho. Me sacaron de mi casa por mi apariencia. Según ellos, mi madre y yo somos las culpables de lo que les pasa tu gente.

Sara se acercó lentamente hacia los barrotes y, con sorpresa, echó un vistazo a Aradne. Sus labios se curvaron con entusiasmo.

—¿Tú eres la hija de Helíades? la diosa que cautivó al líder alfa Keseo. —Se llevó las manos a la cabeza—. No puede ser, ¡estás viva! Lograste sobrevivir, muchacha.

—¿Usted conoció a mi madre? —Aradne sintió curiosidad por saber quién era su madre y por qué la odiaban tanto.

Sara soltó un suspiro amargo, retrocedió hacia su cama y comenzó a relatar:

—Hace 20 años ayudé a una moribunda Helíades a escapar de las garras de la luna Delia. Por celos, esa loba era cruel con tu madre.

—¿Por favor cuénteme lo que sepas de mi madre? —suplicó Aradne con una voz desesperada.

—Te contaré primero quién era tu madre, según lo que me contaba cada vez que entraba a su habitación. —Soltó un suspiro ahogado—. Helíades venía del valle de los dioses. Le encantaba juguetear y bañarse en una hermosa cascada rodeada de naturaleza. Un día escuchó un ruido entre las malezas. Asustada, esperó un rato y, al no ver a nadie aproximarse, salió del agua y se acercó al lugar del ruido. Allí vio a un hombre desangrándose, tenía una espantosa herida. Temerosa, buscó un poco de agua, la revolvió con su magia, luego la echó sobre la herida de ese hombre moribundo, logrando curarlo. El hombre que había curado era el líder alfa del imperio de Nadis.

—¿El alfa de esta manada? —´preguntó una atónita Aradne.

Sara vio la mirada expectante de la joven y con voz tranquila continuó.

—Sí, nuestro rey Keseo. Tu madre quedó impresionada por el porte varonil de aquel hombre. Conversaron un rato y él prometió visitarla en ese lugar,  Keseo siempre volvía a la cascada para hablar con ella. Un día, él la convenció de irse con él y ella aceptó sin saber que le esperaba en esta manada. Al llegar nuestra gente la rechazó por no ser una loba, y también fue humillada por la mate de Keseo.

—¿Keseo tenía pareja y se atrevió a traer a mi madre aquí? —Aradne apretó los puños—. No puedo creer que mi madre haya sido tan ingenua, como pudo enamorarse de un hombre casado.

—También tenía un hijo de 15 años, Nefer que ya conociste. Tiempo después, otros alfas la codiciaban y Keseo, celoso la encerró, permitiendo que la luna Delia la maltratara. Yo era la que entraba en la habitación con la comida. Sentía pena al ver a Helíades cada día más frágil y débil. Además, estaba embarazada. Un día, me pidió ayuda porque decía que la estaban envenenando y ella usaba su don para proteger a su bebé.

—Estaban matando a mi madre —expresó Aradne mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y su corazón se encogía—. Y ese Keseo no hizo nada, ese miserable no tuvo compasión por su bebé.

—Helíades sospechaba que era la luna Delia quien la quería ver muerta, sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida. Me rogaba que la sacara de allí, y logró que me apiadara de ella, pues ya no soportaba verla sufrir. Un día, distraje a los guardias y la ayudé a salir de la mansión. Luego se enteraron de que fui yo quien la ayudó, y me apresaron por traición al imperio.

Aradne trataba de controlar sus lágrimas, pero el sentimiento de tristeza no la dejaba. Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en todo el sufrimiento que su madre había atravesado por enamorarse de un lobo cruel.

—Pobre de mi madre, ¿por qué tuvo que seguir a ese Keseo? Seguro la engañó para tenerla encerrada.

—Mi niña, ella llegó aquí por su propia voluntad. Dejó su paraíso, como solía decir, para vivir entre buitres por amor.

—Ahora comprendo el doloroso destino de mi madre.

—Desde la huida de Helíades, esta región se volvió sombría. Las cosechas se secaban y las pocas cosas que crecen en estas tierras son para Nefer o para las criaturas que atacan al pueblo.

—Gracias por aclararme por qué me odia tanto tu gente.

Sara percibía la melancolía en cada palabra de la joven. Para concluir lo que sabía, continuó.

— Después de que me encerraron, escuché a los guardias decir que los ancianos lobos avisaron a Keseo que la diosa Selene, a través del oráculo, se manifestó informándoles que una maldición había caído sobre nosotros. Para disolverla y que todo volviera a ser como antes, se debía matar al culpable de esa maldición y a sus descendientes. Se rumoreó que cuando los guerreros encontraron el cuerpo de Helíades ensangrentado y con señales de parto, ella se convirtió en polvo blanco y una luz violeta se elevó a los cielos. Desde entonces pensaron que era una bruja y que los había maldecido. Como tú no estabas cerca de tu madre, comenzaron a buscarte. Keseo enloqueció buscándote para matarte, culpándote de que su vida fuera un desastre.

Aturdida, Aragne se despegó de los barrotes de la celda y caminó lentamente hacia la cama. Se recostó y comenzó a procesar la triste información sobre la vida de su madre. Comprendió que había huido por su bien y la había colocado en aquella cesta para salvarla de la muerte. En ese momento, solo podía llorar. Sentía sus ojos pesados, estaba tan cansada que se quedó dormida.

                       

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