De repente, un estruendo resonó en la habitación. La puerta fue derribada de un solo golpe. Ramsés giró la cabeza y, furioso, gritó:
—¿Vienes a unirte a la fiesta? Lástima que no estés invitado.
Unos ojos negros como la noche y una mirada asesina se posaron sobre él.
—¡Suéltala u olvidaré quién eres! —su voz gutural resonaba en la habitación. Gedeón luchaba por controlar a su lobo, que anhelaba acabar con ese alfa en ese mismo instante, usaba todas sus fuerzas para mantener el dominio de Aitor.
—No me digas que también te hechizó la bruja, o mejor aún, te diste cuenta de que es una híbrida y quieres darle una probadita —comentó, levantándose de la cama con un movimiento rápido y brusco. Se agachó para recoger su camisa del suelo y se la puso mientras avanzaba hacia Gedeón, sus ojos ardían con una mezcla de desdén y advertencia—. No eres bienvenido en esta reunión. Esta omega la vi primero. Si no quieres que Nefer te destituya de tu rango, date la vuelta y márchate de aquí.
Gedeón no se movió. El aire entre ellos se volvió denso y sus miradas se cruzaron cargadas de amenazas.
—Ella es una prisionera y debería estar en los calabozos —gruñó, mostrando sus dientes—. No me amenaces, o el que puede salir perjudicado es otro.
Ramsés, al ver cómo las venas de la frente de Gedeón se abultaban y apretaba los dientes, soltó una carcajada.
—¿Cómo te atreves a amenazarme? Tuviste suerte de que Keseo te criara por compasión, pero no contarás con la misma suerte con Nefer; él no te protegerá ante el concejo de lobos por defender a esta bruja,
Gedeón, sin importarle que él fuera el nieto de uno de los ancianos del concejo, lo agarró por la camisa y lo arrastró hacia él con fuerza. Cara a cara, lo fulminó con la mirada, sus ojos llenos de una furia contenida que parecía capaz de quemar el aire entre ellos. Después de unos segundos, Gedeón dejó escapar un gruñido profundo y amenazante desde lo más hondo de su garganta.
—Si no te largas ahora mismo de aquí, tendremos un combate. Sabes que no tolero las injusticias ni que se aprovechen de personas débiles. Si ella no te ha dado su consentimiento, no deberías estar aquí. —Miró a la cama, donde la mujer temblaba y se cubría con el pedazo de tela que quedo de su vestido mientras se acurrucaba entre sus piernas—. O ¿Si te lo dio permiso de tocarla? —arrastró con fuerza esas últimas palabras.
—Suéltame.
Gedeón le dio un empujón.
—Me iré porque no quiero que por una hechicera mi prestigio se vea opacado, pero te aconsejo mantenerte alejado de ella. —acomodándose la camisa y con una mirada burlona continuó—. O el que sufrirá por verla llevada a la horca será otro. —giro la cabeza hacia Aradne—: Dulce y deliciosa omega, esta vez te salvaste. Pero recuerda, no soy el único lobo en estas tierras que codiciara a una omegas pura.
Ramsés caminó hacia la puerta y salió de allí, echando espuma por la boca.
Gedeón se quedó paralizado por unos segundos para controlar sus emociones. Aitor aullaba de impotencia al verla así de frágil. Luego de unos segundos se acercó a la cama y, cuando fue a hablar, escuchó:
—¡No me toques! por favor ¡Mátame! Mátame aquí mismo. Ustedes son unos lobos salvajes, unos monstruos.
—Cálmate y haz lo que te digo, por tu bien. Acompáñame.
Ella se acurrucó más hacia la cabecera de la cama y como un cachorro asustado expresó.
—contigo no voy a ninguna parte.
Gedeón, conteniendo su paciencia, soltó un suspiro y, sin hacer caso a sus protestas, la agarró de los hombros y la sacó de la habitación llevándola cargada de costado.
—¡Suéltame, animal! No me hagas daño —gritaba dándole manotazos.
—Quédate quieta, mujer. No te voy a hacer daño. Estarás conmigo hasta que Nefer ponga fecha a tu ejecución.
Aradne estaba consternada. No podía creer que después de que casi era ultrajada por un lobo pervertido, ahora caía en manos de otro lobo salvaje sin saber qué iba a pasar. Ella intentaba zafarse pero él parecía una roca. Al salir del pasillo, vio cómo Gedeón abría la puerta trasera de un carro y la introducía. No sabía por qué, pero no sentía peligro; se sentía segura con este lobo. No perdía de vista sus movimientos.
El daba la vuelta al carro y se introducía en él. Cuando el carro comenzó a moverse, ella preguntó.
—¿Adónde me llevas? ¿Qué va a pasar conmigo?
—A mi mansión. Allí tengo calabozos y estarás a salvo de lobos que quieran aprovechar tu estadía en Corinto.
Aradne presionando la poca tela que llevaba, se inclinó hacia adelante y, con intranquilidad en la voz, expresó.
—Gracias por salvarme. No eres como los otros alfas. ¡Gracias por ser compasivo!
—No te confundas y mantente callada, no hagas que me arrepienta de haberte salvado. —Balbuceó apretando la mandíbula.
—¿Cómo te llamas? —inquirió recostándose en el asiento.
—Gedeón. Deja de preguntar, ya no hables —refunfuñó, dando un golpe al volante. Con la mirada sombría, su mente procesaba. "Ahora las cosas se complicarán. Debí de haberme preparado para ser su enemigo y no su salvador. Ella no encaja en mis planes. ¿Por qué la saqué de la mansión real? Maldición habría sido más sencillo devolverla a los calabozos bajo la protección de uno de mis hombres."
Aragne observaba cómo el carro avanzaba por las calles desiertas del pueblo, las fachadas de las casas desprovistas de color, como si la vida misma hubiera abandonado el lugar. El vehículo tomó el camino hacia el bosque. Llegaron a un portón de hierro forjado, que se abrió lentamente al ser empujado por dos hombres robustos.
El carro continuó su trayecto hasta detenerse frente a una imponente casa de aspecto antiguo y misterioso. Aragne mantuvo su mirada fija en Gedeón mientras él bajaba del carro y abría la puerta trasera. De repente, sintió una mano fría que la jalaba del brazo, arrancándola hacia afuera.
—¡Ay, me duele! Yo puedo caminar sola.
Gedeón, en silencio, la introdujo en el interior de la casa.
—Ay… ¡Suéltame! Me haces daño. No hay piedad en ustedes —expresó forcejeando para que la liberara.
—Si no quieres que presione más tu brazo, cállate —caminó hacia las escaleras. La subió a pasos acelerados, Aradne iba tambaleándose, sentía que caminaba en el aire.
Gedeón se colocó frente a una puerta, puso la mano en la manilla y, sosteniendo a Aradne del brazo entró en la habitación, con zancadas largas llego hasta el baño y abrió la puerta.
—Espera, ¿a dónde me llevas? —vociferó Aradne al ser empujada. Con voz acongojada volvió hablar—. ¿Qué hacemos aquí?
—Voy a bañarte.
—¿Qué? ¿Por qué me vas a bañar? Yo puedo sola —no le dio tiempo de seguir protestando, fue introducida en la ducha.
Gedeón la empujó bruscamente, colocándola debajo de la ducha. Con un movimiento tosco, estiró la mano y abrió el grifo del agua. Luego cerró la puerta de vidrio. Desde afuera observaba cómo el agua caía impasible sobre su cuerpo, haciendo que la ropa se pegara a su piel y revelara su figura. Ella golpeaba frenéticamente la puerta de vidrio, pero él permanecía imperturbable. En silencio, solo podía observarla y escuchar sus maldiciones desesperadas.
—¡Ay! ¡Está fría! —Su cuerpo empezó a temblar—. Imbécil, estás loco, eres otro pervertido.
Después de unos minutos, Gedeón abrió la puerta con un gesto brusco y le arrancó lo que quedaba de su vestido, dejando a Aragne atónita y vulnerable. Con el corazón acelerado y la adrenalina corriendo por sus venas, ella lo empujó con todas sus fuerzas, pero él era como una roca inamovible. Desesperada y con la voz temblorosa, lo increpó.—Espera, ¿qué haces?—Voy a borrar la feromona de otro alfa de tu cuerpo. No soporto ese maldito olor, tengo que desinfectarte.—¡Eres un loco, degenerado, pervertido! —vociferó, sin fuerzas. Sus piernas temblaban como gelatina y temía que en cualquier momento se desplomara. La desesperación se reflejaba en sus ojos, pero no dejaba de luchar contra la sensación de impotencia que sentía.Gedeón trataba de poner la mente en blanco y controlar su instinto animal. Estiró una mano hacia la jabonera y agarró una barra de jabón, comenzando a frotársela en su cuerpo. Ella lo empujó, provocando que él gruñera con frustración.—Quédate tranquila. Puedo sentir e
Horus irrumpió en el despacho sin tocar la puerta. Levantó la vista con sorpresa al ver a Gedeón sentado cómodamente en su sillón de cuero, sosteniendo un vaso de licor en la mano. Sobre la mesa, tenía una botella de cristal casi vacía que reflejaba su angustia. Los ojos de Horus chispeaban de rabia, y sin perder un segundo, vociferó.—¡¿Cómo te atreves a beber en un momento como este?! ¿Así crees que vas a resolver el problema en el que te has metido? Nesfer solicita tu presencia. ¿Qué demonios hiciste para que el grupo de viejos decrépitos esté tan alterado?Gedeon lo miró por unos segundos, recordando cómo se habían criado juntos hasta la muerte de sus padres. Años después, se reencontraron con el propósito de vengar juntos a sus familias. Con un largo suspiro se inclinó hacia adelante y coloco los codos sobre la mesa, comenzó a menear el líquido dorado que contenía el vaso, viéndolo como se hacía un remolino.—No es tan simple, Horus. Lo que hice era necesario, aunque ahora todo pa
Gedeón conducía a toda velocidad hacia su residencia, iba reflexionando sobre lo ocurrido desde la llegada de Aradne a su vida. Al llegar, uno de sus guerreros se le acercó y le entregó una bolsa.—¡Alfa! Horus trajo este paquete.Gedeón tomó la bolsa y, sin inmutarse, se dirigió a su habitación. Abrió la puerta sin tocar y vio una figura menuda frente a la ventana. Sin perder tiempo, menciono.—Aquí te traje ropa para que te cambies. Todo lo que traías lo mandé a quemar.Ella se inquietó al escuchar esa voz áspera. Se giró lentamente hacia Gedeón y con voz calmada preguntó.—¿Qué va a pasar conmigo?—De momento, vístete. Te llevaré a otro lugar donde permanecerás encerrada sin derecho a salir.Aradne lo miró fijamente, pero pronto desvió la vista, sintiendo la intensidad de su mirada como si la escaneara de arriba a abajo. Envuelta en una sábana, avanzó con pasos inseguros hacia Gedeón. Estiró la mano sin atreverse a mirarlo a los ojos y, al ver que él le ofrecía la bolsa, la tomó con
Aradne se sentía como si un rayo eléctrico la hubiera atravesado. Después de un largo rato en silencio, esperando que el dolor se volviera soportable, se levantó tambaleándose y salió de la tina. Frente al espejo, se desnudó lentamente, mientras la imagen de su madre se proyectaba en su mente. Entre dientes, murmuró.—Ay, mamá Gloria, ya nunca más volveré a escuchar tus regaños ni a ver tu sonrisa.Se quedó inmóvil un instante, contemplando su reflejo débil y deprimente en el espejo. Dos semanas en esa manada habían dejado cicatrices visibles en su cuerpo y una tristeza abrumadora en su alma. Con una mueca de agonía en los labios, balbuceó.—Jamás imaginé que la manada de mi padre estuviera llena de tanta maldad. Si este es el precio que debo pagar por su pecado y mi destino es morir, solo te pido, diosa Selene, que te apiades de mí.Ella percibió que abrían la puerta, pero no volteó a ver quién entraba.—¡Por la diosa Selene, ¿qué te ha pasado?! —exclamó Cleo, sus ojos se agrandaron c
Jonás tocó la puerta. Desde el otro lado, una voz gutural se escuchó, provocando en Cleo un deseo de huir.—Pasen.Jonás abrió la puerta, permitiendo la entrada de Ramón y Cleo, y luego se retiró para comprar los medicamentos.Gedeón, al verlos entrar, fijó su mirada en cada uno de ellos. Sus ojos no reflejaban emoción alguna; eran fríos y distantes, como el hielo. Sentado en su silla de cuero, preguntó con tono inquebrantable.—Cuéntenme, ¿qué pasó con Aradne? ¿Por qué estaba en ese estado?Cleo estaba aterrada; sentía que le faltaba la respiración. Al ver la mirada penetrante del alfa sobre ella, se obligó a hablar.—Señor, yo no sé qué le pasó a la señora Aradne. Hace cinco días llevé la comida a la habitación y me sorprendió verla en el baño, desnuda frente al espejo, con una mancha roja en su espalda, empapada de agua y con la mirada perdida. Le pregunté qué le pasaba y solo me respondió que la dejara sola. Le llevé una pomada para el moretón que observé en su espalda, pero sigue
Gedeon entró en la habitación con cautela. Desde la puerta, la vio dormida. Avanzó pausadamente hacia la cama, sus movimientos eran lentos y silenciosos. Se quedó mirándola con el ceño fruncido al notar su mano maltratada y observó que quedaba poca solución intravenosa. Abrió la bolsa que traía y sacó el contenido, colocándolo en la mesa junto a la cama.Tomó la crema y desenroscó la tapa. Con el dedo índice, aplicó un poco y se sentó al lado de la cama, quedando inmóvil por unos segundos. Inhaló su aroma, una exquisita mezcla de múltiples flores que llenaban la habitación con una fragancia embriagadora.Extendió su mano izquierda para acariciar su largo y ondulado cabello rojizo, y sus dedos rozaron suavemente su cuello, blanco como la nieve. Percibió cómo su pecho subía y bajaba rítmicamente con cada respiración pausada. El sonido de su respiración era relajante, como el murmullo de una cascada. Posó sus intensos zafiros en su rostro, sus facciones tiernas y delicadas le parecían tan
Aradne, al pensar que tendría a ese hombre de casi dos metros de altura, de cabello castaño y mirada frígida dándole la comida, se ruborizó, pero no protestó. Lo siguió con sus ojos brillosos hasta la puerta, viéndolo abrirla y desaparecer.Ella se acomodó en la cama y cerró los ojos, intentando encontrar alguna lógica en lo que él estaba haciendo por ella. No comprendía por qué quería cuidarla si antes la había tratado mal.Una hora después, Gedeón abrió la puerta con una bandeja en las manos. Aradne lo observaba con los ojos muy abiertos, siguiendo cada uno de sus movimientos mientras él se acercaba y se sentaba junto a su cama. Cuando vio que colocaba la bandeja en su regazo, ella estiró las manos para tomarla, pero una voz áspera la detuvo.—¡No! Tienes que dejar que yo te lo dé. —Levantó la cuchara y se la acercó a la boca.—Puedo comer sola, el medicamento ha calmado mi malestar. Me niego a que me den la comida —expresó haciendo puchero y cruzando los brazos.—Última oportunidad,
Cleo bajó la mirada y, uniendo sus manos nerviosas, confesó:—Al principio, yo quería que la ejecutaran para que las tierras volvieran a ser como mi abuelita me contaba. Pero ahora siento compasión por usted y la ayudaré hasta donde pueda.—¿Tus padres dónde están? —preguntó Aradne, extrañada de que solo mencionara a su abuela.—Mi madre murió de una enfermedad. No teníamos dinero para los medicamentos y mi padre no soportó su pérdida; se suicidó. El amor de su hija no pudo llenar el vacío que dejó mi madre —dijo Cleo con palabras ahogadas, sintiendo el resentimiento por lo que tuvo que vivir en ese tiempo, sin sus padres, quedando sola con su abuela y pasando muchas noches con el estómago vacío.—Tu vida tampoco ha sido fácil. Lamento lo de tus padres.—Mi abuelita me crió desde que tenía apenas 12 años. Desde entonces, empecé a trabajar para evitar que nos muriéramos de hambre, ya que ella tenía problemas en las piernas y no podía salir de casa.—¿A esa edad empezaste a trabajar para