Inocencia vendida al mafioso cruel
Inocencia vendida al mafioso cruel
Por: RenliEscritora
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“El diablo ha tocado la puerta del convento de Green Town, y Jane lo ha dejado entrar”.

No ha parado de llover durante todo el mes de abril, los días siempre están en absorta oscuridad como si los cielos quisieran avisarles a las monjas de Green Town que algo jodidamente malo estaba a punto de sucederles; los cielos se tiñaban de una tonalidad grisácea que provocaba escalofríos en Jane, una de las mojas más jóvenes del convento del eterno creador.

Su padre la había abandonado en aquel viejo lugar cuando ella apenas tenía cinco años, las malas lenguas decían que su madre era una prostituta que quedó embarazada de uno de sus clientes, y fue dejada con este cuando la niña apenas tenía unos escasos días de nacida. Para la joven escuchar este tipo de chismes entre las huérfanas del monasterio se sentía algo doloroso.

Había pasado más de la mitad de su vida culpándose del destino que le tocó, mientras que decidió entregarle su vida al señor para intentar buscar la piedad del señor, una piedad que en teoría le trajo más dolores de cabezas que dichas.

Las monjas estaban atravesando su peor momento, por la guerra del país vecino que las salpicaba a ellas tambien, muchos niños estaban llegando a la ciudad de Green Town, y casi de inmediato eran puestos en disposición de las hermanas de la caridad, aunque la realidad era mucho peor, la administración del convento estaba pasando por una situación económica precaria, y si alguien no hacia algo a tiempo las cosas terminarían muy mal para todos.

—¡Sor Jane! ¡Sor Jane! ¿Dónde está, Sor Jane? —La madre superiora, esa mujer que crió a la jovencita de ojos color almendra, y cabello caoba como su propia hija, ahora llamaba a la muchacha como si su vida dependiera de eso. La anciana mujer tomó con agresividad el rosario que mantenía con firmeza entre sus dedos, para luego afirmar su paso. Un hilo de sudor se deslizaba fríamente por su frente hasta llegar a la comisura de sus toscos labios. Sus hombros se hallaban tensos, las noticias que su boca estaba a punto de soltar podrían cambiar el destino de todo el convento.

A lo lejos lograba escuchar las risas de aquella monja que jugaba revoltosamente con algunos niños del orfanato. Su rostro estaba cubierto de lodo y arena, aunque eso no era todo, su perfecto hábito se encontraba manchado de algunas fresas que los pequeños muchachos estrellaron contra ella una vez la batalla campal había comenzado. Los brincos de la joven no se hicieron esperar al escuchar por primera vez luego de mucho tiempo de tranquilidad los gritos de la madre superiora.

—¡Sor Jane! —La voz de Candy, una de las niñas nuevas que había llegado por la guerra del país vecino, la hizo detener cada uno de sus movimientos. La monja secó el sudor excesivo de su frente, para ahora fijar su mirada sobre la diminuta chiquilla delante de ella.

—¿Qué sucede? —Preguntó, aunque segundos después sus dientes mordieron salvamente sus labios al notar como la hermana suprema del convento de Green Town se aproximaba hacia su encuentro no con una cara llena de felicidad, ella sabía muy en el fondo que la forma tan peculiar, y descuidada en cómo se veía no le agradaría para nada a la jefa del lugar.

—¡¿En dónde estabas metida, Sor Jane?! —La voz tosca de Teresa, (como ella solía llamarla cuando estaban a solas) la obligó a retroceder; sus manos trataron de ocultar su desliñada vestimenta, puesto que comprendía que aquello no era para nada grato ante los ojos de su superiora. —¡Tengo noticias del banco!

La madre Teresa entonó, obligando a Jane a abrir los ojos, y empuñar sus manos a la altura de su pecho. Habían estado esperando durante semanas la aprobación de un crédito financiero que les permitiera continuar con las actividades del monasterio, puesto que por la crisis que estaba atravesando el país, y la nueva ola de inmigrantes, muchos donativos ahora habían disminuido.

—¿Qué dice? ¡Madre! ¡¿Qué dice?!

La voz ofuscada de Jane, hizo que los niños, y las demás monjas se fijaran en ella, un silencio rotundo se apoderó del jardín trasero de la vieja edificación. La hermana Teresa suspiró pausadamente, antes de apoyar el papel entre sus dedos, y rasgar velozmente el sobre que contenía su salvación.

Sus ojos se abrieron brillantes, leyendo letra por letra con una vaga ilusión que fue opacándose a medida que los segundos pasaban, para luego envolverse en una oscuridad llena de malas noticias. Jane lo comprendió a la primera, conocía perfectamente a la mujer que la crió desde su niñez, y sabía que sus expresiones estaban repletas de malas noticias.

Sus pies retrocedieron pausadamente, antes de que el golpe impactara contra su cara. ¡Lo iban a perder todo! ¿Qué sucederá con los niños que viven aquí? ¿Qué pasará si no puede mantenerlo a todos juntos? Esos pensamientos agobiaban a la joven, odiaba el simple hecho de perder todo lo que más amaba en el mundo. Green Town siempre fue su hogar, y así deseaba que siguiera siendo.

—¡Podemos intentar con otro banco!

Masculló, Jane, tomando ahora ella el documento que emitió el banco Nacional para ellos.

—Nadie nos quiere dar un crédito… —Agregó, Miranda, mientras salía de un pequeño escondite. La mujer de mediana edad, y de cabellos ya casi canosos, limpio sus lágrimas sin nulas esperanzas ya dentro de ella. —¿Crees que esto es un juego, Jane? —Las duras palabras de la monja golpearon sin piedad a la castaña. —¿Crees que el mundo es como en tus jodidos libros?

—¡Sor Miranda! —La madre Teresa la detuvo.

—¡Estoy cansada, hermana! —encaró, empujando a Jane de su lado, —hemos estado luchando por un año, por un jodido año… Yo… Estoy agotada, estoy asustada, ¿Y si…? —sus ojos se cerraron, entra tanto su rostro iniciaba a humedecerse, —¿Y si lo perdemos todo?

Jane la tomó de la mano.

—¡No perderemos nada!

Habló, buscando la forma de calmar a sus hermanas, sus ojos color avellanas se explayaron intentando pensar en alguna solución.

—¿Cómo estás tan segura, Jane?

Ahora era Teresa la que dudaba.

—¡Dios! ¡Dios nos va a ayudar! ¡Él nos ama! ¡Él tendrá misericordia de nosotras, y…!

Sus palabras se cortaron, una vez su voz se quebró, había crecido en una iglesia sirviente al creador, desde pequeña la convencieron que el poder de la fe era demasiado grande como para convertir el agua en vino, entonces, ¿Por qué ahora no funcionaba? ¿A caso su fe había menguado? ¿Era por qué no oró con fervor? Todos esos pensamientos se encontraban dentro de su cabeza, dando vueltas como aquel gusano comiéndose el interior de una manzana hasta dejarla casi inservible.

—Mi fe… —susurró, ahora levantando sus manos, —tengo fe, y sé que la fe…

Miranda rechistó, casi burlándose de su ingenuidad.

—Necesitamos fe, y dinero, Jane, ¡No seas tan tonta! ¿Vamos a alimentar a estos niños con fe? ¡Por favor!

Un fuerte golpe resonó en todo el jardín, las jóvenes novicias que observaban la problemática entre las tres líderes del convento, bajaron sus cabezas, y desaparecieron en el acto en rotundo silencio.

—¿Perdiste la fe?

Agregó la castaña, mirando mal a la mujer de mediana edad.

—No… Pero necesitamos un milagro para salvarnos.

La madre superiora mordió su mejilla interna, entendía que si no hacia algo ahora mismo las cosas podrían empeorar. —Podemos vender la villa… —La chica de ojos avellanas negó.

—¡No! ¡Eso no! ¡Eso es lo único que mi padre me dejó de él!

Sus manos cubrieron sus labios a la velocidad de la luz, la única cosa en el mundo que seguía uniendo a Jane con su antigua vida era aquella villa cerca del monasterio que su padre le dejó para que viviera en su adultez, aunque sin comprender que al final su pequeña hija decidiría entregarle su vida al señor.

—¡Eres tan egoísta!

Miranda la atacó.

—¿Y si mi padre quiere buscarme, y va allí? ¡¿Qué haré si cuando me busque vea a otras personas?

La muchacha dejó de respirar.

—¡Por Dios, Jane Blackstone, no te buscó en veintiséis años, y te va a buscar ahora! ¡Deja de ser patética!

Silencio.

—Debemos vender la propiedad si queremos conservar el convento, hermana… —El dictamen de la superiora la hizo temblar.

A lo lejos se podía escuchar unos pequeños jadeos, una de las niñas que llevaba más tiempo en el orfanato corría a la velocidad de la luz hacia ellas, su frente sudaba sin parar, entre tanto sus pies descalzos golpeaban tan fuerte contra el piso que estos comenzaron a sangrar.

Apenas la jovencita miró a la madre superiora se desplomó en llanto: —¡El Padre! —gritó, asustando a su paso a Jane, —¡El Padre Tadeo acaba de colapsar!

El corazón de la castaña se aceró tanto que su rostro no tardó mucho en ponerse pálido; su cuerpo se impulsó hacia adelante, mientras que en un abrir y cerrar de ojos se echó a correr hacia la habitación del sacerdote principal del convento.

Tadeo Williams, la conocía desde que Jane aún era una pequeña niña, su padre y él solían ser muy buenos amigos, así que cuando esta fue abandonada, no dudó ni un solo segundo dejarla a cargo de alguien que sabía que la cuidaría como un padre a una hija.

—¡Padre! —el gritó de la joven carcomió los huesos de la madre superiora, ella comprendía que la vida de Jane dependía de dos cosas: El convento, y el padre Tadeo. —¡No! ¡No! ¿Qué sucedió? —la chica se arrodilló delante de la cama en donde algunas hermanas hicieron descansar al sacerdote.

—Lo encontraron desmayado en el confesionario… —Agregó una de las novicias, negando hacia la madre superiora, quizás dándole a entender que no había manera de salvar al hombre. —¿Qué tiene? ¡Llamen a un médico!

Tadeo entreabrió los ojos, y sintió alegría en su corazón al ver a la niña que crió delante de él.

—Jane… Hija…

—Padre… No hables… Voy a buscar a un doctor…

El sacerdote se aferró a ella con sus últimas fuerzas.

—Ya no hay nada que hacer… Puedo sentir que el creador viene por mí…

—¡No! ¡No! ¡¿Recuerdas que me prometiste que iríamos con los niños a la playa cuando la guerra terminara? ¡Lo prometiste!

—Lo siento…

El anciano se disculpó.

—Tengo que tener fe, si tengo fe Dios te salvará…

El padre comenzó a toser tan fuerte que de su boca salió un chorro de sangre que terminó impactando en el habito de Sor Jane.

—Tengo cáncer de estómago…

Todas las mujeres presentes comenzaron a llorar, menos Jane.

—No, eso no puede ser cierto, ¿Es una broma?

La castaña seguía incrédula.

—Desde hace dos años… Hija mía…

Las uñas de la monja se enterraron con agresividad contra las palmas de sus manos, ¿Cómo podría sucederle algo así a un hombre tan bueno como él? ¿Cómo la vida podría ser tan injusta?

—Así que preferiste callarlo, ¿No? —preguntó ella, mirando con misericordia al sacerdote.

—Sabía que estabas luchando por este lugar, hija, ¿Cómo podría darte una pena más?

Jane tomó la mano de Tadeo.

—Lo siento, padre…

—No, no, no lo sientas, ahora iré con el creador, pero debes prometerme algo…

—Lo que sea, señor…

—No dejes perder este lugar, prométeme que harás lo necesario para que el convento de Green Town siga abierto… No permitas que estos niños se vayan a la calle, y pierdan su único hogar…

Blackstone asintió con su cabeza, estaba reteniendo con todas sus fuerzas las ganas enormes que tenía de llorar; esto no era fácil para ella, de hecho, no era fácil para ninguna persona que haya conocido al Padre Tadeo.

—Lo prometo, padre… Prometo que jamás permitiré que cierren este lugar, se lo prometo por mi vida…

—Esa es mi niña… —El anciano tocó el rostro de la joven, —estoy tan orgulloso de ti… De la mujer en que te has convertido, Jane, tu padre y yo estamos tan orgull… — La castaña parpadeó un par de veces antes de sentir como la mano de Tadeo caía de repente a un costado de ella.

Las hermanas comenzaron a gritar, mientras se lamentaban de lo sucedido, entra tanto Jane Blackstone seguía sin creerlo, ¿Cómo sucedió esto? ¿Por qué sucedió esto?

—No… ¡No! ¡Noooooooo! ¡Padre! ¡Padre!

—Hay que llamar al arzobispo de Green Town, y darles las noticias… —Escupió la hermana Teresa, tratando de consolar a la chica de ojos color avellana. —Jane, hija, por favor… Tienes que ser fuerte…

Un fuerte rayo iluminó toda la habitación, la joven ni siquiera se había dado cuenta en qué momento comenzó a llover, su corazón estaba herido, entre tanto veía el cuerpo inmóvil de la persona que consideraba como un padre inerte en esa cama vieja repleta ahora de los restos del sacerdote.

La tormenta de un segundo a otro estaba azotando con violencia el convento, tanto que las hermanas salieron corriendo de la habitación del padre Tadeo para poder poner a salvo a los animales de la pequeña granja que tenían. De repente un estruendo golpeó las puertas del monasterio.

Blackstone miró a la madre, mientras que esta misma negaba.

—¿Esperamos a alguien?

Dijo, Miranda, obligando a Sor Jane a levantarse de su puesto, y caminar hacia la entrada principal del monasterio. Su habito comenzó a humedecerse por la lluvia, ahora quedando prácticamente pegado a su diminuto cuerpo. Su piel se hallaba mucho más pálida por el frío de la tormenta, entra tanto sus ojos se encontraban hinchados por llorar ante la muerte del único sacerdote de su comunidad.

—Díganles a las hermanas que las espero a todas en la capilla para rezar por el alma del padre Tadeo. —expresó, antes de poner sus pequeñas manos sobre el picaporte de la puerta, Jane respiró profundamente, para luego echarse hacia atrás una vez la entrada principal del monasterio quedó expuesta.

La joven pestañeó un par de veces antes de notar a un hombre robusto ante sus ojos, el sujeto vestía un traje de dos piezas en color negro, entra tanto sus ojos color miel llamaron casi de inmediato la atención de la monja. Su metro con noventa y un centímetros lo hacían lucir imponente, aunque no tanto como las facciones toscas de su cara.

Su aura era demasiado oscura para ser un humano.

Su rostro era demasiado irreal para ser un humano.

¿Él en realidad era un humano?

—¿En qué te…? —Ni siquiera Jane pudo terminar de hablar cuando el descomunal hombre cayó ante ella inconsciente, la hermana lo revisó rápidamente despavorida, para acto seguido terminar con las manos manchadas en sangre.

Él estaba herido.

Él estaba muriendo.

Él era el diablo.

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