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Capítulo 2. Renacer en la Oscuridad

La oscuridad la envolvía como un manto helado. El sonido del agua corriendo fue lo primero que percibió antes de sentir el frío abrasador en su piel. Ulva abrió los ojos de golpe, su cuerpo sacudido por un espasmo de dolor. Su garganta ardía, su cabeza latía con fuerza y cada fibra de su ser gritaba por el daño recibido.

Estaba en un río.

El agua helada la rodeaba, arrastrándola suavemente entre las rocas. Se obligó a moverse, a luchar contra la corriente, pero su cuerpo no respondía de inmediato. Sus extremidades se sentían pesadas, entumecidas. La sangre se mezclaba con el agua, tiñendo la corriente de un rojo oscuro.

Entonces, los recuerdos la golpearon como una embestida feroz.

Cael. Selene. La traición.

Un dolor punzante en su abdomen la hizo jadear. Intentó moverse, y la agonía la envolvió. Su costado estaba desgarrado, su piel ardía con una herida profunda. La verdad se reveló en su mente con brutal claridad: Cael la había herido gravemente y la habían lanzado al río, esperando que la corriente terminara el trabajo sucio por ellos.

No querían que su muerte pareciera un asesinato de la manada. Querían que pareciera obra de los cazadores.

Ulva apretó los dientes, la rabia burbujeando en su pecho como fuego líquido. No moriría allí, no así. Su cuerpo se retorció de dolor cuando usó su última fuerza para sujetarse a una roca y arrastrarse fuera del agua. Sus pulmones ardían con cada jadeo, su piel se erizaba por el frío, pero su voluntad era más fuerte.

Cayó sobre la tierra húmeda, temblando violentamente. La luna la observaba desde lo alto, su única testigo. Sentía la muerte acechándola en cada sombra, en cada susurro del viento, pero se negó a ceder.

El frío mordía su piel como colmillos invisibles. Cada paso que Ulva daba en el bosque parecía arrastrarla más y más hacia el abismo. La marca ardiente en su hombro aún le provocaba espasmos de dolor, pero no tanto como el peso de la traición que cargaba en su pecho.

Su padre. Cael. Su propia manada. Todos la habían abandonado.

La luna brillaba sobre ella, testigo silenciosa de su desgracia. Sus piernas temblaban, pero no podía detenerse. La ley licántropa era clara: si la atrapaban en territorio de la manada después del destierro, sería ejecutada sin piedad.

No podía permitirse morir. No aún.

El bosque se volvía más denso con cada paso. Las raíces sobresalen del suelo como garras tratando de atraparla, la niebla se enredaba en sus piernas, el aire era más pesado, más helado. No sabía cuánto tiempo llevaba caminando, pero su cuerpo estaba al borde del colapso.

El agotamiento la venció.

Sus rodillas cedieron y cayó al suelo con un golpe seco. La respiración le ardía en la garganta. Su piel estaba cubierta de arañazos y lodo, su vestido de ceremonia apenas se mantenía entero.

Cerró los ojos, tratando de calmar su mente. Pero no había calma. Solo rabia. Dolor. Soledad. Y entonces, lo sintió. Los aullidos. Su sangre se heló.

Abrió los ojos de golpe y se incorporó como pudo. El sonido de ramas crujiendo alertó sus instintos. Su lobo interior rugió en advertencia. No estaba sola.

Aullidos resonaron a lo lejos. Lobos. Pero no los suyos. Eran bestias salvajes.

Ulva contuvo el aliento. Sabía lo que eso significaba. Sin una manada, sin protección, era una presa fácil.

El crujir de hojas secas la hizo girar la cabeza. En la penumbra, sombras acechaban entre los árboles. Ojos brillantes la observaban desde la oscuridad. El miedo se clavó en su pecho como un puñal.

No tenía fuerza. No podía luchar contra ellos.

Pero no iba a morir sin pelear.

Apretó los dientes, obligándose a ponerse de pie. Los lobos avanzaban en círculos, midiendo sus movimientos. Sus gruñidos bajos reverberaban en la noche.

El más grande se adelantó. Su pelaje oscuro se erizaba, su hocico se arrugó al mostrar los colmillos. El instinto de Ulva gritó que atacaría en cualquier momento.

No podía huir. No podía pedir ayuda. Solo podía pelear.

El lobo se lanzó sobre ella. Ulva reaccionó por puro instinto. Se giró a tiempo para esquivar sus fauces, pero el impacto la derribó. Su espalda golpeó la tierra con fuerza. El animal gruñó, sus colmillos a centímetros de su rostro.

No podía permitir que la matara.

El dolor de la traición ardió en su pecho. La rabia explotó en su interior.

—¡NO! —rugió con todas sus fuerzas. El lobo titubeó un segundo. Fue su error fatal.

Ulva hundió sus uñas en su cuello con todas sus fuerzas. Su lobo interior se desató en ese instante. Con un gruñido feroz, giró sobre sí misma, empujando al animal al suelo.

Sin pensarlo, abrió la boca y clavó los dientes en su garganta. El sabor metálico de la sangre inundó su boca. El lobo gimió una última vez antes de desplomarse.

Silencio.

Su respiración era errática. Su pecho subía y bajaba con violencia mientras intentaba procesar lo que acababa de hacer. Había matado con sus propias manos, pero no había tiempo para asimilarlo. Otros aullidos resonaron en la distancia. No estaba sola. Sus piernas temblaron cuando intentó levantarse. No podía quedarse ahí. No podía seguir siendo la presa. Debía volverse la cazadora.

Siguió caminando y entonces, la luna respondió. Una brisa helada la envolvió. Su piel se erizó. La luz plateada que se filtraba entre los árboles se volvió más intensa, más vibrante. Era como si la noche la estuviera llamando y lo hizo.

—Levántate… La voz resonó en su mente, etérea, imponente. No era humana. Ni siquiera parecía licántropa. Era algo más antiguo. Algo primitivo.

Ulva alzó la vista.

Entre la neblina, una figura emergió de las sombras, un lobo, pero no uno cualquiera. Era gigantesco. Su pelaje blanco como la nieve brillaba bajo la luna. Sus ojos dorados ardían como brasas encendidas. Ulva sintió su cuerpo estremecerse. Lo conocía. No por haberlo visto antes, sino porque su alma lo reconocía. El lobo la observó con una mezcla de autoridad y curiosidad.

—Eres sangre de la luna… pero aún no sabes quién eres. —Ulva no pudo responder. Sus labios estaban sellados por el asombro.

—Tu destino no ha terminado. —La voz del lobo anciano se filtró en su mente como un eco ancestral—. No has nacido para morir en el exilio.

El aire se volvió más pesado, cargado de energía.

—Tienes dos caminos, Ulva Aldebarán. Uno de venganza, que consumirá tu alma. Uno de poder, que te hará renacer.

—Quiero renacer. —habla sin pensar. El lobo sonrió—o al menos eso pareció. Luego, se desvaneció en la neblina, dejando tras de sí una brisa cargada de energía.

Ulva cayó de rodillas una vez más, pero esta vez no fue por debilidad. Fue por la intensidad del poder ardiendo en sus venas. Su regreso apenas había comenzado.

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