Ella estaba leyendo la Biblia con el libro de Rut en mano cuando sonó la puerta; era Doña Rebeca, a quien Rut le abrió. Al entrar, Doña Rebeca le dijo: — Ah, estás leyendo el libro que te dije, ¿te costó trabajo encontrarlo?. A lo que Rut respondió: — No, Wendy me ayudó. Entonces Doña Rebeca preguntó: — Ah ya, me parece bien. Cuéntame, ¿de qué se trata?. Rut comenzó a contarle la historia. Después, Doña Rebeca volvió a preguntar: — Y dime, ¿qué te parece esa historia?. Rut respondió: — Pues bonita, con un final feliz, sin poder encontrar las palabras para describirla. Doña Rebeca permaneció observando a Rut y le dijo: — Si decidimos vivir para Dios, nuestra historia también tendrá un final feliz.A la mañana siguiente, como el día anterior, todos se levantaron muy temprano y se sentaron a comer. Después de agradecer a Dios, estaban comiendo cuando David recordó algo y dijo: — Mamá, hoy no llevaremos almuerzo...Un gemelo lo interrumpió: — ¿Vamos a venir a comer aquí?.
Luego de regresar, Rut se reunió con los chicos, quienes no dejaron de mirarla hasta que llegó a donde estaban ellos.— ¿Ya probaron la torta? — preguntó Rut al ver que todos la miraban fijamente.Los gemelos, al escuchar esto, parecieron despertar y comenzaron a repartir porciones de torta. Sin embargo, David, en lugar de unirse, se quedó pensativo mirando al suelo y ni siquiera terminó de comer.Después de la merienda, se dispusieron a trabajar. Rut se unió a uno de los gemelos para ayudarle, y luego se les unieron los niños. Juntos les explicaban cómo plantar. El sol estaba intenso y Rut, al no llevar nada en la cabeza para protegerse, pronto se puso colorada como un tomate. Decidió tomar un descanso, lo que animó a los demás a hacer lo mismo. Se miraban entre sí.— Rut, parece que te pintaste la cara de rojo — bromeó uno de los gemelos. El otro le quitó el sombrero y se lo colocó a Rut, diciendo: — Ahora sí, Rut, ríete del sol. Todos rieron, incluso Rut, al ver la jovialida
El cielo estaba gris, y la llovizna caía en gotas finas, empapando el ambiente con una melancolía persistente. Cada paso hacia la puerta de la casa de su tía se sentía como un desafío para Gabi. El frío calaba en su piel, y el corazón encogido latía con temor. Cuando golpeó suavemente la madera, los pasos acercándose del otro lado la llenaron de inquietud. El esposo de su tía abrió la puerta, con una expresión de curiosidad que rápidamente desapareció. —Jhoana, ven, es tu sobrina. Jhoana apareció detrás de él, cruzándose de brazos y con el ceño fruncido. Su mirada era dura, y el tono de su voz llegó como un golpe directo al corazón de Gabi. —¿Qué haces aquí? —preguntó, su voz cargada de desdén—. Ya mi mamá murió, y con ella se acabó mi obligación contigo. No tengo por qué tolerarte más. El tío político intentó suavizar el momento. —No seas así, Jhoana. Ni siquiera te ha dicho a qué vino. —No me importa —espetó ella, alzando la voz—. Esa ingrata le quitó todo a mi madre, to
Gabriela se quedó inmóvil al verlos. Los gemelos eran idénticos, altos y delgados, irradiando una vitalidad que contrastaba con el peso emocional que cargaba ella. La sonrisa de uno de ellos iluminó incluso el día más gris mientras le tendía su chaqueta sin dudar. —Toma, Rut. Ponte esto. Estás temblando de frío —dijo con calidez, un tono que desarmó sus barreras por completo. Gabriela titubeó antes de tomar la chaqueta, envolviéndola alrededor de su cuerpo. A medida que el frío retrocedía, sintió como si por un breve momento el peso de su soledad también disminuyera. Por primera vez en mucho tiempo, permitió que la calidez de otro ser humano alcanzara su corazón. La tranquilidad, sin embargo, duró poco. Uno de los gemelos miró hacia atrás, interrumpiendo el momento. —Allá viene David —murmuró, su tono teñido de respeto y una pizca de nerviosismo. Gabriela giró la cabeza lentamente y vio a un hombre mayor que los gemelos caminando hacia ellos. Su figura imponente estaba env
Rut, no quiso quedarse en su cuarto. Aunque el cansancio pesaba sobre su cuerpo, el silencio encerrado en aquellas cuatro paredes le resultaba sofocante. La casa tenía una calidez especial, un ambiente que la envolvía con una familiaridad desconocida. Así que decidió bajar a la cocina, guiada por el aroma especiado que flotaba en el aire. Al entrar, el resplandor amarillo de la lámpara iluminaba los tonos tierra de los muebles, y el sonido rítmico de los cuchillos chocando contra la tabla de cortar le recordó tardes lejanas en la cocina de su abuela. Sin pensarlo demasiado, comenzó a moverse entre los ingredientes, sus manos obrando con precisión. Los gestos eran mecánicos, instintivos, como si en cada corte y cada mezcla reencontrara una parte de sí misma David estaba allí, apoyado contra la mesada. No hablaba, no intervenía, solo observaba, sus ojos recorriendo los movimientos ágiles de Rut con un aire de análisis silencioso. No había desconfianza en su mirada, pero sí una e
El amanecer comenzó a teñir el cielo con tonos cálidos cuando doña Rebeca entró al cuarto de Rut. La habitación estaba tranquila, y Rut parecía dormir profundamente, su rostro más relajado tras la fiebre de la noche anterior. Con pasos silenciosos, Rebeca se acercó y colocó una mano sobre la frente de Rut, verificando que la fiebre no hubiera vuelto. Al sentir el contacto, Rut abrió los ojos lentamente, parpadeando ante la luz tenue que atravesaba las cortinas. —¿Cómo te sientes, hija? —preguntó Rebeca en voz baja, su mirada llena de preocupación. —Mejor, gracias a Dios —respondió Rut con una leve sonrisa. Rebeca respiró aliviada y cerró los ojos por un momento, murmurando una breve oración de agradecimiento. Tocó suavemente el brazo de Rut antes de agregar: —Sigue descansando, hija. No te preocupes por nada. Estás en casa. Rut intentó obedecer, pero la inquietud en su pecho no la dejaba permanecer quieta. Minutos después de que Rebeca se fuera, se levantó. No podía queda
Joel dejó a Rut en el pasillo, su actitud despreocupada contrastando con el peso emocional que ella sentía. Él se dirigió directamente al comedor, donde sus hermanos ya lo esperaban. Mientras colocaba un plato en la mesa, comenzó a relatar lo ocurrido con entusiasmo. —No la encontrábamos por ningún lado. Ni en el jardín, ni en el patio, ni en la casa. Hasta que me acordé de la quebrada —dijo Joel, haciendo un gesto amplio con las manos. David, sentado al otro lado de la mesa, levantó una ceja. —¿Recién se te ocurrió buscar allí? —preguntó con un tono seco, acompañado de un leve arqueo de la frente. —¿Cómo que recién? —Joel lo miró, desconcertado. —Por lógica, hermano. Es un buen lugar para encontrar paz. —¿Cómo no se te ocurrió antes Joel ? —intervino Johan, soltando una risa burlona. —¡Cállate tú! —gruñó Joel, frustrado, cruzándose de brazos. David levantó una mano, calmando la disputa antes de que escalara. —No es momento para discutir. Terminemos de comer y volvamo
Al día siguiente, hubo un gran alboroto. Los gemelos corrían de un lado a otro y David les pitaba para que se apuraran. Finalmente, se fueron y la bulla terminó. Doña Rebeca y Rut se quedaron en la cocina. "Doña Rebeca comentó: 'Esto sucede todos los sábados. Al menos es solo un día a la semana. Imagínate si fuera todos los días'", dijo. Rut sonrió sin decir nada pero pensó para sí misma: "Espero que tarden en regresar. Qué paz hay ahora. Ojalá no tenga que verlo de nuevo a 'ese' (refiriéndose a David)".Rut le dijo a doña Rebeca que estaría en la quebrada por si la necesitaba, luego se fue y se quedó allí contemplando a los pajaritos y pececitos que llegaban cuando caía basura al agua. Metió los pies en el agua y los pececitos le mordían. Como no sabía nadar, se quedó en la orilla. El canto de los pajaritos le traía tanta paz que hizo que olvidara sus malos recuerdos.Desafortunadamente para ella, esa paz no duraría mucho, ya que no pasó ni una hora cuando escuchó el ruido de la cam