El cielo estaba gris, y la llovizna caía en gotas finas, empapando el ambiente con una melancolía persistente. Cada paso hacia la puerta de la casa de su tía se sentía como un desafío para Gabi. El frío calaba en su piel, y el corazón encogido latía con temor. Cuando golpeó suavemente la madera, los pasos acercándose del otro lado la llenaron de inquietud.
El esposo de su tía abrió la puerta, con una expresión de curiosidad que rápidamente desapareció. —Jhoana, ven, es tu sobrina. Jhoana apareció detrás de él, cruzándose de brazos y con el ceño fruncido. Su mirada era dura, y el tono de su voz llegó como un golpe directo al corazón de Gabi. —¿Qué haces aquí? —preguntó, su voz cargada de desdén—. Ya mi mamá murió, y con ella se acabó mi obligación contigo. No tengo por qué tolerarte más. El tío político intentó suavizar el momento. —No seas así, Jhoana. Ni siquiera te ha dicho a qué vino. —No me importa —espetó ella, alzando la voz—. Esa ingrata le quitó todo a mi madre, toda su vida, hasta el último aliento. ¿Y qué hizo después? Ni siquiera vino al entierro. Las palabras de Jhoana atravesaron el pecho de Gabi como dagas. Quiso hablar, defenderse, explicar, pero sus labios se cerraron con fuerza. "No tiene caso. No lo entendería," pensó, mientras las lágrimas se acumulaban en sus ojos. El ruido de la discusión se desvaneció mientras Gabi dio media vuelta y comenzó a caminar bajo la lluvia. La humedad impregnaba su ropa, y cada gota que caía parecía arrastrar un pedazo más de su espíritu. El frío era insoportable, pero la tormenta verdadera estaba en su mente: el recuerdo de su abuela Rut. Las gotas de lluvia se mezclaban con las lágrimas que Gabi intentaba contener, mientras su mente repetía cruelmente una verdad: ya no quedaba nadie para ella. Su abuela había sido todo: madre, padre, amiga, su refugio en los peores momentos. Ahora, el vacío era insoportable. La imagen de Rut preparando la cena y esperándola siempre con una sonrisa cálida era como un bálsamo perdido. Días atrás, una llamada había cambiado su vida. Su abuela estaba muy mal, y Gabi había decidido viajar de inmediato para verla. Pero el destino fue cruel. Un accidente en el camino la dejó hospitalizada y, para cuando despertó, su abuela ya había fallecido. La oportunidad de despedirse se había esfumado, y esa realidad la perseguía como una sombra. La lluvia arreció cuando Gabi llegó a un puente. El sonido del río abajo era ensordecedor; el caudal había crecido con el aguacero. Se detuvo en la mitad, observando el agua correr violentamente. La corriente parecía llamarla, una promesa de silencio eterno. "Si yo cayera… desaparecería," pensó, mientras el vacío en su pecho se hacía insoportable. Todo lo más importante en su vida ya estaba perdido. No quedaba nadie que la amara, nadie que la buscara. Cerró los ojos, intentando reunir el valor para dar el siguiente paso. El ruido del río inundaba sus pensamientos, y su cuerpo temblaba, no sólo por el frío, sino por el peso de las emociones que lo arrastraban. De repente, un sonido rompió su trance. Cuando abrió los ojos, una figura femenina estaba frente a ella, sosteniendo un paraguas que protegía a ambas de la lluvia. La sorpresa fue inmediata. —¿Estás bien? —preguntó la mujer, con una voz suave pero firme. La imagen de la mujer hizo que Gabi recordara a su abuela por un momento, aunque sus facciones eran más jóvenes. —Hola, yo soy Rebeca. ¿Y tú? —dijo la señora, extendiendo su mano. Gabi la miró con desconfianza, sin saber si responder. Finalmente, mintió. —Soy Rut. Rebeca sonrió levemente, con una calidez que desarmó la resistencia de Gabi. La ayudó a ponerse de pie. —Ven, vamos a esa tienda para refugiarnos de la lluvia. Podemos hablar mejor allá. Mientras caminaban hacia una pequeña tienda cercana, el sonido de la lluvia contra el techo metálico llenaba el silencio. Ambas se sentaron en un banco bajo el refugio, acompañadas del olor a tierra mojada y el repiqueteo constante. —No eres de aquí, ¿verdad? —preguntó Rebeca. —No —respondió Gabi, ahora convertida en Rut. Rebeca la observó con cuidado, sus ojos mostrando una mezcla de curiosidad y compasión. —Sabes, algo en mi espíritu me dijo que debía salir. Vi lo que intentabas hacer en el puente, y no podía ignorarlo. Gabi negó rápidamente. —No era eso. Mi móvil se cayó al río, y me quedé observando la corriente. Rebeca no parecía convencida, pero dejó que Gabi hablara. —Bueno, supongamos que te creo. Cuéntame, ¿estás sola aquí? ¿Tienes algún familiar o amigo? Por más que Gabi quisiera ocultar la verdad, algo en la presencia de Rebeca la hizo sentir segura. Lentamente, comenzó a contarle todo: sobre su abuela, el accidente, y el vacío que sentía. Mientras hablaba, las lágrimas fluían libres, mezclándose con la lluvia que aún caía afuera. —Yo tengo una hija más o menos de tu edad —dijo Rebeca finalmente, con un tono suave—. ¿Sabes? Cuando te miro, pienso en ella. Quiero ayudarte en lo que pueda. Gabriela, ahora haciéndose llamar Rut, parpadeó sorprendida ante la generosidad de aquella desconocida. —Gracias, pero no sé si debería… —No tienes familia, ¿verdad? —interrumpió Rebeca, con una firmeza que desarmó a Gabi. Ella negó con la cabeza, bajando la mirada. —Entonces ven conmigo. Puedes quedarte en mi casa el tiempo que necesites. Soy viuda, pero Dios siempre me ha ayudado. Gabi dudó, pero no tardó en aceptar. "Ella también está sola, como yo," pensó. "Tal vez podamos acompañarnos mutuamente." —Vamos a buscar a mis hijos —dijo Rebeca inesperadamente. Mientras caminaban, Gabi asumió que Rebeca se refería solo a una hija, pero pronto se dio cuenta de que las cosas no eran tan simples. Justo cuando buscaba una excusa para desaparecer, Rebeca se giró y señaló a dos jóvenes que venían hacia ellas. —¡Mira, ahí están mis gemelos! Los gemelos se acercaron, con miradas curiosas pero intensas. Gabi sintió un extraño escalofrío, una mezcla de incertidumbre y expectativa que no podía explicar. "¿Qué estoy haciendo aquí?" pensó, mientras el vacío que había sentido hasta ese momento comenzaba a llenarse con algo completamente nuevo.Gabriela se quedó inmóvil al verlos. Los gemelos eran idénticos, altos y delgados, irradiando una vitalidad que contrastaba con el peso emocional que cargaba ella. La sonrisa de uno de ellos iluminó incluso el día más gris mientras le tendía su chaqueta sin dudar. —Toma, Rut. Ponte esto. Estás temblando de frío —dijo con calidez, un tono que desarmó sus barreras por completo. Gabriela titubeó antes de tomar la chaqueta, envolviéndola alrededor de su cuerpo. A medida que el frío retrocedía, sintió como si por un breve momento el peso de su soledad también disminuyera. Por primera vez en mucho tiempo, permitió que la calidez de otro ser humano alcanzara su corazón. La tranquilidad, sin embargo, duró poco. Uno de los gemelos miró hacia atrás, interrumpiendo el momento. —Allá viene David —murmuró, su tono teñido de respeto y una pizca de nerviosismo. Gabriela giró la cabeza lentamente y vio a un hombre mayor que los gemelos caminando hacia ellos. Su figura imponente estaba env
Rut, no quiso quedarse en su cuarto. Aunque el cansancio pesaba sobre su cuerpo, el silencio encerrado en aquellas cuatro paredes le resultaba sofocante. La casa tenía una calidez especial, un ambiente que la envolvía con una familiaridad desconocida. Así que decidió bajar a la cocina, guiada por el aroma especiado que flotaba en el aire. Al entrar, el resplandor amarillo de la lámpara iluminaba los tonos tierra de los muebles, y el sonido rítmico de los cuchillos chocando contra la tabla de cortar le recordó tardes lejanas en la cocina de su abuela. Sin pensarlo demasiado, comenzó a moverse entre los ingredientes, sus manos obrando con precisión. Los gestos eran mecánicos, instintivos, como si en cada corte y cada mezcla reencontrara una parte de sí misma David estaba allí, apoyado contra la mesada. No hablaba, no intervenía, solo observaba, sus ojos recorriendo los movimientos ágiles de Rut con un aire de análisis silencioso. No había desconfianza en su mirada, pero sí una e
El amanecer comenzó a teñir el cielo con tonos cálidos cuando doña Rebeca entró al cuarto de Rut. La habitación estaba tranquila, y Rut parecía dormir profundamente, su rostro más relajado tras la fiebre de la noche anterior. Con pasos silenciosos, Rebeca se acercó y colocó una mano sobre la frente de Rut, verificando que la fiebre no hubiera vuelto. Al sentir el contacto, Rut abrió los ojos lentamente, parpadeando ante la luz tenue que atravesaba las cortinas. —¿Cómo te sientes, hija? —preguntó Rebeca en voz baja, su mirada llena de preocupación. —Mejor, gracias a Dios —respondió Rut con una leve sonrisa. Rebeca respiró aliviada y cerró los ojos por un momento, murmurando una breve oración de agradecimiento. Tocó suavemente el brazo de Rut antes de agregar: —Sigue descansando, hija. No te preocupes por nada. Estás en casa. Rut intentó obedecer, pero la inquietud en su pecho no la dejaba permanecer quieta. Minutos después de que Rebeca se fuera, se levantó. No podía queda
Joel dejó a Rut en el pasillo, su actitud despreocupada contrastando con el peso emocional que ella sentía. Él se dirigió directamente al comedor, donde sus hermanos ya lo esperaban. Mientras colocaba un plato en la mesa, comenzó a relatar lo ocurrido con entusiasmo. —No la encontrábamos por ningún lado. Ni en el jardín, ni en el patio, ni en la casa. Hasta que me acordé de la quebrada —dijo Joel, haciendo un gesto amplio con las manos. David, sentado al otro lado de la mesa, levantó una ceja. —¿Recién se te ocurrió buscar allí? —preguntó con un tono seco, acompañado de un leve arqueo de la frente. —¿Cómo que recién? —Joel lo miró, desconcertado. —Por lógica, hermano. Es un buen lugar para encontrar paz. —¿Cómo no se te ocurrió antes Joel ? —intervino Johan, soltando una risa burlona. —¡Cállate tú! —gruñó Joel, frustrado, cruzándose de brazos. David levantó una mano, calmando la disputa antes de que escalara. —No es momento para discutir. Terminemos de comer y volvamo
Al día siguiente, hubo un gran alboroto. Los gemelos corrían de un lado a otro y David les pitaba para que se apuraran. Finalmente, se fueron y la bulla terminó. Doña Rebeca y Rut se quedaron en la cocina. "Doña Rebeca comentó: 'Esto sucede todos los sábados. Al menos es solo un día a la semana. Imagínate si fuera todos los días'", dijo. Rut sonrió sin decir nada pero pensó para sí misma: "Espero que tarden en regresar. Qué paz hay ahora. Ojalá no tenga que verlo de nuevo a 'ese' (refiriéndose a David)".Rut le dijo a doña Rebeca que estaría en la quebrada por si la necesitaba, luego se fue y se quedó allí contemplando a los pajaritos y pececitos que llegaban cuando caía basura al agua. Metió los pies en el agua y los pececitos le mordían. Como no sabía nadar, se quedó en la orilla. El canto de los pajaritos le traía tanta paz que hizo que olvidara sus malos recuerdos.Desafortunadamente para ella, esa paz no duraría mucho, ya que no pasó ni una hora cuando escuchó el ruido de la cam
— ¿Te hice esperar mucho, Rut?— preguntó Wendy, sonriendo.— No, para nada, — le contestó Rut.— Entonces vamos, — dijo Wendy, pasando adelante de Rut.Mientras caminaban por la acera de la calle, Wendy no paraba de hablar. Si se topaba con personas conocidas, las saludaba amablemente. Se notaba que las personas le tenían estima, ya que le hablaban con mucho cariño.Continuaron caminando y Wendy seguía hablando, mencionando los lugares. También le comentó a Rut que allí era un lugar tranquilo.Llegaron a una cafetería y Wendy la invitó a entrar. Rut aceptó y entró con ella. Wendy pidió dos cafés para conversar más cómodamente y le dijo:— Ahora sí, háblame de ti. Estoy atenta para escuchar tu historia, — le dijo mirándola fijamente.— Creo que no hay mucho que contar, — dijo Rut, sintiéndose incómoda en su silla.— Entonces, dime cómo conociste a la familia Campos, si se puede saber. Si no quieres contarme, no hay problema. Lo único malo sería que te aburras de escuchar mis historias,
David observó a Rut llegar, preguntándose cómo Wendy había logrado convencerla. Sin embargo, no solo eso, también era incapaz de evitar mirarla. Rut era sumamente hermosa y su vestido realzaba sus elegantes caderas y muslos. Con el cabello ondulado recogido en un moño, David observaba cada detalle hasta que Rut lo sorprendió mirándola. Ante su mirada de desaprobación, él se sintió avergonzado y disimuló mirando en otra dirección.Permanecieron juntos durante todo el servicio. Aunque Rut no entendía del todo, observó a los demás jóvenes orar, algo que ya había presenciado, pero luego los escuchó entonar alabanzas al Creador. Esto la sorprendió, ya que la música de los jóvenes le erizaba la piel. Era una experiencia nueva para ella.Cuando llegó la hora del sermón, Rut prestó mucha atención a cada palabra pronunciada por el predicador. Sentía como si el mensaje estuviera dirigido directamente a ella, lo cual la dejaba confundida.Al finalizar la predicación, Rut se acercó a Wendy para c
— Estoy bien, no es nada grave. No tiene importancia — respondió nuestra chef para no darle más importancia al asunto. Minutos después, el chocolate estaba listo. Rut lo sirvió para que Wendy lo llevara a los chicos, mientras ella limpiaba el desastre.Cuando Wendy regresó a la cocina, Rut le dijo: — Si quieres, puedo ayudarte a hacer la cena. Wendy guardó silencio y luego preguntó: — ¿Sabes cocinar bien?. — Solo dime qué quieres que prepare y lo haré, — respondió Rut.— Bueno, solo prométeme que no será un desastre como el que yo hice, — le pidió Wendy.— ¿Qué te gustaría que preparemos? ¿O prefieres que revisemos la nevera para ver qué hay y así empezar a cocinar?— sugirió Rut.Mientras Rut y Wendy estaban en la cocina, llegó el auto de los padres de Wendy. Ellos entraron seguidos de doña Rebeca, quien al ver a sus hijos empapados, se sorprendió y les preguntó:— Por qué están mojados? ¿Estaban al aire libre sin techo en el evento de jóvenes?. Uno de los gemelos intentó explica