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3.El calor de un hogar desconocido.

Rut, no quiso quedarse en su cuarto.

Aunque el cansancio pesaba sobre su cuerpo, el silencio encerrado en aquellas cuatro paredes le resultaba sofocante.

La casa tenía una calidez especial, un ambiente que la envolvía con una familiaridad desconocida. Así que decidió bajar a la cocina, guiada por el aroma especiado que flotaba en el aire.

Al entrar, el resplandor amarillo de la lámpara iluminaba los tonos tierra de los muebles, y el sonido rítmico de los cuchillos chocando contra la tabla de cortar le recordó tardes lejanas en la cocina de su abuela. Sin pensarlo demasiado, comenzó a moverse entre los ingredientes, sus manos obrando con precisión.

Los gestos eran mecánicos, instintivos, como si en cada corte y cada mezcla reencontrara una parte de sí misma

David estaba allí, apoyado contra la mesada. No hablaba, no intervenía, solo observaba, sus ojos recorriendo los movimientos ágiles de Rut con un aire de análisis silencioso. No había desconfianza en su mirada, pero sí una especie de reserva, un juicio contenido que ella no lograba descifrar.

En poco tiempo, la comida estuvo lista. Los gemelos bromeaban, doña Rebeca sonreía satisfecha y Rut sintió una chispa de alegría inesperada.

Por un momento, cocinar le había dado una tregua al peso de sus pensamientos.

Cuando todos se sentaron, el sonido de los cubiertos rozando los platos llenó el ambiente. Rut observó la comida servida, sintiendo el hambre y la satisfacción del esfuerzo.

Estaba lista para probar el primer bocado cuando la voz de David irrumpió en el momento.

—Vamos a darle gracias a Dios por los alimentos.

La frase la tomó desprevenida. Alzó la vista y vio cómo, sin cuestionarlo, todos inclinaban sus cabezas en oración. La atmósfera cambió de inmediato, como si el aire se tornara solemne con una presencia invisible.

Rut, dudosa, siguió el ejemplo cerrando los ojos. No era cristiana, pero había crecido escuchando a su abuela hablar de Dios.

La oración de David era sencilla, pero tenía una fuerza innegable, un tono de gratitud genuina que la hizo sentirse pequeña en comparación.

Después de la cena, los gemelos recogieron los platos, y Rut, por inercia, se levantó para ayudar. Sin embargo, doña Rebeca le dirigió una mirada amable.

—Has hecho suficiente. Ve a descansar.

Rut sintió una incomodidad inesperada. No estaba acostumbrada a que alguien la cuidara así, a que le dijeran que descansara sin esperar algo a cambio.

Siguió a Rebeca por las escaleras, el eco de sus pasos resonando en el pasillo. A pesar de la hospitalidad, algo en su interior le impedía sentirse completamente parte de esto.

"¿Por qué eran así con ella? ¿Por qué la trataban como si realmente les importara?".

Las horas pasaron, pero el sueño nunca llegó. El calor en su piel se volvía insoportable, la fiebre le robaba la lucidez y cada pensamiento parecía revolverse en su mente con intensidad. Con movimientos torpes, se incorporó y salió del cuarto.

El pasillo era un túnel de sombras. La luz de la luna se filtraba por la ventana, proyectando siluetas suaves en el suelo.

Sus pasos eran frágiles, y el sonido de la madera crujiendo bajo sus pies la hacía sentirse más vulnerable.

Cuando llegó a la cocina, tanteó la pared buscando el interruptor, pero sus dedos solo encontraron vacío. Estaba por rendirse cuando, de repente, la luz se encendió.

David estaba allí.

Rut se sobresaltó, su cuerpo reaccionando antes que su mente.

—¡Ah!... Perdón, me asusté.

David, sin emoción visible, solo preguntó:

—¿Qué buscabas?

Rut intentó enfocar su visión borrosa.

—Agua.

David tomó un vaso, lo llenó y lo extendió hacia ella. Cuando Rut alargó la mano, en su torpeza, su piel rozó la de él.

David sintió el calor abrasador de su piel. Rut tenía fiebre. Pero no dijo nada.

En un gesto automático, soltó el vaso con suavidad y se apartó. Rut bebió con lentitud, sintiendo el líquido refrescante recorrer su garganta, pero sin aliviar el ardor interno.

El silencio se instaló, incómodo. David seguía observándola, pero Rut no podía leer en sus ojos lo que pensaba.

El sonido de pasos interrumpió el momento. Doña Rebeca apareció en el umbral, su expresión reflejando preocupación.

—¿Todo bien?

David no desvió la mirada.

—Ella no está bien.

Rebeca se acercó y posó una mano en la frente de Rut.

—¡Estás ardiendo en fiebre!

Rut bajó la mirada, la fatiga volviéndose insoportable.

—Vamos, regresa a la cama.

Rebeca la ayudó a incorporarse. Mientras se alejaban, Rut sintió que la mirada de David seguía sobre ella, distante pero presente.

Cuando se perdió en el pasillo, David apagó la luz y volvió a su cuarto sin decir más.

Rut apenas podía mantenerse consciente. En la penumbra de la habitación, escuchó un leve golpe en la puerta.

Se incorporó con dificultad. Rebeca entró, su rostro reflejando ternura y cuidado.

—Hija, David me dijo que no te sentías bien…

Rut parpadeó. David no había hablado directamente de su fiebre, pero de alguna manera, Rebeca lo había entendido.

Rebeca tocó su frente y suspiró.

—Dios mío, estás peor de lo que imaginé.

Sin perder tiempo, salió y regresó con medicamentos y paños fríos. Se sentó junto a Rut, colocó los paños en su frente y comenzó a orar en voz baja.

Las palabras flotaban en el aire, cálidas, llenas de fe. Rut, aunque debilitada, sintió una calma inesperada.

Los gemelos tocaron la puerta, queriendo saber cómo estaba Rut, pero Rebeca los tranquilizó. Después de todo lo que podía hacer, se quedó junto a ella, observándola en silencio.

—Ya hicimos lo que está a nuestro alcance. Ahora dejamos lo demás en manos de Dios.

La fiebre comenzó a bajar lentamente. Rut cerró los ojos. Antes de que Rebeca se levantara, Rut tomó su mano con suavidad.

—Gracias.

—No me des las gracias a mí, dale las gracias a Dios.

Rut la observó en silencio mientras Rebeca se alejaba. Por primera vez desde la muerte de su abuela, sentía que alguien realmente la cuidaba.

Pero… ¿por qué lo hacían? ¿Por qué les importaba tanto?

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