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3. La Corona y las Arenas

Eres como el agua en este desierto interminable, Nayla —dijo Alexander con un susurro ronco, aunque en el fondo sabía que sus palabras, aunque verdaderas en ese instante, no eran más que momentáneas. Para él, Nayla era un placer pasajero, alguien que lo hacía olvidar, aunque fuera por un momento, las intrigas palaciegas y la carga del destino que lo esperaba.

Ella, sin embargo, interpretó esas palabras de una manera diferente. Cada gesto de afecto, cada palabra que salía de los labios del príncipe, la fortalecía en su determinación. Nayla sabía que él no la amaba, pero eso no la detendría. Era paciente y astuta; su objetivo no era capturar su corazón, sino su corona.

Entre suspiros y caricias, el tiempo en aquel baño pareció detenerse. Las gotas de agua resbalaban por sus cuerpos entrelazados, y el sonido de la fuente se mezclaba con sus respiraciones entrecortadas. Cada movimiento era una danza cuidadosamente coreografiada, un intercambio de poder y pasión donde ambos obtenían algo diferente: él, un escape; ella, una oportunidad.

Cuando finalmente emergieron del baño, ambos parecían renovados, aunque por razones distintas. Alexander, relajado, se vistió con la calma de un hombre que había encontrado un momento de paz antes de enfrentar al mundo. Nayla, por su parte, lo ayudó a ajustarse la túnica, sus manos lingeras pero firmes, sabiendo que cada gesto la acercaba un paso más a su meta.

Mientras él salía del baño para dirigirse al gran salón, Nayla quedó detrás, observándolo marcharse con una expresión calculadora. Para Alexander, aquella era solo una tarde más en la compañía de una mujer hermosa. Para Nayla, era un capítulo más en la historia que estaba escribiendo, una historia en la que ella se veía no solo como una amante, sino como la reina al lado del futuro rey.

Alexander, ahora renovado, se dirigió al gran salón. Sabía que lo esperaban preguntas difíciles y decisiones complicadas, pero también sabía que había algo en lo profundo de su corazón que le daba fuerzas, no solo su derecho al trono, sino la lealtad y el amor de personas como Nayla, que creían en él no como un príncipe, sino como un hombre capaz de liderar con justicia.

El eco de las botas resonaba en los pasillos de mármol del gran palacio imperial mientras una guardia de honor marchaba con pasos firmes, sus armaduras reluciendo bajo la luz del sol que se filtraba por las altas ventanas. Los estandartes reales ondeaban suavemente con la brisa que penetraba en los salones, anunciando un día de gran importancia. En el corazón del salón principal, un hombre de porte solemne, vestido con el uniforme escarlata y dorado de la Guardia Imperial, se colocó en posición. Su voz debía llevar no solo el mensaje, sino el peso de la grandeza de la casa real.

El guardia, de rostro severo y barba meticulosamente arreglada, alzó una mano enguantada para silenciar cualquier murmullo que persistiera en la vasta sala. Los nobles reunidos, con sus ropajes fastuosos, se detuvieron en medio de conversaciones triviales, girando sus cabezas hacia el portón principal del salón, que comenzaba a abrirse con un movimiento lento y ceremonioso.

—¡Anuncio la llegada de Su Alteza Real, el príncipe Alexander, hijo del gran rey Salim Haziz Noury, portador del linaje de los reyes del desierto y protector de las arenas doradas!

La voz del guardia, profunda y resonante, llenó el espacio, golpeando las paredes de mármol y los arcos altos como un trueno en una tormenta. Cada palabra estaba cargada de una autoridad que exigía reverencia, y el mensaje llegó a cada rincón del salón. Los presentes, conscientes de la etiqueta y de la figura que se acercaba, se inclinaron ligeramente, como un gesto de respeto hacia el heredero al trono.

Las puertas principales, talladas con intrincados relieves que narraban las hazañas de los antiguos reyes, se abrieron por completo, y una ráfaga de aire fresco barrió la sala. Alexander apareció, acompañado por una comitiva de caballeros reales y asesores. Vestía una túnica de tonos azul oscuro con bordados dorados que parecían brillar con cada movimiento, recordando el sol reflejado en las dunas del desierto. Sobre su pecho descansaba un medallón de oro con la insignia de su familia, un halcón en pleno vuelo, símbolo de la dinastía Noury.

El salón del trono, decorado con exuberancia, era un reflejo del poder y la riqueza de la familia real. Las paredes estaban adornadas con tapices que narraban las conquistas de los ancestros y las victorias en las arenas del desierto. Sin embargo, aquella noche el tema era distinto, el salón se había transformado en un espacio festivo para celebrar el patinaje sobre hielo, una rareza en un reino rodeado de dunas. Los nobles y la familia real estaban reunidos para admirar este espectáculo, pero bajo la capa de festividad, las tensiones familiares palpitaban como un fuego oculto.

Alexander entró en el salón con su porte usual, una mezcla de elegancia y confianza. Llevaba una capa de terciopelo azul oscuro, adornada con bordados dorados, que parecía ondear con cada paso. Su mirada se desplazó por la multitud con calma, como si evaluara cada rostro que encontraba, pero en realidad buscaba a sus hermanos. Sabía que, aunque la reunión era festiva, las tensiones siempre subyacían cuando estaban todos presentes.

Al encontrarse con sus tres hermanos, las miradas fueron inevitables. Su medio hermano mayor, Kareem, estaba cerca de la mesa central, sosteniendo una copa de vino en la mano. Su expresión era calculadora, sus ojos oscuros observaban a Alexander con una mezcla de desdén y alerta, como si su simple presencia fuera una amenaza a su posición. Kareem era conocido por su astucia y por ser el favorito de algunos consejeros clave; sin embargo, esa noche, la seguridad en su postura parecía flaquear al ver la entrada de Alexander.

Más lejos, junto a una de las columnas, Amir, el segundo hermano, miraba fijamente a Alexander, sus labios curvados en una leve sonrisa que no alcanzaba a sus ojos.

Amir era un hombre de apariencia apacible, pero aquellos que lo conocían sabían que detrás de su fachada tranquila se escondía una ambición feroz

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