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2. El Fuego en la Arena

Sin embargo, había algo más en ella, un fuego interno, una intensidad que la hacía irresistible.

—Nayla —dijo Alexander con una mezcla de sorpresa y diversión mientras cerraba la puerta detrás de él —¿Qué haces aquí? ¿Sabes que mi padre podría convocarme en cualquier momento?

Nayla se levantó con gracia, sus movimientos fluidos como el agua. Se acercó a él, dejando que el suave aroma de jazmín que emanaba de su piel llenara el espacio entre ellos.

—Mi príncipe, los deberes pueden esperar unos minutos. Pensé que quizás necesitabas relajarte antes de enfrentarte a las preocupaciones del reino —respondió con una sonrisa enigmática, sus ojos oscuros brillando con picardía.

Alexander suspiró, consciente de que Nayla tenía un poder innegable sobre él. No solo era hermosa; tenía una presencia magnética que hacía que cualquier hombre se sintiera como si el resto del mundo dejara de importar en su compañía. Aunque sabía que el tiempo apremiaba, no pudo resistirse.

—Sabes que siempre encuentro difícil negarme a ti, Nayla —dijo mientras se acercaba, dejando caer lentamente su capa sobre una silla cercana.

Nayla tomó su mano y lo guió hacia el diván. A pesar de la intensidad de su conexión, había una dulzura en la forma en que interactuaban, como si ambos entendieran que cada momento juntos era un regalo en medio de las tensiones del palacio. La rivalidad entre las esposas del rey y sus hijos creaba un ambiente de constante vigilancia, y Nayla, siendo parte del harén, estaba muy consciente de los riesgos de sus encuentros con Alexander.

Sin embargo, en esos instantes, ambos parecían olvidarse de las intrigas que los rodeaban. Nayla, con su habilidad para calmar a Alexander, lo ayudó a olvidar, aunque fuera por un momento, las expectativas que pesaban sobre sus hombros. Entre risas suaves y miradas cómplices, el tiempo pareció detenerse.

Cuando finalmente Alexander se levantó, sintió que el breve encuentro le había dado la claridad y el enfoque que necesitaba para enfrentarse a su padre. Nayla, con su expresión serena, lo ayudó a ajustarse la túnica, un gesto íntimo que hablaba de la confianza que compartían.

—Gracias, Nayla. Siempre sabes cómo devolverme la paz.

—Siempre estoy aquí para ti, mi príncipe —respondió ella con una sonrisa antes de retirarse discretamente por una puerta lateral, asegurándose de que nadie la viera.

Alexander, con una sonrisa ligera y una chispa de travesura en los ojos, sostuvo la mano de Nayla con firmeza pero sin apremio. Su piel, suave como la arena fina del desierto, temblaba ligeramente bajo su toque. La luz que entraba por los grandes ventanales de sus aposentos iluminaba su rostro, dándole un halo casi etéreo.

—Creo que hay tiempo para darme una ducha —dijo con voz grave, casi susurrando, mientras sus dedos entrelazados con los de Nayla la guiaban hacia el baño contiguo. Ella lo siguió sin vacilar, su corazón latiendo con fuerza bajo las finas capas de seda que cubrían su figura.

El baño del príncipe era un santuario de lujo y perfección. Los azulejos de mármol blanco y negro relucían bajo la luz de los candelabros dorados. Una gran bañera de piedra pulida, adornada con intrincados grabados de motivos florales, dominaba el centro de la habitación. A un lado, una fuente vertía agua tibia y cristalina, llenando el aire con el suave sonido de su fluir. El aroma de aceites esenciales y flores frescas impregnaba el ambiente, creando una atmósfera de calma y sensualidad.

Alexander dejó caer lentamente su ropa que llevaba puesta, revelando una musculatura firme y bien definida, producto de años de entrenamiento y disciplina. Giró hacia Nayla, sus ojos encontrando los de ella con una intensidad que hizo que sus mejillas se tiñeran de un leve rubor. Sin decir una palabra, deslizó un mechón de su cabello oscuro detrás de su oreja, un gesto íntimo que hizo que ella contuviera la respiración.

—Nayla, quítate eso —ordenó suavemente, con un tono que no admitía objeciones pero que al mismo tiempo llevaba una carga de deseo innegable.

Ella obedeció, despojándose lentamente de su túnica de seda, que cayó al suelo con un suave susurro, revelando la perfección de su figura. Su piel bronceada parecía brillar bajo la luz tenue, y sus ojos oscuros, enmarcados por largas pestañas, lo observaban con una mezcla de confianza y entrega.

Alexander se acercó, trazando con la punta de sus dedos la curva de su cintura hasta detenerse en su cadera. La atrajo hacia sí, y sus labios encontraron los de ella en un beso que comenzó suave, explorador, pero que rápidamente se transformó en algo más intenso. Sus manos recorrieron su cuerpo con la familiaridad de alguien que ya había estado en ese lugar antes, pero con la pasión renovada de un hombre que encontraba en ella un escape de las responsabilidades que pesaban sobre sus hombros.

Para Alexander, estos momentos eran un respiro. Nayla era un pasatiempo, un remanso de placer en medio del caos de la corte. Pero para ella, aquello era mucho más. Cada caricia, cada beso, era un paso más hacia su ambición. Nayla no solo deseaba al príncipe; deseaba el poder, la posición, el prestigio de ser la esposa del futuro rey. Y estaba dispuesta a todo para conseguirlo.

Alexander la guió hasta la bañera, donde el agua tibia los envolvió como un manto de calma. Ella se sentó frente a él, dejando que sus piernas lo rodearan mientras sus manos exploraban su pecho, delineando cada músculo como si estuviera memorizándolo. Él inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos por un momento mientras sentía los labios de Nayla recorrer su cuello con un fervor que ardía como el sol del mediodía.

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