Sin embargo, había algo más en ella, un fuego interno, una intensidad que la hacía irresistible.
—Nayla —dijo Alexander con una mezcla de sorpresa y diversión mientras cerraba la puerta detrás de él —¿Qué haces aquí? ¿Sabes que mi padre podría convocarme en cualquier momento?
Nayla se levantó con gracia, sus movimientos fluidos como el agua. Se acercó a él, dejando que el suave aroma de jazmín que emanaba de su piel llenara el espacio entre ellos.
—Mi príncipe, los deberes pueden esperar unos minutos. Pensé que quizás necesitabas relajarte antes de enfrentarte a las preocupaciones del reino —respondió con una sonrisa enigmática, sus ojos oscuros brillando con picardía.
Alexander suspiró, consciente de que Nayla tenía un poder innegable sobre él. No solo era hermosa; tenía una presencia magnética que hacía que cualquier hombre se sintiera como si el resto del mundo dejara de importar en su compañía. Aunque sabía que el tiempo apremiaba, no pudo resistirse.
—Sabes que siempre encuentro difícil negarme a ti, Nayla —dijo mientras se acercaba, dejando caer lentamente su capa sobre una silla cercana.
Nayla tomó su mano y lo guió hacia el diván. A pesar de la intensidad de su conexión, había una dulzura en la forma en que interactuaban, como si ambos entendieran que cada momento juntos era un regalo en medio de las tensiones del palacio. La rivalidad entre las esposas del rey y sus hijos creaba un ambiente de constante vigilancia, y Nayla, siendo parte del harén, estaba muy consciente de los riesgos de sus encuentros con Alexander.
Sin embargo, en esos instantes, ambos parecían olvidarse de las intrigas que los rodeaban. Nayla, con su habilidad para calmar a Alexander, lo ayudó a olvidar, aunque fuera por un momento, las expectativas que pesaban sobre sus hombros. Entre risas suaves y miradas cómplices, el tiempo pareció detenerse.
Cuando finalmente Alexander se levantó, sintió que el breve encuentro le había dado la claridad y el enfoque que necesitaba para enfrentarse a su padre. Nayla, con su expresión serena, lo ayudó a ajustarse la túnica, un gesto íntimo que hablaba de la confianza que compartían.
—Gracias, Nayla. Siempre sabes cómo devolverme la paz.
—Siempre estoy aquí para ti, mi príncipe —respondió ella con una sonrisa antes de retirarse discretamente por una puerta lateral, asegurándose de que nadie la viera.
Alexander, con una sonrisa ligera y una chispa de travesura en los ojos, sostuvo la mano de Nayla con firmeza pero sin apremio. Su piel, suave como la arena fina del desierto, temblaba ligeramente bajo su toque. La luz que entraba por los grandes ventanales de sus aposentos iluminaba su rostro, dándole un halo casi etéreo.
—Creo que hay tiempo para darme una ducha —dijo con voz grave, casi susurrando, mientras sus dedos entrelazados con los de Nayla la guiaban hacia el baño contiguo. Ella lo siguió sin vacilar, su corazón latiendo con fuerza bajo las finas capas de seda que cubrían su figura.
El baño del príncipe era un santuario de lujo y perfección. Los azulejos de mármol blanco y negro relucían bajo la luz de los candelabros dorados. Una gran bañera de piedra pulida, adornada con intrincados grabados de motivos florales, dominaba el centro de la habitación. A un lado, una fuente vertía agua tibia y cristalina, llenando el aire con el suave sonido de su fluir. El aroma de aceites esenciales y flores frescas impregnaba el ambiente, creando una atmósfera de calma y sensualidad.
Alexander dejó caer lentamente su ropa que llevaba puesta, revelando una musculatura firme y bien definida, producto de años de entrenamiento y disciplina. Giró hacia Nayla, sus ojos encontrando los de ella con una intensidad que hizo que sus mejillas se tiñeran de un leve rubor. Sin decir una palabra, deslizó un mechón de su cabello oscuro detrás de su oreja, un gesto íntimo que hizo que ella contuviera la respiración.
—Nayla, quítate eso —ordenó suavemente, con un tono que no admitía objeciones pero que al mismo tiempo llevaba una carga de deseo innegable.
Ella obedeció, despojándose lentamente de su túnica de seda, que cayó al suelo con un suave susurro, revelando la perfección de su figura. Su piel bronceada parecía brillar bajo la luz tenue, y sus ojos oscuros, enmarcados por largas pestañas, lo observaban con una mezcla de confianza y entrega.
Alexander se acercó, trazando con la punta de sus dedos la curva de su cintura hasta detenerse en su cadera. La atrajo hacia sí, y sus labios encontraron los de ella en un beso que comenzó suave, explorador, pero que rápidamente se transformó en algo más intenso. Sus manos recorrieron su cuerpo con la familiaridad de alguien que ya había estado en ese lugar antes, pero con la pasión renovada de un hombre que encontraba en ella un escape de las responsabilidades que pesaban sobre sus hombros.
Para Alexander, estos momentos eran un respiro. Nayla era un pasatiempo, un remanso de placer en medio del caos de la corte. Pero para ella, aquello era mucho más. Cada caricia, cada beso, era un paso más hacia su ambición. Nayla no solo deseaba al príncipe; deseaba el poder, la posición, el prestigio de ser la esposa del futuro rey. Y estaba dispuesta a todo para conseguirlo.
Alexander la guió hasta la bañera, donde el agua tibia los envolvió como un manto de calma. Ella se sentó frente a él, dejando que sus piernas lo rodearan mientras sus manos exploraban su pecho, delineando cada músculo como si estuviera memorizándolo. Él inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos por un momento mientras sentía los labios de Nayla recorrer su cuello con un fervor que ardía como el sol del mediodía.
Eres como el agua en este desierto interminable, Nayla —dijo Alexander con un susurro ronco, aunque en el fondo sabía que sus palabras, aunque verdaderas en ese instante, no eran más que momentáneas. Para él, Nayla era un placer pasajero, alguien que lo hacía olvidar, aunque fuera por un momento, las intrigas palaciegas y la carga del destino que lo esperaba.Ella, sin embargo, interpretó esas palabras de una manera diferente. Cada gesto de afecto, cada palabra que salía de los labios del príncipe, la fortalecía en su determinación. Nayla sabía que él no la amaba, pero eso no la detendría. Era paciente y astuta; su objetivo no era capturar su corazón, sino su corona.Entre suspiros y caricias, el tiempo en aquel baño pareció detenerse. Las gotas de agua resbalaban por sus cuerpos entrelazados, y el sonido de la fuente se mezclaba con sus respiraciones entrecortadas. Cada movimiento era una danza cuidadosamente coreografiada, un intercambio de poder y pasión donde ambos obtenían algo d
Siempre encontraba formas de sembrar discordia con palabras suaves, pero venenosas.El menor de los hermanos, Faris, tenía una expresión que delataba su impaciencia. Sus cejas estaban ligeramente fruncidas, y sus dedos tamborileaban contra la copa de cristal que sostenía. Faris era impulsivo, con una personalidad apasionada que a menudo lo hacía parecer inmaduro frente a los demás, pero su resentimiento hacia Alexander era evidente. Para él, el mestizaje de Alexander y su creciente influencia eran recordatorios de su propia inseguridad.Alexander se acercó a ellos con una sonrisa que no llegó a tocar sus ojos. Sabía que cada uno lo evaluaba con recelo y que cualquier palabra dicha sería analizada cuidadosamente.—Hermanos, parece que esta noche promete ser interesante, —dijo Alexander, su voz calmada y firme, mientras tomaba una copa de vino que un sirviente le ofrecía.Kareem se giró hacia él, levantando ligeramente la copa en un gesto que era mitad saludo, mitad desafío.—Interesant
Frente al trono, la mujer realizó una serie de giros rápidos, las espadas trazando figuras casi imposibles en el aire. Luego, con un movimiento final, extendió sus brazos hacia el rey, como si ofreciera una ofrenda silenciosa de su arte.En un instante, un giro inesperado ocurrió. Al intentar realizar un movimiento especialmente complicado, la bailarina perdió ligeramente el equilibrio. La sala entera jadeó cuando, en lugar de recuperar su postura como muchos esperaban, la mujer cayó hacia adelante... directamente en el regazo de Alexander, quien estaba sentado cerca del trono.El príncipe, sorprendido, extendió las manos para detener la caída, sosteniéndola suavemente por los hombros. Por un momento, el tiempo pareció detenerse. La bailarina levantó la mirada, y sus ojos, intensos y llenos de emoción, se encontraron con los de Alexander. El velo que cubría parcialmente su rostro se deslizó un poco, revelando sus labios entreabiertos por la sorpresa.—Disculpe, Su Alteza... —murmuró e
Por primera vez, sintió que no estaba preparada para lo que seguía. La tensión en el aire era palpable mientras el sol se ocultaba detrás de las dunas, tiñendo el horizonte de tonos dorados y anaranjados. Celeste Arden respiraba con dificultad, su mente trabajando a toda velocidad para calcular el próximo paso. Sabía que lo que había hecho en la pista de baile era un riesgo enorme, pero las verdaderas intenciones que la habían llevado al palacio superaban cualquier temor, robar los documentos de la licitación que cambiarían el curso de un lucrativo proyecto. Si lograba su objetivo, podría asegurarse un futuro lejos de los planes que otros habían trazado para ella.La idea de un matrimonio forzado con un hombre desconocido era un destino más aterrador que el propio príncipe Alexander, quien ahora la mantenía acorralada en el balcón. El aire cálido del desierto no hacía más que aumentar la presión de la situación.—Si me disculpa, Majestad, debo reunirme con mis amigas y volver a mis ti
Alexander Frost se encontraba sentado en el salón principal de un palacio imponente, rodeado por un círculo de asesores que debatían fervientemente sobre el tema más delicado que había enfrentado en su vida, la sucesión al trono. La tensión en la sala era palpable, y las miradas de los presentes se dirigían hacia él con una mezcla de expectación y recelo. Frost, un hombre de porte altivo y mirada penetrante, escuchaba en silencio mientras cada consejero exponía su punto de vista sobre el camino que debía seguir para asegurar su lugar como heredero legítimo.Era un desafío monumental. Aunque Alexander era hijo del rey Salim Haziz Noury, su posición siempre había estado en entredicho. Su madre, Sulema McQuillan, una mujer de origen extranjero cuya belleza y elegancia habían conquistado al poderoso monarca del desierto, era constantemente objeto de desprecio por parte de las otras esposas del rey. Sulema no era una mujer común; su presencia había sido tan poderosa que no solo había gana