Alexander Frost se encontraba sentado en el salón principal de un palacio imponente, rodeado por un círculo de asesores que debatían fervientemente sobre el tema más delicado que había enfrentado en su vida, la sucesión al trono. La tensión en la sala era palpable, y las miradas de los presentes se dirigían hacia él con una mezcla de expectación y recelo. Frost, un hombre de porte altivo y mirada penetrante, escuchaba en silencio mientras cada consejero exponía su punto de vista sobre el camino que debía seguir para asegurar su lugar como heredero legítimo.
Era un desafío monumental. Aunque Alexander era hijo del rey Salim Haziz Noury, su posición siempre había estado en entredicho. Su madre, Sulema McQuillan, una mujer de origen extranjero cuya belleza y elegancia habían conquistado al poderoso monarca del desierto, era constantemente objeto de desprecio por parte de las otras esposas del rey. Sulema no era una mujer común; su presencia había sido tan poderosa que no solo había ganado el amor del rey, sino también su protección, lo que la colocaba en una posición única dentro del palacio. Sin embargo, su ascendencia extranjera y su carácter independiente la convertían en un blanco fácil para las intrigas palaciegas.
La situación de Alexander no era menos complicada. Al ser hijo de Sulema, heredó no solo su fortaleza y determinación, sino también el estigma de ser mestizo, un estigma que lo marcaba ante la nobleza y los círculos de poder. Aunque su linaje real era indiscutible, muchos lo veían como una amenaza o, peor aún, como una anomalía dentro de la rígida estructura jerárquica del reino. A pesar de esto, Alexander había demostrado ser un hombre digno, valiente e inteligente, características que muchos admiraban en silencio, aunque pocos se atrevían a expresar públicamente.
La reunión de aquel día no era una más; marcaba un punto de inflexión. Los asesores, temerosos de las implicaciones de apoyar a Alexander, discutían sobre las posibilidades de mantener la estabilidad en el reino si él asumía el trono. Algunos sugerían maniobras diplomáticas, mientras que otros proponían un enfoque más agresivo, enfrentándose directamente a las facciones que lo desafiaban. Sin embargo, todos coincidían en algo la sucesión no sería sencilla, y Alexander tendría que enfrentar una batalla tanto política como personal.
El rey Salim, aunque seguía siendo una figura poderosa, estaba envejeciendo, y su salud comenzaba a mostrar signos de deterioro. Este hecho alimentaba aún más las rivalidades dentro del palacio. Las otras esposas del rey, que siempre habían despreciado a Sulema y a su hijo, veían en este momento una oportunidad para asegurar que sus propios hijos ocuparan el trono. Intrigas, rumores y conspiraciones se tejían día y noche entre los muros del palacio, y Alexander era plenamente consciente de ello. No obstante, se mantenía firme, decidido a enfrentar cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino.
Sulema, por su parte, seguía siendo una figura enigmática y respetada. Aunque no intervenía directamente en los asuntos del reino, su influencia era innegable. Había criado a Alexander para ser un líder, inculcándole valores de honor, valentía y justicia. Su amor por su hijo y su fe en su capacidad para gobernar eran inquebrantables, y Alexander encontraba en ella un apoyo constante, incluso en los momentos más oscuros.
En la reunión, mientras los consejeros debatían, Alexander permanecía en silencio, observando cada movimiento, cada palabra, con la agudeza de un hombre acostumbrado a analizar y prever. Finalmente, cuando todos parecieron quedarse sin argumentos, él tomó la palabra. Su voz, grave y serena, llenó la sala. Habló con claridad y determinación, dejando en claro que no temía los desafíos que lo esperaban. Reconoció las dificultades, pero también afirmó su derecho legítimo al trono y su compromiso de gobernar con justicia y sabiduría. Sus palabras resonaron con una fuerza que hizo que incluso los más escépticos reconsideraran sus posturas.
Cuando la reunión llegó a su fin, Alexander salió del salón con la cabeza en alto, consciente de que la verdadera batalla apenas comenzaba. Cada paso que daba lo acercaba a un destino incierto, pero también lo fortalecía. Sabía que el camino sería arduo, lleno de traiciones y pruebas, pero estaba preparado para enfrentarlo. Al mirar hacia el horizonte, pensó en su madre, en su legado y en el reino que algún día esperaba gobernar. Alexander Frost no era solo un príncipe; era un hombre decidido a forjar su propio destino, sin importar cuán arduo fuera el camino por recorrer.
—Joven Alexander, su padre lo requiere en el gran salón —dijo Etiff, el enviado personal del rey, inclinando ligeramente la cabeza con respeto.
Alexander, que estaba descansando en un rincón del jardín interior del palacio, levantó la vista con una mezcla de resignación y curiosidad. Sabía que cuando el rey Salim Haziz Noury lo convocaba, era porque se avecinaba algo importante. Últimamente, esas reuniones significaban debates interminables sobre la sucesión al trono y las crecientes intrigas entre los nobles.
—Está bien, Etiff... dile a mi padre que allí estaré en breve —respondió con calma.
Se levantó despacio, ajustándose la túnica ligera que llevaba, y se encaminó hacia sus aposentos. A pesar de la importancia de la reunión, sentía la urgencia de un baño. El calor abrasador del desierto se había infiltrado incluso en las paredes del palacio, y Alexander, como cualquier hombre acostumbrado a la acción y al movimiento, necesitaba refrescarse antes de enfrentarse al protocolo y la formalidad del gran salón.
Cuando llegó a su habitación, notó que la puerta estaba ligeramente entreabierta. Entró con paso firme, y lo que encontró allí lo tomó por sorpresa, aunque de una manera que le arrancó una leve sonrisa. Sentada junto al diván, con una mirada cautivadora que irradiaba confianza, estaba Nayla Al-Badawi, una de las mujeres más hermosas del harén real.
Nayla era conocida no solo por su extraordinaria belleza, sino también por su astucia y su habilidad para mantener conversaciones inteligentes, algo que Alexander valoraba profundamente en las pocas ocasiones en que podían hablar en privado. Su piel tenía el tono bronceado y cálido de las arenas del desierto al amanecer, y al tocarla, resultaba tan suave como la seda más fina que se pudiera encontrar en los mercados del reino.
Sin embargo, había algo más en ella, un fuego interno, una intensidad que la hacía irresistible.—Nayla —dijo Alexander con una mezcla de sorpresa y diversión mientras cerraba la puerta detrás de él —¿Qué haces aquí? ¿Sabes que mi padre podría convocarme en cualquier momento?Nayla se levantó con gracia, sus movimientos fluidos como el agua. Se acercó a él, dejando que el suave aroma de jazmín que emanaba de su piel llenara el espacio entre ellos.—Mi príncipe, los deberes pueden esperar unos minutos. Pensé que quizás necesitabas relajarte antes de enfrentarte a las preocupaciones del reino —respondió con una sonrisa enigmática, sus ojos oscuros brillando con picardía.Alexander suspiró, consciente de que Nayla tenía un poder innegable sobre él. No solo era hermosa; tenía una presencia magnética que hacía que cualquier hombre se sintiera como si el resto del mundo dejara de importar en su compañía. Aunque sabía que el tiempo apremiaba, no pudo resistirse.—Sabes que siempre encuentro
Eres como el agua en este desierto interminable, Nayla —dijo Alexander con un susurro ronco, aunque en el fondo sabía que sus palabras, aunque verdaderas en ese instante, no eran más que momentáneas. Para él, Nayla era un placer pasajero, alguien que lo hacía olvidar, aunque fuera por un momento, las intrigas palaciegas y la carga del destino que lo esperaba.Ella, sin embargo, interpretó esas palabras de una manera diferente. Cada gesto de afecto, cada palabra que salía de los labios del príncipe, la fortalecía en su determinación. Nayla sabía que él no la amaba, pero eso no la detendría. Era paciente y astuta; su objetivo no era capturar su corazón, sino su corona.Entre suspiros y caricias, el tiempo en aquel baño pareció detenerse. Las gotas de agua resbalaban por sus cuerpos entrelazados, y el sonido de la fuente se mezclaba con sus respiraciones entrecortadas. Cada movimiento era una danza cuidadosamente coreografiada, un intercambio de poder y pasión donde ambos obtenían algo d
Siempre encontraba formas de sembrar discordia con palabras suaves, pero venenosas.El menor de los hermanos, Faris, tenía una expresión que delataba su impaciencia. Sus cejas estaban ligeramente fruncidas, y sus dedos tamborileaban contra la copa de cristal que sostenía. Faris era impulsivo, con una personalidad apasionada que a menudo lo hacía parecer inmaduro frente a los demás, pero su resentimiento hacia Alexander era evidente. Para él, el mestizaje de Alexander y su creciente influencia eran recordatorios de su propia inseguridad.Alexander se acercó a ellos con una sonrisa que no llegó a tocar sus ojos. Sabía que cada uno lo evaluaba con recelo y que cualquier palabra dicha sería analizada cuidadosamente.—Hermanos, parece que esta noche promete ser interesante, —dijo Alexander, su voz calmada y firme, mientras tomaba una copa de vino que un sirviente le ofrecía.Kareem se giró hacia él, levantando ligeramente la copa en un gesto que era mitad saludo, mitad desafío.—Interesant
Frente al trono, la mujer realizó una serie de giros rápidos, las espadas trazando figuras casi imposibles en el aire. Luego, con un movimiento final, extendió sus brazos hacia el rey, como si ofreciera una ofrenda silenciosa de su arte.En un instante, un giro inesperado ocurrió. Al intentar realizar un movimiento especialmente complicado, la bailarina perdió ligeramente el equilibrio. La sala entera jadeó cuando, en lugar de recuperar su postura como muchos esperaban, la mujer cayó hacia adelante... directamente en el regazo de Alexander, quien estaba sentado cerca del trono.El príncipe, sorprendido, extendió las manos para detener la caída, sosteniéndola suavemente por los hombros. Por un momento, el tiempo pareció detenerse. La bailarina levantó la mirada, y sus ojos, intensos y llenos de emoción, se encontraron con los de Alexander. El velo que cubría parcialmente su rostro se deslizó un poco, revelando sus labios entreabiertos por la sorpresa.—Disculpe, Su Alteza... —murmuró e
Por primera vez, sintió que no estaba preparada para lo que seguía. La tensión en el aire era palpable mientras el sol se ocultaba detrás de las dunas, tiñendo el horizonte de tonos dorados y anaranjados. Celeste Arden respiraba con dificultad, su mente trabajando a toda velocidad para calcular el próximo paso. Sabía que lo que había hecho en la pista de baile era un riesgo enorme, pero las verdaderas intenciones que la habían llevado al palacio superaban cualquier temor, robar los documentos de la licitación que cambiarían el curso de un lucrativo proyecto. Si lograba su objetivo, podría asegurarse un futuro lejos de los planes que otros habían trazado para ella.La idea de un matrimonio forzado con un hombre desconocido era un destino más aterrador que el propio príncipe Alexander, quien ahora la mantenía acorralada en el balcón. El aire cálido del desierto no hacía más que aumentar la presión de la situación.—Si me disculpa, Majestad, debo reunirme con mis amigas y volver a mis ti