Inicio / Romance / El Lazo Perfecto / 1. Legado de la Arena
El Lazo Perfecto
El Lazo Perfecto
Por: white08verdun
1. Legado de la Arena

 Alexander Frost se encontraba sentado en el salón principal de un palacio imponente, rodeado por un círculo de asesores que debatían fervientemente sobre el tema más delicado que había enfrentado en su vida, la sucesión al trono. La tensión en la sala era palpable, y las miradas de los presentes se dirigían hacia él con una mezcla de expectación y recelo. Frost, un hombre de porte altivo y mirada penetrante, escuchaba en silencio mientras cada consejero exponía su punto de vista sobre el camino que debía seguir para asegurar su lugar como heredero legítimo.

Era un desafío monumental. Aunque Alexander era hijo del rey Salim Haziz Noury, su posición siempre había estado en entredicho. Su madre, Sulema McQuillan, una mujer de origen extranjero cuya belleza y elegancia habían conquistado al poderoso monarca del desierto, era constantemente objeto de desprecio por parte de las otras esposas del rey. Sulema no era una mujer común; su presencia había sido tan poderosa que no solo había ganado el amor del rey, sino también su protección, lo que la colocaba en una posición única dentro del palacio. Sin embargo, su ascendencia extranjera y su carácter independiente la convertían en un blanco fácil para las intrigas palaciegas.

La situación de Alexander no era menos complicada. Al ser hijo de Sulema, heredó no solo su fortaleza y determinación, sino también el estigma de ser mestizo, un estigma que lo marcaba ante la nobleza y los círculos de poder. Aunque su linaje real era indiscutible, muchos lo veían como una amenaza o, peor aún, como una anomalía dentro de la rígida estructura jerárquica del reino. A pesar de esto, Alexander había demostrado ser un hombre digno, valiente e inteligente, características que muchos admiraban en silencio, aunque pocos se atrevían a expresar públicamente.

La reunión de aquel día no era una más; marcaba un punto de inflexión. Los asesores, temerosos de las implicaciones de apoyar a Alexander, discutían sobre las posibilidades de mantener la estabilidad en el reino si él asumía el trono. Algunos sugerían maniobras diplomáticas, mientras que otros proponían un enfoque más agresivo, enfrentándose directamente a las facciones que lo desafiaban. Sin embargo, todos coincidían en algo la sucesión no sería sencilla, y Alexander tendría que enfrentar una batalla tanto política como personal.

El rey Salim, aunque seguía siendo una figura poderosa, estaba envejeciendo, y su salud comenzaba a mostrar signos de deterioro. Este hecho alimentaba aún más las rivalidades dentro del palacio. Las otras esposas del rey, que siempre habían despreciado a Sulema y a su hijo, veían en este momento una oportunidad para asegurar que sus propios hijos ocuparan el trono. Intrigas, rumores y conspiraciones se tejían día y noche entre los muros del palacio, y Alexander era plenamente consciente de ello. No obstante, se mantenía firme, decidido a enfrentar cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino.

Sulema, por su parte, seguía siendo una figura enigmática y respetada. Aunque no intervenía directamente en los asuntos del reino, su influencia era innegable. Había criado a Alexander para ser un líder, inculcándole valores de honor, valentía y justicia. Su amor por su hijo y su fe en su capacidad para gobernar eran inquebrantables, y Alexander encontraba en ella un apoyo constante, incluso en los momentos más oscuros.

En la reunión, mientras los consejeros debatían, Alexander permanecía en silencio, observando cada movimiento, cada palabra, con la agudeza de un hombre acostumbrado a analizar y prever. Finalmente, cuando todos parecieron quedarse sin argumentos, él tomó la palabra. Su voz, grave y serena, llenó la sala. Habló con claridad y determinación, dejando en claro que no temía los desafíos que lo esperaban. Reconoció las dificultades, pero también afirmó su derecho legítimo al trono y su compromiso de gobernar con justicia y sabiduría. Sus palabras resonaron con una fuerza que hizo que incluso los más escépticos reconsideraran sus posturas.

Cuando la reunión llegó a su fin, Alexander salió del salón con la cabeza en alto, consciente de que la verdadera batalla apenas comenzaba. Cada paso que daba lo acercaba a un destino incierto, pero también lo fortalecía. Sabía que el camino sería arduo, lleno de traiciones y pruebas, pero estaba preparado para enfrentarlo. Al mirar hacia el horizonte, pensó en su madre, en su legado y en el reino que algún día esperaba gobernar. Alexander Frost no era solo un príncipe; era un hombre decidido a forjar su propio destino, sin importar cuán arduo fuera el camino por recorrer.

—Joven Alexander, su padre lo requiere en el gran salón —dijo Etiff, el enviado personal del rey, inclinando ligeramente la cabeza con respeto.

Alexander, que estaba descansando en un rincón del jardín interior del palacio, levantó la vista con una mezcla de resignación y curiosidad. Sabía que cuando el rey Salim Haziz Noury lo convocaba, era porque se avecinaba algo importante. Últimamente, esas reuniones significaban debates interminables sobre la sucesión al trono y las crecientes intrigas entre los nobles.

—Está bien, Etiff... dile a mi padre que allí estaré en breve —respondió con calma.

Se levantó despacio, ajustándose la túnica ligera que llevaba, y se encaminó hacia sus aposentos. A pesar de la importancia de la reunión, sentía la urgencia de un baño. El calor abrasador del desierto se había infiltrado incluso en las paredes del palacio, y Alexander, como cualquier hombre acostumbrado a la acción y al movimiento, necesitaba refrescarse antes de enfrentarse al protocolo y la formalidad del gran salón.

Cuando llegó a su habitación, notó que la puerta estaba ligeramente entreabierta. Entró con paso firme, y lo que encontró allí lo tomó por sorpresa, aunque de una manera que le arrancó una leve sonrisa. Sentada junto al diván, con una mirada cautivadora que irradiaba confianza, estaba Nayla Al-Badawi, una de las mujeres más hermosas del harén real.

Nayla era conocida no solo por su extraordinaria belleza, sino también por su astucia y su habilidad para mantener conversaciones inteligentes, algo que Alexander valoraba profundamente en las pocas ocasiones en que podían hablar en privado. Su piel tenía el tono bronceado y cálido de las arenas del desierto al amanecer, y al tocarla, resultaba tan suave como la seda más fina que se pudiera encontrar en los mercados del reino.

Capítulos gratis disponibles en la App >
capítulo anteriorcapítulo siguiente

Capítulos relacionados

Último capítulo