Frente al trono, la mujer realizó una serie de giros rápidos, las espadas trazando figuras casi imposibles en el aire. Luego, con un movimiento final, extendió sus brazos hacia el rey, como si ofreciera una ofrenda silenciosa de su arte.
En un instante, un giro inesperado ocurrió. Al intentar realizar un movimiento especialmente complicado, la bailarina perdió ligeramente el equilibrio. La sala entera jadeó cuando, en lugar de recuperar su postura como muchos esperaban, la mujer cayó hacia adelante... directamente en el regazo de Alexander, quien estaba sentado cerca del trono.
El príncipe, sorprendido, extendió las manos para detener la caída, sosteniéndola suavemente por los hombros. Por un momento, el tiempo pareció detenerse. La bailarina levantó la mirada, y sus ojos, intensos y llenos de emoción, se encontraron con los de Alexander. El velo que cubría parcialmente su rostro se deslizó un poco, revelando sus labios entreabiertos por la sorpresa.
—Disculpe, Su Alteza... —murmuró ella con voz temblorosa, tratando de levantarse de inmediato.
Alexander, sin embargo, mantuvo la compostura, ayudándola a reincorporarse con una leve sonrisa.
—No hay nada que disculpar. Es, sin duda, parte del espectáculo, ¿no? —dijo con calma, mientras los murmullos comenzaban a extenderse por el salón.
El rey Salim, lejos de molestarse por la interrupción, soltó una carcajada sonora.
—¡Eso es lo que llamo una actuación apasionada! Maravilloso, simplemente maravilloso.
Mientras la bailarina regresaba a la pista para concluir con una reverencia, Alexander observó cómo su figura se alejaba, una pequeña chispa de curiosidad brillando en sus ojos. Para los demás, la actuación había sido simplemente un evento más en la velada, pero para Alexander, aquella inesperada conexión dejó una impresión más profunda de lo que él mismo estaba dispuesto a admitir.
El aire cálido del desierto envolvía las paredes del majestuoso palacio mientras el espectáculo en la gran sala llegaba a su fin. Los aplausos se desvanecían lentamente, como ecos en la distancia, y los invitados comenzaban a dispersarse entre risas y murmullos. Sin embargo, en la mente de la joven bailarina, el estruendo del fracaso resonaba con brutalidad. Había arruinado su única oportunidad. La torpeza de aquel incidente la había puesto en el centro de todas las miradas, pero no de la manera que había planeado.
Afuera, el sol se encontraba en su cenit, un ardiente orbe dorado que proyectaba largas sombras sobre las arenas que rodeaban el palacio. Al cruzar el umbral hacia el exterior, la mujer se detuvo, dejando que el calor sofocante del día la envolviera. Cerró los ojos por un momento, buscando en su interior la compostura perdida. ¿Por qué había actuado de esa manera? Sus movimientos siempre habían sido precisos, controlados, pero aquel accidente... algo la había desconcertado profundamente.
Mientras ajustaba el velo que cubría parcialmente su rostro, un hombre apareció a su lado, su figura robusta y su porte autoritario eran inconfundibles.
—Señorita, el rey solicita su presencia.
La bailarina lo miró con incredulidad, su corazón dando un vuelco.
—¿El rey me ha llamado? —preguntó, tratando de disimular la sorpresa y el nerviosismo que bullían en su interior.
Aunque el velo cubría gran parte de su rostro, una leve sonrisa se dibujó en sus labios. Quizás no todo estaba perdido. Con un asentimiento, siguió al hombre a través de los amplios pasillos del palacio. Sus sandalias apenas hacían ruido sobre el mármol pulido, mientras su mente corría a toda velocidad. Tal vez su torpeza había servido para llamar la atención del rey de una manera inesperada. Tal vez aún había una oportunidad de cumplir su propósito.
Finalmente, llegaron a un par de puertas enormes, decoradas con intrincados grabados que narraban las glorias de la dinastía Noury. El guardia se detuvo, empujando las puertas con un esfuerzo ceremonioso. Estas se abrieron lentamente, revelando una habitación bañada por la luz dorada que entraba a través de un balcón. La bailarina tomó aire, alzó la barbilla y avanzó con determinación.
Las puertas se cerraron detrás de ella, dejando un eco sordo en la sala. Caminó con pasos lentos y seguros, sus ojos recorriendo el espacio. Sin embargo, al llegar al balcón, se detuvo abruptamente. Frente a ella, de pie con una postura relajada pero imponente, estaba el príncipe Alexander.
Por un instante, ambos se quedaron en silencio. La brisa cálida del desierto jugueteaba con los pliegues de su vestido y con el cabello oscuro del príncipe. Él tenía las manos cruzadas detrás de la espalda y la mirada fija en ella, como si estuviera evaluándola.
—¿Esperabas a alguien más? —preguntó Alexander finalmente, su tono era calmado, casi casual, pero sus palabras llevaban un peso que ella no podía ignorar. La mujer tragó saliva, intentando recuperar su compostura.
—Disculpe, Alteza. Me dijeron que el rey me había llamado. —Su voz salió firme, aunque por dentro su corazón latía con fuerza.
Alexander inclinó ligeramente la cabeza, como si estudiara cada uno de sus gestos.
—Es cierto, pero nuestro padre está ocupado en este momento. Sin embargo, pensé que sería prudente conocerte... después de lo ocurrido en el salón.
La bailarina sintió un leve calor en las mejillas, aunque el velo ocultaba cualquier rastro de vergüenza.
—No fue mi intención causarle molestias, Su Alteza. Mi torpeza fue... un error imperdonable.
Alexander dejó escapar una ligera risa, algo que parecía poco habitual en él.
—¿Torpeza? No diría eso. Fue... diferente. Y ciertamente, memorable. No todos tienen el valor de destacar en un evento como ese. Aunque, debo admitir, no fue de la manera convencional.
La mujer levantó la mirada, encontrándose con los ojos del príncipe. Había algo en ellos que la desarmaba, intensidad, curiosidad, y una pizca de algo que no lograba identificar.
—¿Y por qué crees que mi padre te llamó? —continuó Alexander, su tono más serio esta vez.
La bailarina dudó, el peso de sus verdaderas intenciones comenzando a asfixiarla.
—Tal vez vio algo en mi actuación... algo que le interesó.
Alexander dio un paso hacia ella, acortando la distancia. Su altura y presencia parecían llenar toda la habitación.
—O tal vez cree que eres más de lo que aparentas. La pregunta es... ¿lo eres?
El silencio que siguió fue casi ensordecedor. La bailarina supo que no estaba frente a un hombre fácil de engañar. Alexander podía ser un conquistador, pero también era un protector despiadado de su familia y su reino. Cualquier movimiento en falso, y todo lo que ella había planeado podría desmoronarse.
Por primera vez, sintió que no estaba preparada para lo que seguía. La tensión en el aire era palpable mientras el sol se ocultaba detrás de las dunas, tiñendo el horizonte de tonos dorados y anaranjados. Celeste Arden respiraba con dificultad, su mente trabajando a toda velocidad para calcular el próximo paso. Sabía que lo que había hecho en la pista de baile era un riesgo enorme, pero las verdaderas intenciones que la habían llevado al palacio superaban cualquier temor, robar los documentos de la licitación que cambiarían el curso de un lucrativo proyecto. Si lograba su objetivo, podría asegurarse un futuro lejos de los planes que otros habían trazado para ella.La idea de un matrimonio forzado con un hombre desconocido era un destino más aterrador que el propio príncipe Alexander, quien ahora la mantenía acorralada en el balcón. El aire cálido del desierto no hacía más que aumentar la presión de la situación.—Si me disculpa, Majestad, debo reunirme con mis amigas y volver a mis ti
Alexander Frost se encontraba sentado en el salón principal de un palacio imponente, rodeado por un círculo de asesores que debatían fervientemente sobre el tema más delicado que había enfrentado en su vida, la sucesión al trono. La tensión en la sala era palpable, y las miradas de los presentes se dirigían hacia él con una mezcla de expectación y recelo. Frost, un hombre de porte altivo y mirada penetrante, escuchaba en silencio mientras cada consejero exponía su punto de vista sobre el camino que debía seguir para asegurar su lugar como heredero legítimo.Era un desafío monumental. Aunque Alexander era hijo del rey Salim Haziz Noury, su posición siempre había estado en entredicho. Su madre, Sulema McQuillan, una mujer de origen extranjero cuya belleza y elegancia habían conquistado al poderoso monarca del desierto, era constantemente objeto de desprecio por parte de las otras esposas del rey. Sulema no era una mujer común; su presencia había sido tan poderosa que no solo había gana
Sin embargo, había algo más en ella, un fuego interno, una intensidad que la hacía irresistible.—Nayla —dijo Alexander con una mezcla de sorpresa y diversión mientras cerraba la puerta detrás de él —¿Qué haces aquí? ¿Sabes que mi padre podría convocarme en cualquier momento?Nayla se levantó con gracia, sus movimientos fluidos como el agua. Se acercó a él, dejando que el suave aroma de jazmín que emanaba de su piel llenara el espacio entre ellos.—Mi príncipe, los deberes pueden esperar unos minutos. Pensé que quizás necesitabas relajarte antes de enfrentarte a las preocupaciones del reino —respondió con una sonrisa enigmática, sus ojos oscuros brillando con picardía.Alexander suspiró, consciente de que Nayla tenía un poder innegable sobre él. No solo era hermosa; tenía una presencia magnética que hacía que cualquier hombre se sintiera como si el resto del mundo dejara de importar en su compañía. Aunque sabía que el tiempo apremiaba, no pudo resistirse.—Sabes que siempre encuentro
Eres como el agua en este desierto interminable, Nayla —dijo Alexander con un susurro ronco, aunque en el fondo sabía que sus palabras, aunque verdaderas en ese instante, no eran más que momentáneas. Para él, Nayla era un placer pasajero, alguien que lo hacía olvidar, aunque fuera por un momento, las intrigas palaciegas y la carga del destino que lo esperaba.Ella, sin embargo, interpretó esas palabras de una manera diferente. Cada gesto de afecto, cada palabra que salía de los labios del príncipe, la fortalecía en su determinación. Nayla sabía que él no la amaba, pero eso no la detendría. Era paciente y astuta; su objetivo no era capturar su corazón, sino su corona.Entre suspiros y caricias, el tiempo en aquel baño pareció detenerse. Las gotas de agua resbalaban por sus cuerpos entrelazados, y el sonido de la fuente se mezclaba con sus respiraciones entrecortadas. Cada movimiento era una danza cuidadosamente coreografiada, un intercambio de poder y pasión donde ambos obtenían algo d
Siempre encontraba formas de sembrar discordia con palabras suaves, pero venenosas.El menor de los hermanos, Faris, tenía una expresión que delataba su impaciencia. Sus cejas estaban ligeramente fruncidas, y sus dedos tamborileaban contra la copa de cristal que sostenía. Faris era impulsivo, con una personalidad apasionada que a menudo lo hacía parecer inmaduro frente a los demás, pero su resentimiento hacia Alexander era evidente. Para él, el mestizaje de Alexander y su creciente influencia eran recordatorios de su propia inseguridad.Alexander se acercó a ellos con una sonrisa que no llegó a tocar sus ojos. Sabía que cada uno lo evaluaba con recelo y que cualquier palabra dicha sería analizada cuidadosamente.—Hermanos, parece que esta noche promete ser interesante, —dijo Alexander, su voz calmada y firme, mientras tomaba una copa de vino que un sirviente le ofrecía.Kareem se giró hacia él, levantando ligeramente la copa en un gesto que era mitad saludo, mitad desafío.—Interesant