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5. El Velo y la Espada

Frente al trono, la mujer realizó una serie de giros rápidos, las espadas trazando figuras casi imposibles en el aire. Luego, con un movimiento final, extendió sus brazos hacia el rey, como si ofreciera una ofrenda silenciosa de su arte.

En un instante, un giro inesperado ocurrió. Al intentar realizar un movimiento especialmente complicado, la bailarina perdió ligeramente el equilibrio. La sala entera jadeó cuando, en lugar de recuperar su postura como muchos esperaban, la mujer cayó hacia adelante... directamente en el regazo de Alexander, quien estaba sentado cerca del trono.

El príncipe, sorprendido, extendió las manos para detener la caída, sosteniéndola suavemente por los hombros. Por un momento, el tiempo pareció detenerse. La bailarina levantó la mirada, y sus ojos, intensos y llenos de emoción, se encontraron con los de Alexander. El velo que cubría parcialmente su rostro se deslizó un poco, revelando sus labios entreabiertos por la sorpresa.

—Disculpe, Su Alteza... —murmuró ella con voz temblorosa, tratando de levantarse de inmediato.

Alexander, sin embargo, mantuvo la compostura, ayudándola a reincorporarse con una leve sonrisa.

—No hay nada que disculpar. Es, sin duda, parte del espectáculo, ¿no? —dijo con calma, mientras los murmullos comenzaban a extenderse por el salón.

El rey Salim, lejos de molestarse por la interrupción, soltó una carcajada sonora.

—¡Eso es lo que llamo una actuación apasionada! Maravilloso, simplemente maravilloso.

Mientras la bailarina regresaba a la pista para concluir con una reverencia, Alexander observó cómo su figura se alejaba, una pequeña chispa de curiosidad brillando en sus ojos. Para los demás, la actuación había sido simplemente un evento más en la velada, pero para Alexander, aquella inesperada conexión dejó una impresión más profunda de lo que él mismo estaba dispuesto a admitir.

El aire cálido del desierto envolvía las paredes del majestuoso palacio mientras el espectáculo en la gran sala llegaba a su fin. Los aplausos se desvanecían lentamente, como ecos en la distancia, y los invitados comenzaban a dispersarse entre risas y murmullos. Sin embargo, en la mente de la joven bailarina, el estruendo del fracaso resonaba con brutalidad. Había arruinado su única oportunidad. La torpeza de aquel incidente la había puesto en el centro de todas las miradas, pero no de la manera que había planeado.

Afuera, el sol se encontraba en su cenit, un ardiente orbe dorado que proyectaba largas sombras sobre las arenas que rodeaban el palacio. Al cruzar el umbral hacia el exterior, la mujer se detuvo, dejando que el calor sofocante del día la envolviera. Cerró los ojos por un momento, buscando en su interior la compostura perdida. ¿Por qué había actuado de esa manera? Sus movimientos siempre habían sido precisos, controlados, pero aquel accidente... algo la había desconcertado profundamente.

Mientras ajustaba el velo que cubría parcialmente su rostro, un hombre apareció a su lado, su figura robusta y su porte autoritario eran inconfundibles.

—Señorita, el rey solicita su presencia.

La bailarina lo miró con incredulidad, su corazón dando un vuelco.

—¿El rey me ha llamado? —preguntó, tratando de disimular la sorpresa y el nerviosismo que bullían en su interior.

Aunque el velo cubría gran parte de su rostro, una leve sonrisa se dibujó en sus labios. Quizás no todo estaba perdido. Con un asentimiento, siguió al hombre a través de los amplios pasillos del palacio. Sus sandalias apenas hacían ruido sobre el mármol pulido, mientras su mente corría a toda velocidad. Tal vez su torpeza había servido para llamar la atención del rey de una manera inesperada. Tal vez aún había una oportunidad de cumplir su propósito.

Finalmente, llegaron a un par de puertas enormes, decoradas con intrincados grabados que narraban las glorias de la dinastía Noury. El guardia se detuvo, empujando las puertas con un esfuerzo ceremonioso. Estas se abrieron lentamente, revelando una habitación bañada por la luz dorada que entraba a través de un balcón. La bailarina tomó aire, alzó la barbilla y avanzó con determinación.

Las puertas se cerraron detrás de ella, dejando un eco sordo en la sala. Caminó con pasos lentos y seguros, sus ojos recorriendo el espacio. Sin embargo, al llegar al balcón, se detuvo abruptamente. Frente a ella, de pie con una postura relajada pero imponente, estaba el príncipe Alexander.

Por un instante, ambos se quedaron en silencio. La brisa cálida del desierto jugueteaba con los pliegues de su vestido y con el cabello oscuro del príncipe. Él tenía las manos cruzadas detrás de la espalda y la mirada fija en ella, como si estuviera evaluándola.

—¿Esperabas a alguien más? —preguntó Alexander finalmente, su tono era calmado, casi casual, pero sus palabras llevaban un peso que ella no podía ignorar. La mujer tragó saliva, intentando recuperar su compostura.

—Disculpe, Alteza. Me dijeron que el rey me había llamado. —Su voz salió firme, aunque por dentro su corazón latía con fuerza.

Alexander inclinó ligeramente la cabeza, como si estudiara cada uno de sus gestos.

—Es cierto, pero nuestro padre está ocupado en este momento. Sin embargo, pensé que sería prudente conocerte... después de lo ocurrido en el salón.

La bailarina sintió un leve calor en las mejillas, aunque el velo ocultaba cualquier rastro de vergüenza.

—No fue mi intención causarle molestias, Su Alteza. Mi torpeza fue... un error imperdonable.

Alexander dejó escapar una ligera risa, algo que parecía poco habitual en él.

—¿Torpeza? No diría eso. Fue... diferente. Y ciertamente, memorable. No todos tienen el valor de destacar en un evento como ese. Aunque, debo admitir, no fue de la manera convencional.

La mujer levantó la mirada, encontrándose con los ojos del príncipe. Había algo en ellos que la desarmaba, intensidad, curiosidad, y una pizca de algo que no lograba identificar.

—¿Y por qué crees que mi padre te llamó? —continuó Alexander, su tono más serio esta vez.

La bailarina dudó, el peso de sus verdaderas intenciones comenzando a asfixiarla.

—Tal vez vio algo en mi actuación... algo que le interesó.

Alexander dio un paso hacia ella, acortando la distancia. Su altura y presencia parecían llenar toda la habitación.

—O tal vez cree que eres más de lo que aparentas. La pregunta es... ¿lo eres?

El silencio que siguió fue casi ensordecedor. La bailarina supo que no estaba frente a un hombre fácil de engañar. Alexander podía ser un conquistador, pero también era un protector despiadado de su familia y su reino. Cualquier movimiento en falso, y todo lo que ella había planeado podría desmoronarse.

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