Alexander
En el mundo de los negocios, la eficiencia lo es todo. No hay espacio para errores, improvisaciones ni sentimentalismos.
Así es como he construido mi imperio.
Así es como mantengo el control.
Y así es como he logrado convertirme en uno de los hombres más poderosos del país.
Mi agenda está cronometrada al segundo. Cada reunión, cada decisión, cada acuerdo se planea meticulosamente. No hay margen para distracciones. No hay margen para el caos.
Excepto en un aspecto de mi vida.
Mi hija.
Mía tiene cinco años y, aunque es mi sangre, sigue siendo un enigma para mí. Es un torbellino de emociones, palabras y energía. Algo que no sé manejar. Algo que… no encaja en mi mundo ordenado.
Por eso necesito a la mejor niñera.
Una mujer con experiencia, disciplina y, sobre todo, discreción. Alguien que entienda que mi hija necesita estructura y estabilidad, no mimos y concesiones.
Alguien completamente opuesto a la mujer que mi asistente acaba de traer a mi oficina.
—Señor Saint-Clair, le presento a Luna Ferrer —dice Margaret con su tono eficiente de siempre.
Levanto la vista del informe que estaba revisando y en cuanto veo a la mujer de pie frente a mí, sé que esto es una pérdida de tiempo.
Cabello castaño recogido de manera descuidada, expresión desafiante y unos ojos oscuros que me observan sin el más mínimo rastro de sumisión. Su postura es demasiado relajada, demasiado confiada. No parece una niñera.
Parece una amenaza a mi paciencia.
Cierro la carpeta y entrelazo los dedos sobre el escritorio.
—Siéntese.
Ella lo hace sin titubear. No cruza las piernas como las otras candidatas. No mantiene las manos juntas en su regazo con nerviosismo. No intenta impresionarme.
Eso me irrita.
—Señorita Ferrer —empiezo, con mi tono más frío—. Me gustaría saber qué la hace creer que es la candidata ideal para cuidar a mi hija.
—No lo sé —responde, encogiéndose de hombros—. Usted dígamelo.
Mi mandíbula se tensa.
Margaret suelta un leve suspiro, pero no interfiere. Sabe que odio las respuestas vagas.
—Permítame reformular la pregunta —digo, midiendo cada palabra—. ¿Por qué debería contratarla?
—Porque necesita a alguien que sepa lidiar con niños y, aunque no soy la niñera perfecta, sé cómo hacerlo.
—¿Tiene referencias?
—No.
—¿Estudios en pedagogía?
—No.
—¿Alguna certificación en cuidado infantil?
—No.
Mis labios se presionan en una línea dura.
—Entonces, ¿qué la hace calificada para este trabajo?
Sus labios se curvan en una sonrisa ligera.
—Tengo algo que las demás no tienen.
—Ilústreme.
—No me asusto fácilmente.
Levanto una ceja.
—¿Cree que mi hija es un problema del que hay que asustarse?
—Creo que los niños no son fáciles, especialmente cuando crecen en un entorno donde todo es perfección y normas.
Su respuesta es rápida. Demasiado rápida.
Y lo peor es que no está del todo equivocada.
—Si no le gustan las normas, ¿por qué está aquí? —pregunto con frialdad.
—Porque necesito el trabajo.
Sin rodeos. Sin falsas cortesías.
Por un instante, la observo en silencio. No se retuerce en su asiento ni desvían la mirada. No muestra inseguridad ni nerviosismo.
Eso me irrita más de lo que debería.
Abro la boca para rechazarla cuando la puerta de la oficina se abre de golpe.
—¡Papá!
Una pequeña figura entra corriendo sin importarle interrumpir la reunión.
Mía.
Mi hija se lanza sobre mí con la naturalidad de quien sabe que puede hacerlo sin ser rechazada. La sujeto con facilidad, aunque mi cuerpo aún no se acostumbra a este tipo de contacto.
—Hola, pequeña —le digo con calma, colocando una mano sobre su espalda.
—Margaret dijo que ibas a elegir a mi nueva niñera —dice, mirándome con esos ojos grandes y curiosos.
—Así es.
Sus ojos se desvían hacia la mujer sentada frente a nosotros.
Y entonces ocurre algo que no esperaba.
Mía sonríe.
—¡Eres tú!
Luna parpadea, sorprendida.
—¿Perdón?
—Te vi en la sala de espera —explica Mía—. Eres diferente.
Luna suelta una carcajada ligera.
—Tú también.
Mía la observa con fascinación, como si acabara de encontrar algo nuevo y emocionante.
Y entonces, sin previo aviso, se suelta de mi agarre y corre hacia ella.
Me tenso al ver cómo mi hija salta sobre su regazo sin ningún reparo. Cualquier otra candidata habría mostrado nerviosismo o incomodidad. Luna no.
Ella simplemente la recibe con naturalidad.
—Eres divertida —declara Mía, apoyando el mentón en su hombro.
Luna sonríe.
—Todavía no me conoces lo suficiente para decir eso.
—Sí, sí te conozco.
Mis labios se presionan en una línea dura.
Esto no me gusta.
No me gusta que mi hija se encariñe tan rápido.
No me gusta que esta mujer haya conseguido en segundos lo que yo no he logrado en años.
Margaret me mira de reojo, esperando mi decisión.
Yo miro a Mía.
Nunca la he visto tan cómoda con alguien nuevo.
Eso complica las cosas.
Porque Luna Ferrer es la última persona que quiero contratar.
Pero al parecer, mi hija ya la ha elegido.
LunaNo es la primera vez que un hombre me mira como si fuera la última persona en la Tierra con la que quiere tratar.Tampoco es la primera vez que no me importa.Lo que sí es nuevo es que una niña de cinco años me haya declarado su favorita en menos de cinco minutos.Mía sigue aferrada a mi cuello, con esos ojazos llenos de determinación.—Papá, quiero que ella sea mi niñera.Su padre, el mismísimo Alexander Saint-Clair, el hombre que probablemente podría comprar medio país sin pestañear, la observa con el ceño fruncido.—Mía, no puedes elegir a alguien solo porque te cae bien.—¿Por qué no?—Porque no es así como funciona esto.—Pues debería.Casi suelto una carcajada, pero me la trago. No creo que al señor “Me-creo-Dios” le haga gracia.—Cariño, vamos a hablar de esto después —dice él, con una paciencia tensa.—No.Mi admiración por esta enana crece cada segundo.Alexander suelta un suspiro y me lanza una mirada que podría congelar el infierno.—Margaret, llévate a Mía un momento.
AlexanderContratar a Luna Ferrer fue, sin duda, una de las peores decisiones que he tomado en mi vida.Y eso que he cometido errores monumentales.Pero nada, absolutamente nada, me ha sacado tanto de quicio como esta mujer que ahora camina por mi casa como si fuera la dueña del lugar.Han pasado apenas veinticuatro horas desde que aceptó el trabajo y ya tengo ganas de despedirla.—¡Vamos, princesa, un poco más rápido! —exclama desde el jardín, con su tono despreocupado.Me asomo por la ventana de mi despacho y veo a Mía correteando por el césped, riendo a carcajadas mientras Luna la persigue.Mi hija… riendo.El problema no es que se diviertan.El problema es que esta mujer no sigue ni una sola de mis reglas.Le pedí rutinas claras.Le pedí estructura.Y aquí está, jugando como si esto fuera un campamento de verano.Cierro la laptop con más fuerza de la necesaria y bajo las escaleras con pasos firmes.Cuando salgo al jardín, Mía me ve y me saluda con una sonrisa radiante.—¡Papá!Lun
LunaHabía pasado menos de veinticuatro horas desde que acepté este trabajo y ya quería lanzarle uno de esos jarrones ridículamente caros a la cabeza de mi jefe.Alexander Belmont no solo era un CEO insufrible, sino que también tenía una lista de normas que hacían que trabajar aquí se sintiera más como estar en una maldita prisión de lujo.1. Nada de ruido innecesario.2. Nada de cambios en la rutina de Mía.3. Nada de desobedecer sus órdenes.Y la lista seguía y seguía…—El señor Belmont quiere que Mía desayune a las ocho en punto —me explicó una asistente que apenas cruzó miradas conmigo—. Después tiene su clase de francés, seguida de natación, almuerzo a las doce treinta, una hora de lectura y luego matemáticas.—Ajá… —murmuré, intentando no poner los ojos en blanco. ¿De verdad era un ser humano de seis años o un robot programado por su padre?Mía me sonrió mientras se balanceaba en su silla de comedor, ignorando su tazón de avena perfectamente servida.—¿Te gusta la avena, enana?
AlexanderNunca me había gustado repetir órdenes.En mi empresa, una instrucción dada era una instrucción cumplida. No toleraba explicaciones, excusas ni cuestionamientos. Pero, al parecer, Luna Mendoza no entendía cómo funcionaban las cosas en mi mundo.Desde que llegó, había convertido mi casa en un desastre controlado. Mía reía más, sí, pero también había desorden, caos y un nivel de desafío que me crispaba los nervios.Y lo peor de todo era que Luna no tenía miedo.No se intimidaba por mi tono cortante, no bajaba la mirada cuando le llamaba la atención, y definitivamente no se molestaba en disimular su sarcasmo.Estaba harto.Así que cuando entré a mi estudio y la vi sentada con las piernas cruzadas sobre el sofá, como si fuera la dueña del lugar, decidí que ya era suficiente.—¿Es mucho pedir que te comportes como una empleada normal? —pregunté, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.Luna ni siquiera se inmutó.—¿Y es mucho pedir que te comportes como un padre normal?
LunaSi había algo que Alexander Black no entendía, era que una niña de seis años no era un maldito robot.Mía llevaba días siguiendo su rutina de clases, lectura y actividades estrictamente programadas. Y aunque no se quejaba en voz alta, yo veía en su carita que le faltaba algo. Libertad, emoción, aventura.Así que decidí hacer lo que mejor se me daba: romper las reglas.—¿Quieres hacer algo divertido? —le susurré a Mía mientras terminaba de colorear dentro de los límites perfectos de su libro de arte.La niña alzó la vista, curiosa pero un poco desconfiada.—¿Algo que no esté en mi horario?Sonreí con picardía.—Exacto.Mía miró alrededor como si esperara que su padre apareciera de la nada para detenernos.—¿Y si papá se enoja?Me encogí de hombros.—A veces hay que hacer cosas que nos hacen felices aunque a los adultos les moleste.Mía frunció los labios, claramente debatiéndose. Pero entonces, sus ojos brillaron con emoción.—¿A dónde vamos?—Es una sorpresa.Tomé su manita y sal
AlexanderMía nunca había estado tan feliz.No necesitaba que nadie me lo dijera. No hacía falta que los empleados de la casa mencionaran lo risueña que estaba últimamente ni que mi asistente insistiera en que su energía había cambiado. Yo mismo lo veía.Desde que Luna había entrado en nuestras vidas, mi hija reía más, hablaba más y hasta comía con más entusiasmo. Su mirada había pasado de la resignación a la emoción en cuestión de días.Y, maldita sea, no sabía qué hacer con eso.La niñera estaba rompiendo por completo la estructura que con tanto esfuerzo había construido para Mía.
LunaMía estaba profundamente dormida, abrazando su oso de peluche con fuerza, con las sábanas revueltas alrededor de su cuerpecito. Su respiración era tranquila, acompasada, y de vez en cuando murmuraba cosas incomprensibles entre sueños.Yo, en cambio, estaba sentada en el sillón junto a su cama, mirándola con la cabeza apoyada en la mano.Nunca pensé que un trabajo que tomé por dinero me afectaría tanto.Al principio, todo esto fue un reto, un juego para desafiar a Alexander y su ridícula manera de controlar cada aspecto de la vida de su hija. Pero ahora… ahora era diferente.Mía me importaba.
AlexanderNunca antes había conocido a alguien tan obstinada, tan irreverente y tan absolutamente incapaz de seguir instrucciones como Luna Martínez.Desde el momento en que puso un pie en mi casa, supe que sería un problema. Uno grande.Y no me equivoqué.Cada día, cada maldito día, encontraba una manera de desafiarme. De empujar los límites que establecí con tanta precisión para la educación de Mía.Le permitía correr cuando debía caminar. Le dejaba ensuciarse cuando debía permanecer impecable. Le enseñaba a reír fuerte cuando la disciplina requería silencio.Era una molestia.Pero más molesto aún era