Alexander
Contratar a Luna Ferrer fue, sin duda, una de las peores decisiones que he tomado en mi vida.
Y eso que he cometido errores monumentales.
Pero nada, absolutamente nada, me ha sacado tanto de quicio como esta mujer que ahora camina por mi casa como si fuera la dueña del lugar.
Han pasado apenas veinticuatro horas desde que aceptó el trabajo y ya tengo ganas de despedirla.
—¡Vamos, princesa, un poco más rápido! —exclama desde el jardín, con su tono despreocupado.
Me asomo por la ventana de mi despacho y veo a Mía correteando por el césped, riendo a carcajadas mientras Luna la persigue.
Mi hija… riendo.
El problema no es que se diviertan.
El problema es que esta mujer no sigue ni una sola de mis reglas.
Le pedí rutinas claras.
Le pedí estructura.
Y aquí está, jugando como si esto fuera un campamento de verano.
Cierro la laptop con más fuerza de la necesaria y bajo las escaleras con pasos firmes.
Cuando salgo al jardín, Mía me ve y me saluda con una sonrisa radiante.
—¡Papá!
Luna se gira hacia mí y, al ver mi expresión, sonríe.
—¿Qué pasa, jefe? ¿Ya me echa de menos?
Ignoro su comentario y miro a Mía.
—Es hora de tu lección de piano.
—Pero, papá…
—Nada de peros. Acordamos un horario y hay que respetarlo.
Mía baja la mirada, pero Luna no se calla.
—Relájese un poco, Saint-Clair. Solo jugamos un rato.
—No la contraté para que juegue.
—Oh, disculpe. Creí que su hija tenía cinco años y no treinta y cinco.
La fulmino con la mirada.
Ella me sostiene la mirada con una sonrisa burlona.
Dios santo, ¿qué he hecho?
—Mía, adentro —ordeno, sin apartar la vista de la niñera infernal.
Mi hija entra a regañadientes, dejándonos solos.
—¿Le divierte desafiarme, señorita Ferrer?
—Un poco.
Mi mandíbula se tensa.
—Le dejé muy claras mis reglas.
—Y yo dejé claro que no soy un robot sin emociones.
—No le pago para que me rete.
—No me paga lo suficiente para aguantar su mal humor.
Aprieto los puños y suelto un suspiro lento.
Tranquilo, Alexander.
—Quiere normas, jefe —continúa ella, con descaro—. Pero le tengo malas noticias: los niños no son proyectos de inversión.
Mis ojos se entrecierran.
—¿Eso cree que hago?
—Eso veo que hace.
—No tiene idea de lo que habla.
—Lo que veo es que su hija necesita amor y usted solo le da reglas.
Siento un latido de furia en las sienes.
Nadie, absolutamente nadie, me habla así.
Pero, por alguna razón, en vez de despedirla en este instante, decido algo más interesante.
Voy a hacerla renunciar.
Voy a hacer que no aguante ni una semana.
Cruzo los brazos y sonrío, frío.
—Muy bien, señorita Ferrer. Vamos a hacer algo.
—Uy, qué miedo.
—A partir de mañana, quiero reportes diarios. Escritos. Con detalles de cada actividad de Mía.
Ella alza una ceja.
—¿Está de broma?
—Y quiero que todos los días practique con ella matemáticas y vocabulario durante una hora.
—¿No cree que está exagerando?
—Además, quiero un plan de alimentación semanal. Balanceado. Sin azúcar ni harinas refinadas.
—¿Señor dictador? 1984 lo llamó, quiere su personalidad de vuelta.
Ignoro su comentario y doy el golpe final.
—Ah, y nada de ropa informal. Quiero que vista de manera adecuada para un ambiente profesional.
Ella se cruza de brazos, evaluándome.
Espero verla explotar, renunciar en este instante.
Pero, en vez de eso, sonríe.
—Perfecto, jefe.
Parpadeo.
—¿Perdón?
—Acepto.
¿Qué demonios?
—Pero con una condición.
—¿Ahora usted pone condiciones?
—Oh, sí. Y más le vale aceptarla.
—Sorpréndame.
Su sonrisa se amplía.
—Si cumplo todas sus ridículas normas, usted tendrá que tomarse un día libre para pasar con su hija.
Suelto una risa irónica.
—Imposible.
—Entonces, adiós normas.
Aprieto la mandíbula.
Me observa con diversión.
—¿Qué pasa, jefe? ¿Tiene miedo de pasar tiempo con su propia hija?
Mis ojos se clavan en los suyos.
Esa m*****a mujer.
Me desafía, me irrita, me empuja al límite.
Y lo peor es que, por primera vez en mucho tiempo, alguien no me trata como el intocable Alexander Saint-Clair.
No sé si quiero despedirla o besarla solo para callarla.
—Trato hecho —gruño.
Ella sonríe.
Y tengo la sensación de que este es solo el inicio del caos.
LunaHabía pasado menos de veinticuatro horas desde que acepté este trabajo y ya quería lanzarle uno de esos jarrones ridículamente caros a la cabeza de mi jefe.Alexander Belmont no solo era un CEO insufrible, sino que también tenía una lista de normas que hacían que trabajar aquí se sintiera más como estar en una maldita prisión de lujo.1. Nada de ruido innecesario.2. Nada de cambios en la rutina de Mía.3. Nada de desobedecer sus órdenes.Y la lista seguía y seguía…—El señor Belmont quiere que Mía desayune a las ocho en punto —me explicó una asistente que apenas cruzó miradas conmigo—. Después tiene su clase de francés, seguida de natación, almuerzo a las doce treinta, una hora de lectura y luego matemáticas.—Ajá… —murmuré, intentando no poner los ojos en blanco. ¿De verdad era un ser humano de seis años o un robot programado por su padre?Mía me sonrió mientras se balanceaba en su silla de comedor, ignorando su tazón de avena perfectamente servida.—¿Te gusta la avena, enana?
AlexanderNunca me había gustado repetir órdenes.En mi empresa, una instrucción dada era una instrucción cumplida. No toleraba explicaciones, excusas ni cuestionamientos. Pero, al parecer, Luna Mendoza no entendía cómo funcionaban las cosas en mi mundo.Desde que llegó, había convertido mi casa en un desastre controlado. Mía reía más, sí, pero también había desorden, caos y un nivel de desafío que me crispaba los nervios.Y lo peor de todo era que Luna no tenía miedo.No se intimidaba por mi tono cortante, no bajaba la mirada cuando le llamaba la atención, y definitivamente no se molestaba en disimular su sarcasmo.Estaba harto.Así que cuando entré a mi estudio y la vi sentada con las piernas cruzadas sobre el sofá, como si fuera la dueña del lugar, decidí que ya era suficiente.—¿Es mucho pedir que te comportes como una empleada normal? —pregunté, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.Luna ni siquiera se inmutó.—¿Y es mucho pedir que te comportes como un padre normal?
LunaSi había algo que Alexander Black no entendía, era que una niña de seis años no era un maldito robot.Mía llevaba días siguiendo su rutina de clases, lectura y actividades estrictamente programadas. Y aunque no se quejaba en voz alta, yo veía en su carita que le faltaba algo. Libertad, emoción, aventura.Así que decidí hacer lo que mejor se me daba: romper las reglas.—¿Quieres hacer algo divertido? —le susurré a Mía mientras terminaba de colorear dentro de los límites perfectos de su libro de arte.La niña alzó la vista, curiosa pero un poco desconfiada.—¿Algo que no esté en mi horario?Sonreí con picardía.—Exacto.Mía miró alrededor como si esperara que su padre apareciera de la nada para detenernos.—¿Y si papá se enoja?Me encogí de hombros.—A veces hay que hacer cosas que nos hacen felices aunque a los adultos les moleste.Mía frunció los labios, claramente debatiéndose. Pero entonces, sus ojos brillaron con emoción.—¿A dónde vamos?—Es una sorpresa.Tomé su manita y sal
AlexanderMía nunca había estado tan feliz.No necesitaba que nadie me lo dijera. No hacía falta que los empleados de la casa mencionaran lo risueña que estaba últimamente ni que mi asistente insistiera en que su energía había cambiado. Yo mismo lo veía.Desde que Luna había entrado en nuestras vidas, mi hija reía más, hablaba más y hasta comía con más entusiasmo. Su mirada había pasado de la resignación a la emoción en cuestión de días.Y, maldita sea, no sabía qué hacer con eso.La niñera estaba rompiendo por completo la estructura que con tanto esfuerzo había construido para Mía.
LunaMía estaba profundamente dormida, abrazando su oso de peluche con fuerza, con las sábanas revueltas alrededor de su cuerpecito. Su respiración era tranquila, acompasada, y de vez en cuando murmuraba cosas incomprensibles entre sueños.Yo, en cambio, estaba sentada en el sillón junto a su cama, mirándola con la cabeza apoyada en la mano.Nunca pensé que un trabajo que tomé por dinero me afectaría tanto.Al principio, todo esto fue un reto, un juego para desafiar a Alexander y su ridícula manera de controlar cada aspecto de la vida de su hija. Pero ahora… ahora era diferente.Mía me importaba.
AlexanderNunca antes había conocido a alguien tan obstinada, tan irreverente y tan absolutamente incapaz de seguir instrucciones como Luna Martínez.Desde el momento en que puso un pie en mi casa, supe que sería un problema. Uno grande.Y no me equivoqué.Cada día, cada maldito día, encontraba una manera de desafiarme. De empujar los límites que establecí con tanta precisión para la educación de Mía.Le permitía correr cuando debía caminar. Le dejaba ensuciarse cuando debía permanecer impecable. Le enseñaba a reír fuerte cuando la disciplina requería silencio.Era una molestia.Pero más molesto aún era
LunaCuando acepté este trabajo, lo hice por el dinero.Ahora… ya no estaba tan segura.El problema no era Alexander Black, aunque me sacara de quicio con sus normas estrictas y su manera de actuar como si fuera el dueño del mundo.El problema era Mía.Esa niña se estaba metiendo bajo mi piel sin que me diera cuenta.Y en esa noche en particular, no pude hacer nada para evitarlo.Eran las dos de la mañana cuando escuché un ruido.Al principio, pens&ea
AlexanderLuna era un maldito problema.Uno que cada día se volvía más difícil de manejar.Lo supe desde el momento en que apareció en mi oficina con su actitud desafiante y esa maldita sonrisa burlona que me sacaba de quicio.Pero anoche…Anoche fue diferente.Entrar en esa habitación y verla con Mía entre sus brazos, susurrándole una canción mientras mi hija dormía plácidamente, había sido un golpe que no vi venir.Era la primera vez que veía a Mía así de… tranquila.Feliz.Segura.